Escrito por Héctor-León Moncayo S.*

José Alonso Zapata, A mil, a mil, jugosas, deliciosas (Cortesía del autor)
“A mí me toca trabajar en la calle. Si no salgo no tengo con qué darle de comer a mis hijos [… ] Pues que me lleven presa si les da la gana”. Es la respuesta airada que se escuchaba a menudo, en todas las encuestas y sondeos de los noticieros radiales y audiovisuales del país, antes de que se pusiera en marcha, por primera vez, la medida de confinamiento obligatorio. En términos parecidos, aunque menos angustiosos, se expresaban dueños de tiendas, restaurantes, talleres y muchos otros pequeños negociantes.
Ha pasado más de un año, con tres “picos” de la pandemia y otras tantas medidas de confinamiento nacional, a más de las locales y parciales, y si bien es cierto que no ha habido todavía un grave problema de “orden público”, es evidente que el descontento social (diferente de la individual desobediencia de los acomodados) ha sido amplio y creciente. Desde el principio se pudo observar cómo los barrios populares más pobres se llenaban de banderas rojas con las que, en cada lugar de residencia, se denunciaba la situación de desprotección, próxima a la física hambre. Las diversas protestas han venido aumentando, desde los famosos “cacerolazos” que ya se habían utilizado durante las movilizaciones de finales del 2019, hasta, recientemente, plantones y demostraciones callejeras. Emergen allí, precisamente, los negociantes de los que antes se hablaba. Su airada respuesta no era una decidida amenaza pero, sin duda, una seria advertencia. Entre las muchas cosas que ha puesto al desnudo la pandemia se encuentra esta realidad social del trabajo que es a la vez demográfica y económica. Y, poco a poco, políticamente determinante.
Y nos llaman “los informales”
Es curioso que una denominación proveniente de la jerga tecnocrática o de las manías de la burocracia haya llegado a ser tan popular. Quizá porque “informales” resulta menos chocante y comprometedor que la designación francamente policiva de “ilegales”. Permite, en una actitud de condescendencia típicamente neoliberal (el espíritu empresarial siempre será digno de encomio), eludir una posible confusión con muchos tipos de empresas criminales, como las del narcotráfico, que, por supuesto, también carecen de registros institucionales y así mismo incumplen con sus obligaciones tributarias, entre otras que marca la ley.
Se refiere, en principio, a “empresas” de tamaño reducido las cuales pueden denominarse, según el uso popular, “negocios”, o, en una forma más laxa, “actividades”, o, en el lenguaje hoy de mejor recibo, “emprendimientos”. Se caracterizan por operar por fuera del marco institucional, jurídico o reglamentario. Esta definición, en apariencia simple, nos plantea de inmediato un problema: ¿Cuántos y cuáles son los requisitos que incumplen? ¿Todos o algunos? ¿Algunos casos son más graves que otros? Obviamente se está describiendo una realidad sumamente heterogénea. Lo mejor que se puede decir es que se trata de un fenómeno multidimensional y dinámico. Se observan varias omisiones, desde los simples registros de existencia empresarial, hasta las obligaciones relativas al pago de impuestos, pasando por el cumplimiento de las leyes laborales en la contratación o de las normas de producción (sanitarias, por ejemplo) y comercialización.
Pero también puede referirse, directamente, a los trabajadores en el caso de que se encuentren en condiciones laborales de “informalidad” lo cual podría ser innecesario ya que las empresas informales suelen tener precisamente como una de sus características el incumplimiento de las normas laborales y sobre todo las de seguridad social. Es más, la actividad desarrollada por un trabajador por cuenta propia puede denominarse “empresa unipersonal”. Sin embargo, esta aplicación del adjetivo a los trabajadores parece no gustar mucho, en los medios empresariales y tecnocráticos, ya que nos lleva fácilmente a un conjunto, no pequeño por cierto, de trabajadores y empleados que son contratados en precarias condiciones por grandes y formales empresas, incluidas transnacionales, o por las mismas instituciones estatales, aprovechando los subterfugios que existen en las leyes laborales.
La magnitud del fenómeno, es desde luego incuestionable. De acuerdo con los resultados de su más reciente Encuesta de Hogares, el Dane nos informa que el porcentaje de ocupados en condiciones de informalidad (trimestre diciembre 2020-febrero 2021) en las 13 principales ciudades habría llegado a 48.1 por ciento y en 23 ciudades, 49.2 por ciento; mayores, en ambos casos, en aproximadamente dos puntos porcentuales, a lo registrado en el trimestre correspondiente un año antes (gráfico 1).

La primera tentación analítica que surge es, por supuesto, atribuir el incremento a la pandemia, sin embargo es equivocado: como se observa, había sido superior en el mismo trimestre 2014-2015 como resultado seguramente de la estrategia de “refugio” adoptada por la población pobre frente a la caída en el crecimiento económico y la disminución consiguiente de las ofertas de empleo. Al contrario, durante esta crisis si algo resalta es la quiebra hasta de las posibilidades de “rebusque”; lo más común fue el retorno a la condición “económicamente inactiva”. Informa el Dane que la contracción de la ocupación (octubre19-octubre20) redundó, en números absolutos, mucho más en aumento de la población inactiva que incluso en aumento del desempleo.
En todo caso, para efectos de lo que nos interesa, conviene referirse al registro de principios de 2020, eludiendo las alteraciones debidas al periodo excepcional que estamos atravesando. Las cifras absolutas calculadas a partir del porcentaje mencionado nos llevan a un total de 5.735.000 informales en 23 ciudades principales con sus Áreas Metropolitanas. Este registro, de todas maneras es parcial por razones de metodología (1). El Dane, recurriendo a la recomendación de la Organización del Trabajo (OIT), se concentra en los ocupados en establecimientos de menos de cinco trabajadores. Este es hasta cierto punto un enfoque “empresarial” porque en uno “laboral” importaría ante todo las condiciones de la contratación o de afiliación a la seguridad social y el porcentaje sería muchísimo mayor.
En fin, el sesgo político de esta discutible clasificación es evidente. Está ligada a un objetivo de política pública cuya pretensión siempre ha sido alcanzar la “formalización” de este sector de la economía (2). Dos son los caminos: el primero consiste en promover y facilitar el acceso de estos negocios a los canales institucionales; el otro, un tanto cínico, consiste en “flexibilizar” las normas, especialmente las laborales, para que se animen a cumplirlas. Esta política, además, conlleva un cierto sesgo social pues se dirige a los establecimientos que tienen posibilidades de acumulación y obviamente excluye las unidades productivas de subsistencia, en buena parte trabajadores por cuenta propia. Es una política que ignora, pues, cualquier propósito de reforma social; por el contrario, busca alimentar la ilusión del emprendimiento individual exitoso como camino de redención económica. La realidad sin calificativos
Cualquiera sea la forma de la medición, lo cierto es que este fenómeno económico y social es de impresionante magnitud. Lo que nos interesa no es si están dentro o fuera de la ley sino que constituyen un amplio sector de pequeñas actividades económicas, a veces “micro” o individuales. Esto es evidente en un país como Colombia. La mejor forma de acercarse al fenómeno descrito es utilizando la Encuesta de “Micronegocios” llevada a cabo por el Dane la cual, dejando de lado la fijación en lo formal, se ubica en el terreno socioeconómico real. La definición de la unidad de observación es amplia y a la vez precisa: unidad económica con un máximo de 9 personas, incluidas aquellas operadas por una sola persona. “Las actividades económicas realizadas por los micronegocios comprenden desde la pequeña miscelánea de barrio hasta los servicios de consultoría especializada, e incluye las profesiones liberales, las ventas ambulantes y las confecciones al interior de la vivienda. Es un grupo heterogéneo y puede desarrollar la actividad en cualquier emplazamiento (vivienda, local, puerta a puerta, etc.).”
Para 2019, se obtiene un total de 5.6 millones de estos micronegocios y en el área urbana (24 ciudades en esta oportunidad) de 2.4 millones. No se indica la contribución de este conjunto, que como se dijo es económicamente heterogéneo, al PIB, pero el peso dentro del trabajo global de la sociedad es enorme. El cuadro de síntesis de los resultados, donde se compara con los obtenidos por la encuesta de hogares es elocuente.
Al descontar del total lo correspondiente a estas ciudades tenemos la actividad económica rural (en cabeceras menores y centros poblados, o como población dispersa en el campo) y los resultados están en consonancia con nuestra distribución demográfica espacial. Vamos a encontrar naturalmente, la pequeña producción y propiedad campesinas, incluida de manera complementaria la minería artesanal, aunque también miles y miles de negocios de comercio, servicios, transporte y otros. Entre el mundo rural y el urbano hay, sin embargo, una significativa diferencia; en el primero, la cantidad se compensa con la dispersión; es la concentración lo que, en el segundo, hace de esta realidad socioeconómica un fenómeno específico. Un aspecto suficientemente conocido, como que forma parte de la definición y de la historia misma del capitalismo. Describe la transición de las actividades primarias, incluida especialmente la agricultura, hacia la industria manufacturera o de servicios, el lugar por excelencia de la aplicación del capital. Es la manifestación inmediata y más visible, al decir de Marx, de la separación del trabajo vivo de las condiciones (principalmente la tierra) de su realización: “la historia moderna es urbanización del campo, no, como entre los antiguos, ruralización de la ciudad” (3).
Por su parte, la teoría económica convencional ha dedicado, como es bien sabido, buena parte de sus desarrollos al análisis de las llamadas economías de la aglomeración. Se refieren a las ganancias de productividad, rendimientos y reducciones de costos de interacción debidas a una organización de la producción y la distribución concentrada en el espacio. Existen, pues, fuerzas innegables que conducen a este resultado. –Es, en cierta forma, una implicación de la tendencia que, desde otro ángulo, llamaríamos concentración y centralización del capital– Fuerzas que la teoría agrupa en dos grupos de ventajas, las llamadas marshallianas de localización, (fácil acceso a insumos, trabajo y conocimientos) y las de la urbanización, que extienden las anteriores a todo el conjunto industrial. El concepto que mejor indaga sobre estas ventajas es el de externalidades. Ahora bien, desde el punto de vista de la demanda las ventajas resultan de un equilibrio entre las economías de escala y los costos de transporte ya que si éstos superan cierto umbral, es más rentable la producción descentralizada.
El problema consiste en que todo ello parece consistente con la formación, para la gran industria, de la gran empresa; sin embargo, las medianas y pequeñas no sólo no desaparecen sino que se multiplican. Es más, podemos encontrar micro empresas o fami-empresas especialmente en el comercio y los servicios. Y el llamado trabajo independiente o por cuenta propia. Incluso proliferan las actividades ambulantes o semiambulantes que, como se sabe, caracterizan el paisaje urbano en los países periféricos. Actividades “informales” seguramente, como lo son también muchas de reparación de vehículos, hospedaje, comida, autoconstrucción de vivienda o transporte.
En busca de explicación
El análisis de este fenómeno ha sido insuficiente y dubitativo, y su valoración ha oscilado entre la condena por ser símbolo del atraso y el elogio como promesa de un futuro alternativo. Mientras estuvo en boga la teoría –y la política– del Desarrollo, la explicación y la solución eran simples. La modernización, que deberían impulsar los países llamados “en desarrollo”, consistía precisamente en eliminar estas manifestaciones del atraso trasladando la población ocupada desde los sectores de baja productividad a los de mayor productividad. Ello era aplicable en primera instancia, como es bien sabido, al sector agropecuario; su transformación tendría que manifestarse, como en los países desarrollados, en el descenso dramático del trabajo rural. Sobra decir que “desarrollo” pasaba a identificarse con industrialización. Incluso desde la mirada de cierto marxismo que enfatizaba en la existencia de supuestos rasgos semifeudales. La diferencia consistía en la postulación de la necesidad de romper, más o menos radicalmente, los lazos de dependencia, para poder avanzar en el desarrollo. De todas maneras, el futuro se vislumbraba a través de la urbanización y en la forma de gran industria; en el extremo, bajo la fórmula canónica de la polarización (sólo dos clases, burguesía y proletariado) que supuestamente ya se había verificado en los países desarrollados.
A partir de los años setenta ocurre un replanteamiento fundamental, por lo menos en América Latina. Del lado de los teóricos burgueses y de los tecnócratas de organismos internacionales como el Banco Mundial quienes comienzan a resaltar las virtudes de la pequeña y mediana empresa. Pero también desde la izquierda. Para esta última, la discusión comienza con la concesión que habría de hacerse en el caso de la economía campesina, concesión que va a extenderse luego a los espacios urbanos. La discusión, que tuvo uno de sus protagonistas en Aníbal Quijano, apuntó durante algún tiempo a la noción de marginalidad la cual fue criticada eficazmente con un simple llamado a constatar los múltiples lazos que los pequeños y medianos negociantes, incluso informales, tenían con respecto al núcleo industrial, agrícola, minero y financiero de las economías latinoamericanas. En otras palabras, que existía una innegable funcionalidad de lo aparentemente “al margen” con respecto al capitalismo en su conjunto.
En 1987, un peruano entonces joven, tecnócrata al servicio de organismos internacionales, Hernando de Soto, publicó, con prólogo del escritor Vargas Llosa, “El otro sendero”, libro que se convirtió rápidamente en “best seller”. Allí se explicaban y exaltaban las meritorias características de las pequeñas economías de los “pobres” latinoamericanos (4). La novedad consistía en la abierta defensa que se hacía de su “informalidad” como resistencia, según decía, frente a las leyes, requisitos formales y trabas burocráticas existentes al servicio de los ricos, parásitos de un hipertrófico Estado. La informalidad no era pues una manifestación del atraso sino, por el contrario, el sendero de la solución.

Como se dijo, el discurso, con menos audacias políticas, ya estaba presente en las recomendaciones internacionales. La izquierda reaccionó en contra suya, por supuesto, en vista de su factura brutalmente neoliberal y abiertamente derechista. En principio, era claro que, más allá de las consideraciones jurídicas, este tipo de economía podía explicarse, de una parte, por la incapacidad estructural del sistema productivo para absorber el conjunto de la fuerza de trabajo disponible y, por otra, por la negativa de un Estado oligárquico como el latinoamericano a proveer los servicios públicos, la construcción y la seguridad social.
No obstante, la posición definitiva estaba lejos de ser unánime. No se trataba de la explicación. La proliferación de todas estas formas pequeñas, familiares e individuales de economía lo mismo que diversas actividades por fuera de la legalidad y la institucionalidad estatal, en particular la construcción de vivienda, no sólo era un hecho sino la base de significativas luchas populares de resistencia urbana, es decir de nuevos sujetos sociales. Allí se planteaba entonces el mismo desafío teórico y político que con respecto al campesinado parcelario. Una nueva concesión era necesaria. Se inaugura entonces el esfuerzo, que continúa actualmente, de justificar la existencia, y validez hacia el futuro, de formas diferentes de la gran-industrial; hoy en día ya no sólo en nombre de la supuesta superioridad de la pequeña actividad, incluso productiva, hecha posible por el cambio tecnológico y la flexibilidad post-fordista, sino como emblema de la economía popular que estaría emergiendo desde abajo.
El capital y su espacio: una hipótesis
Desde el marxismo canónico, como se dijo, siempre se pensó que la historia del capitalismo terminaría por coincidir con la pura abstracción de los esquemas de reproducción. Ello significaba detenerse en el segundo tomo de El Capital ya que en el tercero Marx había previsto retomar, con la teoría de la renta de la tierra, el análisis de las condiciones históricas de conjunto que había introducido en el famoso capítulo de la acumulación originaria. Hoy en día esta consideración ha cobrado particular importancia. En buena parte porque remite a una reflexión sobre el concepto de naturaleza que resulta fundamental en los actuales enfoques de la ecología. Pero también en relación con un debate que se abandonó a finales del siglo pasado y es el relacionado con la existencia en el capitalismo de una posible tendencia al “subconsumo”. Los teóricos socialdemócratas y luego los soviéticos pretendieron rechazarla en nombre de un necesario equilibrio de la reproducción ampliada.
La cuestión puede formularse también como el problema de los mercados. A Rosa Luxemburgo debe atribuírsele el mérito de haberlo reintroducido de manera diferente y brillante en el debate, superando los falsos interrogantes (5). La acumulación de capital sólo puede desarrollarse en un terreno histórico concreto, como implantación y extensión del modo de producción capitalista, destruyendo formas preexistentes pero también articulándolas, o creando otras nuevas que no forzosamente son capitalistas. La profundización de la división del trabajo (la base del mercado) marcha junto con la cobertura de cada vez más amplios espacios (presencia en nuevos territorios). Una característica intrínseca, esencial, del capitalismo es su función de constructor de mercado.
La aplicación de esta reflexión fue en ella, como se sabe, el análisis del imperialismo y la postulación de la acumulación como un proceso mundial. Pero quizá podría englobarse en una teoría de la relación capital-espacio. Harvey ha recuperado ya la idea, propia de la nueva geografía económica, de que el espacio no es un simple receptáculo dentro del cual se desenvuelve el capitalismo sino que este espacio debe ser entendido como algo construido por él mismo (6). Yendo más allá, es posible decir que, dada la relación entre el espacio y el tiempo, son ambos los que contribuyen a la formación del valor de las mercancías.
De acuerdo con lo anterior, la urbanización no debe ser vista como un complemento, como un proceso exógeno, contingente, sino como un componente esencial del modo de producción capitalista. La aglomeración es ampliación del mercado en el sentido antedicho de construcción. No simplemente divide el trabajo sino que crea nuevas actividades mercantiles que son otras tantas necesidades, nuevos valores de uso cuyo más impresionante emblema es el automóvil. Pero también reproduce y recrea formas de producción mercantil simple, indispensables para el funcionamiento de conjunto del capital que las utiliza y subordina.
En este sentido será fácil entender que todos estos actores, ya sea que se les llame informales o no, son fundamentales y no van a desaparecer. Es más, constituyen el verdadero engranaje de la economía y la sociedad, por lo menos en Latinoamérica; de su permanencia y sus altibajos, de su expansión y su hundimiento: ¡la otra cara del extractivismo!. Y por ello, siendo el fruto más genuino de las virtudes de la aglomeración se convirtieron en las principales víctimas estructurales de la pandemia que se reproduce también gracias a ella. ν
1. Dane, Dirección de Metodología y Producción Estadística – DIMPE, METODOLOGIA INFORMALIDAD GRAN ENCUESTA INTEGRADA DE HOGARES – GEIH. Diciembre 30 de 2009
2. DNP,Conpes Política de formalización empresarial. Ver: https://colaboracion.dnp.gov.co/CDT/Conpes/Econ%C3%B3micos/3956.pdf
3. Marx, K., Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador), Siglo XXI editores, México, 1971, p. 442.
4. Soto, H., El otro sendero, Ed. Diana. México, 1987.
5. Luxemburgo, R., La acumulación del capital, Ed. Grijalbo, México, 1967.
6. Harvey, D., Espacios del capital, Ediciones Akal, Madrid, 2007.
*Economista. Integrante del consejo de redacción Le Monde diplomatique, edición Colombia.