Víctor Hugo Ruíz, de la serie “Ponte la máscara” (Cortesía del autor)
La digitalización apresurada del acceso a los servicios públicos se aplica ahora a trámites tan indispensables como una solicitud de estado civil, el pago de impuestos o la obtención del permiso de residencia. Sin embargo, la obligación de recurrir a Internet en estos ámbitos y en muchos otros ligados a la vida cotidiana (viajes, reservas, mantenimiento de cuentas) exige un esfuerzo especial por parte de quienes menos disponen de la capacidad de proporcionarlo, debido a la falta de los equipos necesarios, los conocimientos informáticos y la asistencia de los familiares. Para ellos, la start-up nation de Emmanuel Macron se asemeja a una condena al exilio en su propio país.
La digitalización apresurada del acceso a los servicios públicos se aplica ahora a trámites tan indispensables como una solicitud de estado civil, el pago de impuestos o la obtención del permiso de residencia. Sin embargo, la obligación de recurrir a Internet en estos ámbitos y en muchos otros ligados a la vida cotidiana (viajes, reservas, mantenimiento de cuentas) exige un esfuerzo especial por parte de quienes menos disponen de la capacidad de proporcionarlo, debido a la falta de los equipos necesarios, los conocimientos informáticos y la asistencia de los familiares. Para ellos, la start-up nation de Emmanuel Macron se asemeja a una condena al exilio en su propio país.
Desde las primeras palabras de su informe sobre el creciente papel de lo digital en la relación entre la administración y sus usuarios, la Defensora de Derechos Humanos, Claire Hédon, marca el tono: “En las oficinas de nuestros delegados regionales, llegan personas agotadas y a veces desesperadas que expresan su alivio de poder hablar finalmente con alguien de carne y hueso” (1). Las desgarradoras escenas de Yo, Daniel Blake, el film de Ken Loach en donde un desempleado británico se enfrenta a procedimientos administrativos tanto más inhumanos cuanto más informatizados, se reproducen a diario en Francia. Trece millones de personas, es decir, una de cada cinco, luchan con lo digital sin que los responsables políticos se percaten siquiera de su existencia (2).
El perfil de las víctimas coincide con poblaciones ya maltratadas por el orden social: personas de la tercera edad, población rural, proletarias, personas sin estudios, detenidas, extranjeras. Por el contrario, los ejecutivos, las personas con ingresos altos y los profesionales universitarios están bien equipados con computadoras, tabletas, smartphones y utilizan de buen grado la administración digital. En resumen, cuanto más se enfrenta una persona a la precariedad social, más difícil le resulta acceder a sus derechos, prestaciones y servicios públicos. La emergencia sanitaria que supuso la generalización del teletrabajo, la enseñanza a distancia y las consultas médicas por Internet (Doctolib), aumentó la relegación tecnológica de las personas desfavorecidas. Y a veces, sin darse cuenta, los partidos políticos extienden la exclusión de los desfavorecidos al ámbito de la vida democrática. Así, cuando los ecologistas organizaron una consulta “abierta a todas y todos” para elegir a su candidato a las elecciones presidenciales, la participación requería “disponer de una dirección de correo electrónico personal para recibir los códigos de validación de voto y una tarjeta bancaria para validar una contribución de 2 euros”.
Al observar que “la situación tiende a deteriorarse”, Hédon recuerda que no se puede privar a nadie de sus derechos y prestaciones por el hecho de no utilizar la tecnología digital al tratar cuestiones administrativas. Para muchos, insiste, la “desmaterialización forzada” no ha representado una simplificación, sino “una forma de abuso institucional”.
1. “Desmaterialización de los servicios públicos: tres años después, ¿dónde estamos?”, informe de la Defensora de Derechos Humanos, 16-2-22.
2. Julien Brygo, “Travaille, famille, wifi”, Le Monde diplomatique, París, junio de 2020.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Emilia Fernández Tasende