El engaño es un comportamiento consustancial a las esferas del poder, recurso mediante el cual se facilita su protección y conservación. Por tanto, muy poco cabe esperar de la ética y la transparencia en esas ‘alturas’, y menos, o no mucho más, de las palabras que adoban la propaganda y los discursos. Aunque es o parece cínico, desde tiempos inmemoriales así lo enseñan y lo recuerdan con sus maniobras los emperadores, reyes, príncipes y gobernantes de distinto matiz. Es un enunciado que abordaron en sus tratados Tzun Tzu y Maquiavelo, entre los autores más retomados por los estudiosos del Estado y de la guerra. Para este caso, la excepción no la constituye ni es característica del gobierno colombiano.

No extraña, por consiguiente, que entre lo dicho y lo hecho por el actual gobernante –con fama de jugador de cartas, es decir, con habilidad para la apariencia y el engaño– la incoherencia sea la nota sobresaliente. De bulto está una evidencia. Cómo no si tras el gobierno de los ocho años, que estuvo negado a cualquier posibilidad en la búsqueda de una paz acordada, de inmediato el de Juan Manuel Santos asumió con los anuncios de “cargar en su bolsillo” la llave de la paz, palabras que despertaron crecientes expectativas para cerrar el conflicto armado que desde hace más de 50 años enluta la vida nacional. Reconocer de palabra la existencia del conflicto armado, interesada y tercamente negado por su antecesor, indica un cambio de discurso en la Casa de Nariño. ¿Algo más que declaraciones reiteradas?

Con recurrencia, son innumerables las ocasiones en las cuales el actual Presidente, en sus casi dos años de mandato, retomó el tema, y las menciones acerca de la disposición oficial para encarar una supuesta negociación con los alzados en armas. Tales alusiones se pueden calificar como formales, en tanto, sin la utilización que le confiere la superioridad institucional del Estado, no presenta propuestas y fórmulas sobre la democratización y la inclusión, sino que todas repiten como condición para hacerse realidad la “renuncia al uso de las armas” y a renglón contiguo “…los actos terroristas…” por parte de los insurgentes. Es un llamado moralista o legal, sin fijar el tiempo de una campaña militar para imponerlo, si fuera el caso, y que frente al contrincante sólo considera su rendición al establecimiento. Así las cosas, es dable preguntar si las susodichas palabras del Presidente constituyen sólo formalidad o rondan la demagogia. Tal vez.

Sin duda, para observador alguno de las negociaciones y acuerdos de paz en Colombia, y de sus tropiezos, no es factible avanzar en un nuevo intento desde una posición como la que está exigiendo por principio y efecto comunicacional el actual gobernante.

En el curso de esta guerra irregular –y dado el arsenal activo y las finanzas de cada una de las partes, sin que exista superioridad por la exterminación de alguna de las fuerzas del conflicto–, sería la hora de hacer primar con un sentido humano, y de respeto y consideración por las víctimas vitales del conflicto, la responsabilidad de un jefe de Estado que no es otra que proponer y decidir si su ‘llamado’ permitirá que haya más víctimas sin límite o, cuando haga referencias a la paz, entrega la clave para evitarlas en forma definitiva o para reducirlas al mínimo y dejarle claro al país por cuánto tiempo. Ese es el dilema, en su obligación constitucional frente a la paz.

Por supuesto, esa respuesta mide su grado de connivencia mayor, igual, menor o contrario al poder y la responsabilidad histórica con el conflicto armado y sus orígenes. El conflicto, en términos militares, aún en su tamaño, en el día de hoy muestra como realidad: el Estado no tiene la legitimidad social y el poder de fuego necesarios para imponer y exigir la rendición del contrincante, ni la guerrilla los posee en el escenario urbano, que es el fundamental para contar con las presiones políticas internacionales y nacionales que son indispensables para obligar al comienzo de una mesa de acercamientos. Obvio que ya no es tiempo de “despejes”.

Los ofrecimientos, pues, de buena voluntad son sólo un discurso para el gran público y para la defensa de la imagen del ‘príncipe’ y de sus próximas ambiciones de animal político y de actor y socio económico. Peor, cuando de manera paralela actúa por vía contraria. Tal comportamiento no es extraño, ya que, como anotamos arriba, el engaño es la esencia misma del poder: anuncia avanzar hacia el occidente mientras sus pasos van hacia el oriente, en este caso la paz ahogada por los estruendos y los cadáveres de la confrontación. Son colombianos, en su gran mayoría jóvenes, pobres, desempleados. La ‘alegría’ y los ofrecimientos que desprendió la efectividad del operativo contra Alfonso Cano –”se someten o los aniquilamos”– confirman cuál es la ruta del Ejecutivo. Y la contraparte, con diferentes raíces sociales, con errores y violaciones en su accionar, y vacíos en su propuesta, actúa de manera similar.

Sin considerar otras realidades de la crisis social y de su agravamiento, como correspondería a los rebeldes, en relación con el estímulo de la lucha social, la consigna por el “intercambio humanitario” fue por años su principal impulso, con efecto sólo para la recuperación de su propia fuerza. A la par, con realismo, la guerrilla subraya y confirma su disposición a cualquier posible negociación del conflicto, pero sin dar a conocer sus exigencias mínimas para conversar, acordar términos y luego dialogar. Con primacía del factor militar, concreta una reorganización y una tensión con resultado –¿hasta ahora?, ¿definitivamente?, ¿irremediablemente?– tenue de su “volumen de fuego” y de su dispositivo estratégico con efecto de demostración ante todo interna. La tensión es indicativa de su condición de asimilar y superar los fuertes golpes recibidos en cabeza de sus mandos centrales y de la neutralización –hasta un siguiente golpe– de la infiltración de inteligencia, y la superioridad aérea y tecnológica de las fuerzas oficiales en su entorno rural.

De este modo, la insurgencia flexibiliza operaciones limitadas de guerrilla por toda la geografía nacional y mueve sus tropas en un esfuerzo por impedir que el Ministro de la Defensa cumpla con la concentración del dispositivo oficial y ‘encubierto’ para la disminución y el aniquilamiento del mando guerrillero de segunda generación. Asimismo, estira su retaguardia sobre un teatro de operaciones que es cada vez más delgado y dilatado en el territorio, dentro del marco de un repliegue forzado que mantiene a la guerrilla desde 2002 distante de las cabeceras y ciudades, con dificultad, además –en aumento, puede ser–, para alcanzar los efectos de aceptación y reconocimiento de sus operaciones en la población urbana.

De esta manera, aunque las voces de los alzados son de disposición para la negociación de una salida política –¿definitiva?–, permiten constatar en los hechos el agravamiento del conflicto: por un lado, con la multiplicación de los ataques insurgentes, así muchos se reduzcan –sin enfrentamientos de tropas– a hostigamientos que no trascienden como información y a explosiones dinamiteras; por el otro, a través de la superioridad aérea, es constante el ataque sobre distintos objetivos guerrilleros; y, con una recaída en el actuar de actores paramilitares como las Águilas Negras, que asesinan y amenazan a campesinos reclamantes de tierra, e intimidan a los líderes sindicales y activistas sociales en general.

Pero otros hechos evidencian también que al fuego le echan leña: se crean las condiciones (imposible sin el consentimiento de la embajada gringa) para que Mancuso hable de nuevo, y por largos minutos, a través de una emisora de potencia nacional, y le recuerde a su otrora principal protector y correligionario que una culebra, otra, todavía está viva y puede hacerle daño de símbolo, imagen y mucho más. Son declaraciones de advertencia, de ponerlo al tanto de que, para protegerse dentro de su campo político, lo mejor es no alborotar el avispero. Por los mismos días, con total cálculo de la acción explosiva y precisión en sus efectos mediáticos y de opinión pública (*), el estallido de una bomba casi da cuenta de la vida de Luis Fernando Londoño Hoyos, acción con ecos sobre Venezuela, que, con su próxima jornada electoral para elegir Presidente, entra como una variable más, de primera escena, en el andar político colombiano.

Antecediendo algunos de estos sucesos, en clara evidencia de la escasa disposición que embarga al alto gobierno para sacar del bolsillo la llave de la paz, se dejaron sentir las presiones sobre la Alcaldía capitalina para que no autorizara la concentración y la constitución formal en la ciudad de la Marcha Patriótica. En el trasfondo de esa ‘intervención’ nacional, estuvo subyacente el argumento extraído de los manuales de guerra psicológica, de señalar el posible traslado de guerrilleros en los buses que transportarían a los activistas del nuevo Movimiento, para llevar a cabo, de esta manera, ‘su siembra’ en la capital.

Al tiempo que suenan tiros y bombas, y en el país el Gobierno trata de acallar a los opositores, las apariencias y el engaño toman forma en otros escenarios. Bajo el anuncio de la confección de herramientas para facilitar futuros diálogos, dieron un paso en legitimar el curso de la reforma a la justicia y la aprobación del propio Marco para la Paz, cuyos verdaderos favorecidos son militares (oficiales) condenados, parapolíticos y paramilitares.

Bajo tales circunstancias, en una maniobra de apariencias, el gobierno pretende reagrupar todos los factores de poder bajo su dirección. Precisa y busca gobernabilidad ganando la confianza de los dirigentes regionales comprometidos (investigados y condenados), muchos de ellos afectados durante la fase de extensión paramilitar y de su proyecto de control territorial, económico, político, social, de vastas regiones del país. Se trata de un factor por atraer dentro de la llamada ‘unidad nacional’ santista. De lograrlo, el uribismo quedaría reducido en sus bases territoriales y en la obligación de disputar una condición como definidor político, y de partícipe en el acuerdo sobre la próxima candidatura presidencial, con un nuevo agrupamiento, paralelo a la coalición de poder. Y el santismo, bajo el amparo de una paz posible, a suponer en los próximos cuatro años, quedaría en la condición de imponer en el partido de la U y exigir en el partido liberal jefaturas de reunificación con proyección para un papel dentro de la Unasur y el Celac, que plantean disputa en la iniciativa de integración regional y su mercado, como también de candidaturas para la presidencia de organismos internacionales. Son los juegos del poder.

En medio de este contexto, con prevalencia de las apariencias y de los supuestos, la negociación política parece refundirse entre los discursos oficiales y los deseos de no pocos líderes sociales y políticos no afines al establecimiento, que no reparan en los dobles acentos del discurso oficial. Pero el deseo debe acumular realidad en la cultura y el quehacer de los colombianos, con diferencia de los acomodos para las próximas elecciones.

Entre apariencias y realidades impuestas por las lógicas del poder, y como condición sustancial para abrir la puerta de una nueva conversación por las condiciones de una negociación política que aclimate una distensión en los disparos, es necesario abrir también los espacios de inclusión y decisión y participación política para la paz social.

Por tanto, el conjunto de actores sociales, no considerados en una negociación tradicional del conflicto, están abocados a desplegar un liderazgo que devele la manipulación oficial, racionalice de manera cabal las limitantes del discurso guerrillero, y destaque sobre el escenario de la opinión pública el conjunto de temáticas y aspectos por considerar y reformar a la hora de un acuerdo que procure la paz definitiva.

Una futura movilización por la paz debe tomar fuerza en todas las jurisdicciones municipales del país. Sólo así será posible el debilitamiento de los factores de poder que por doscientos años han dominado al país, y, de este modo, reconocer y proyectar el protagonismo y la insurgencia social, el establecimiento de la ética y la palabra sagrada como factores sustanciales para la representación de las mayorías nacionales, y la exigencia del cumplimiento de las promesas que hizo el actual habitante de la Casa de Nariño.

De la corrupción con desinstitucionalización y guerra del gobierno anterior no podemos pasar a cuatro años de ilusión y engaño. Ese no puede ser nuestro destino.

* El 15 de mayo fue la fecha seleccionada para el atentado, el mismo día en que el TLC entre Estados Unidos y Colombia tomó forma, con lo cual la guerrilla –opositora de tal Tratado– aparece como principal sospechosa del mismo. De suceder tal confirmación, la cabeza del Gobierno, con mayor presión de una opinión sensible, apostaría a guardar aún más la llave de la paz. Tal encierro pondría en mayor preeminencia las operaciones ofensivas, con afectación de las poblaciones periféricas de los “teatros de operaciones”, en busca de evidenciar que la guerrilla, con el efecto de nuevos golpes, no alcanzará sus propósitos en la organización de ofensivas y su acumulación de triunfo. Es decir, con una suma de apoyo por parte del Gobierno, el conflicto se escalaría aún más. Interrogante y paradoja tales no hacen descabellado pensar –dentro de las variantes– que el atentado fue obra de la derecha más recalcitrante, sobre lo cual el país conoce al respecto otros capítulos.

Información adicional

Autor/a:
País:
Región:
Fuente:
El Diplo We would like to show you notifications for the latest news and updates.
Dismiss
Allow Notifications