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Arte, cultura y globalización. En el reloj de arena del tiempo

Arte, cultura y globalización. En el reloj de arena del tiempo

En el artículo sobre  arte, cultura y globalización se desglosa la génesis e historia de los componentes sociales descritos en el título, que laten bajo la vida diaria de los habitantes, los gobiernos y los grupos económicos de los distintos países del mundo, como manifestación del predominio homogeneizador de unas naciones sobre otras hasta llegar a configurar las características de la actual globalización neoliberal mundial, un proceso acelerado durante los siglos XX y XXI. 

 

Todas las culturas son una mezcla de tradición y novedad, con el fondo de variadas globalizaciones que en el mundo han dejado vestigios, como huellas plantares en el reloj de arena del tiempo. Se convierten en memorias sociales del inconsciente, creadas durante cientos de años, que se transfieren al hombre de a pie, el gobernante, el guerrero o el limosnero, el artista, el monje, el obrero, el intelectual y el financista, sembradas como las capas de una cebolla en el fondo de sus cerebelos. ¿No es esto, acaso, lo que determina nuestras formas de ser, pensar y actuar, y la fuente de esa identidad en medio de las oscilaciones sociales y culturales? 

 

Cuando nuestra memoria huronea en las páginas borrosas de la historia, evoca lo que podría ser la primera globalización, el cristianismo, y la que siguió, el Renacimiento. Pero no podemos desprendernos de considerar la globalización que nos precedió, el fenómeno cosmopolita de la Ilustración europea en el siglo XVIII, un sistema de valores burgueses, culturales, políticos e ideológicos, de libertad e igualdad de todos los hombres ante la ley del Antiguo Régimen monárquico, que puso fin al determinismo y la supremacía de la religión, anteponiendo el individualismo, la razón, la ciencia, y la confianza en la tecnología y el progreso. Entrábamos así en la denominada Edad Moderna, bajo el eco del enciclopedismo, la Revolución Francesa, la depredación colonialista y la primera revolución industrial (inglesa), hasta la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. 

 

Para este momento la inercia de los hechos ya había llevado, comenzado el siglo XX, y empujados por el liderazgo empresarial y económico inglés, a los pasosiniciales de la industrialización norteamericana, base inequívoca de la globalización que vivimos en la actualidad. Hoy estamos en un proceso de interacción e integración entre la gente, los países, las empresas y los gobiernos de las diferentes naciones, embestidos por el neoliberalismo y el capitalismo salidos de cauce, con desafuero inversor, comercial y consumista a escala planetaria. En medio de éste envite, es normal preguntarnos: ¿cuál es la relación entre la llamada posmodernidad, la cultura y la globalización? 

 

 Es usual generalizar el origen de la globalización actual en las sociedades occidentales de economía capitalista, instigadas por la creatividad industrial norteamericana, tras la caída de los gobiernos marxistas en Europa, el fin de la Guerra Fría y el surgimiento de la revolución informática y de conectividad en todos los órdenes. Pero todo indica que hay algo más que casualidad en el hecho de que la posmodernidad también haya nacido, bajo alguna influencia europea, como un fenómeno típico de Estados Unidos, el mismo país que instigó la presente globalización, cuyos primeros anuncios se dieron tras el fin de la Primera Guerra Mundial, momento en el cual Europa comenzó a perder su papel de guardiana única y dominante en la industria y el mercado tras el antifaz de su colonialismo en el hemisferio sur. En la nueva situación, pasados unos años, sus multinacionales compartieron espacio con Estados Unidos, en un proceso cada vez más intervenido y dominado por esta potencia, donde sus filosofías típicas, el pragmatismo y el utilitarismo, con sus conceptos de “todo vale si funciona” y “todo vale según su utilidad”, sumadas al talante práctico norteamericano, se encarnaron entonces en las prácticas industriales a lo Ford y compañía, quien transformó el automóvil, de artefacto curioso y costoso, en una necesidad global y práctica de la clases medias, cambiando, de paso, las ciudades y el paisaje. No fue una anécdota ingenua el cruce del antisemitismo de Ford con sus pares en la industria automotriz del fascismo alemán de preguerra. 

 

 La suerte de todos los hechos dio inicio a las economías de escala y los sistemas de comercialización, tras la producción en serie de las grandes líneas de ensamblaje estadounidenses que invadieron el mercado mundial con sus automóviles, maquinarias y artefactos domésticos y electrodomésticos a bajo costo, induciendo cambios culturales y “guerra de precios”. Cambiaron la forma de vida en el planeta, y el fordismo adaptó las mentes de la gente a la urgencia del sistema de producir y consumir en masa, hasta lograr la injerencia norteamericana mediante bloques políticos continentales frente al socialismo y el tercer mundo

 

Tras las dos guerras mundiales apareció, a partir de los años cincuenta, lo que se llamó “producción inteligente”, el control estadístico de procesos con bases científicas de toda la cadena de producción, para sustituir la necesidad de inspeccionar la totalidad de los productos, minimizando los costos de control pero garantizando el 100 por ciento de los productos libres de defectos. Fue impulsada por la informática y la misma productividad, que dejaron atrás la producción en línea y en masa, porque surgió el apuro de insertar la industria norteamericana en los nuevos e inesperados caprichos del mercado y la globalización, que en esos tiempos se daba, especialmente, entre Estados Unidos y Europa, arrastrando consigo la homogenización cultural norteamericana en el planeta. El paquete de esta expansión echó mano de los medios masivos, cine, radio, televisión y prensa, y grandes instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el GATT, Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y de Comercio, un acuerdo bajo patrocinio de la ONU para quitar restricciones sobre el libre comercio.

 

De los años sesenta a los noventa

 

Y llegó el momento en que, aprendido el juego, aparecieron en escena países como Taiwán, Corea del Sur, Singapur, China, Brasil y, de manera especial, Japón, creador éste mismo de lo que pareció ser otra globalización a su manera, con sus propios métodos, tecnologías y sistemas de comercialización. Los nuevos tiempos trajeron, a partir de los años sesenta, originales y cada vez más avanzadas actividades industriales, ahora camaleónicas: las grandes industrias norteamericanas se despojaron en algo de su “patriotismo” y subcontrataron parte de su producción en ultramar. Después, el proceso completo de sus productos. 

 

Nuevas urgencias del proceso dieron vida al posfordismo, cuando las multinacionales se localizaron en cualquier parte del mundo, introduciendo la producción en red y la competencia a nivel mundial, mientras el resto de Latinoamérica, exceptuando, en parte, a Brasil y México, se quedaba en la inocentada de la sustitución de importaciones mediante “commodities”, léase materias primas y bienes primarios. A partir de los años ochenta, Europa entró en el mismo juego, y oponerse a este proceso fue imposible para nuevos países incorporados, como Malasia, Filipinas, Indonesia, y Hong Kong. En los noventa lo hicieron Vietnam y Europa Oriental, mientras Chile y México ya flirteaban con su apertura, seguidos de India. Surgió entonces el proceso deproducción fragmentado, valga decir, el que divide las fases de producción por distintas ventajas comparativas, como la mano de obra barata, sin importar el país donde se encuentren, con el beneficio del empleo para el país anfitrión, constituyendo, en suma, una división internacional del trabajo que abarata los costos de producción y funge como globalizadora de mercados. Otras fases de función específica han dado lugar a fenómenos como Silicon Valley, al sur de la bahía de San Francisco, lugar que aloja muchas de las mayores corporaciones de alta tecnología norteamericana, equivalente a los parques tecnológicos de Europa y China. Todas apuntan a un mundo-red, mientras estrategias como el regulacionismo le cambian el traje conceptual al negocio de las economías neoliberales, insertándose en la almendra del asunto: la articulación entre los procesos productivos y las relaciones laborales. 

 

La globalización en nuestros días

 

Hoy los Estados que se abren al comercio exterior cumplen el papel de sustentadores de cifras estables entre sus grupos homogéneos industriales y económicos para adecuarse a las medidas macroeconómicas y supra continentales, aún al costo de las tremendas desigualdades económicas entre sus habitantes, en cuyo caso, según el mismo Banco Mundial, América Latina es un buen banco de pruebas, con diez países entre los quince más desiguales del planeta, y el tercer lugar de Colombia en este ranking, sin olvidar algo aún peor: su séptimo lugar a nivel mundial en ese podio ignominioso. Así sirve de cauce a las multinacionales, y esto incluye tratados de comercio, privatizaciones de empresas públicas, de salud y de servicios públicos, cambios en infraestructura de transportes, comunicaciones y relacionados, y también su privatización. 

 

¿Qué hacer? Cada día los actores principales en este teatro del mercado, la industrialización y los flujos financieros, crean novedosas tácticas. Estamos en “los nuevos tiempos”. Son los que vivimos: la globalización industrial y comercial a ultranza, dominada por la asombrosa creatividad y la geopolítica unipolar estadounidense, y las también poderosas injerencias de China, Japón, Europa y algunas potencias regionales. Todas apuntan hacia un objetivo que acarrea consigo lo cultural y enciende los infiernos de la competitividad, permeando el mercado hasta incluir nuestros gastos diarios con el tendero, tras arrastrar las preocupaciones a las camas ciudadanas con sus dolorosas fluctuaciones. 

 

El anterior proceso explica la expansión del american way of live en los siglos XX y XXI, una compulsión irrefrenable de la potencia norteamericana acelerada a partir de los años sesenta, que modificó los hábitos de consumo utilizando lo ya tratado, las filiales de empresas multinacionales en países desarrollados y no desarrollados, sobrepasando en mucho a otras europeas y japonesas. Ha incluido desde armamentismo, automóviles, aviones, maquinarias y electrodomésticos de “línea blanca”, estaciones de gasolina, hamburguesas, y restaurantes de “fast food”, hasta cosas nimias como chocolates y helados con empaques y presentaciones “light”, tenis Nike, Mickey Mouse y su familia Disney, la rockola, el fitness, los comics, los reinados de belleza, y ha tomado el mundo del marketing con Gillette, Marrior, Hilton, Firestone, Good Year, MacK Donald, Pizahot, Subway, Kraft, IBM, Kellog´s, Friday´s, Levis, CocaCola, Visa, MasterCard y el resto de corporaciones inscritas en una página ilimitada. Para qué seguir. También lo atestiguan los cambios de sexo, los centros comerciales, el glamour, el rock, más el sobrecogedor abrazo del mundo digital y el internet, y un kilométrico etcétera que pasa desapercibido en nuestro siglo XXI bajo las aguas quietas del inconsciente. 

 

No es difícil entender que el anterior proceso globalizador de la industria y el mercado también sirvió de pasarela al desarrollo de la cultura posmoderna de Estados Unidos, la madre de este fenómeno en el planeta. Hubo dos fases previas a su aparición. Sucedió primero que, entre 1930 y 1942, tras la gran depresión, el gobierno federal norteamericano de Franklin Delano Roosevelt conformó el Federal Art Proyect, bajo los auspicios de la oficina Work Progress Administration, dependencia creada en 48 estados que impulsó la producción de decenas de miles de obras artísticas para exaltar, entre otros propósitos, la fusión entre el arte y los valores “patrióticos” de Estados Unidos. Convocaron, entre otros, con gastos pagos y publicidad a la orden del día, a los artistas Jackson Pollock, Willem de Kooning, Lee Krasner, Mark Rotko, Arshile Gorky, Philip Guston, Thomas Hart Benton, Stuart Davis y otros, bajo la dirección del crítico Holger Cahill. Al principio figurativos, crearon la primera fase de lo que en la década de los cincuentas sería llamado el expresionismo abstracto, o action painting, la pintura “rápida”, de chorreones, manchas de color y raspaduras, apropiada para ser desarrollada en línea sobre el piso, a lo Ford, el primer movimiento artístico típicamente norteamericano. La segunda fase comenzó a partir de 1947 con las campañas del gobierno norteamericano delegadas en la Cia. Se trataba de urdir un entramado dentro del país y, sobre todo, en Europa, para frenar la expansión del comunismo durante la Guerra Fría. En su obra “La CIA y la guerra cultural”, una gran contribución al historial de la posguerra, Francis Stonor Saunders nos introduce en los vericuetos de “un enorme programa secreto de propaganda cultural con el fin de apartar la intelectualidad europea de su prolongada fascinación por el marxismo y el comunismo”, propalando los valores estadounidenses, y sus conceptos artísticos. 

 

 La posmodernidad artística estadounidense tuvo una fase previa mediante la manipulación del arte moderno desde los años cincuenta, cuando la hegemonía del país obligó a coronar a New York como nuevo centro del arte internacional, en detrimento de París. Dio lugar, tras el expresionismo abstracto, al color-field painting (o pintura de “campos de color”), al pop art (epítome del arte norteamericano), el minimalismo y el hiperrealismo, y a incontables istmos luego esparcidos por el planeta, tan poco duraderos que parecieron copiar la actitud deleznable de la moda y el glamour. 

 

El arte posmoderno propiamente dicho fue surgiendo desde los años setenta, sin que se puedan fijar fechas exactas. Se apoderó de la arquitectura, la moda, el teatro, la publicidad, la novelística, el cine. La arquitectura, por ejemplo, anticipándose a todo, y hastiada de todo, dio el golpe a la historia, y reaccionó, con eco mundial, incluso en Latinoamérica, contra el formalismo del estilo racionalista internacional que habían impulsado Gropius y Le Corbusier desde Europa. Colisionando intencionalmente diversos estilos, redescubrió el ornamento y el ingenio referenciado a otras culturas, incluso el pastiche. Reinventó la mezcla de niveles, formas, estilos históricos, materiales, como manera autoconsciente de experimentar su mundo para establecerse en él. Las columnatas y arcos griegos, desde entonces, le hacen un rictus a la geometría dislocada, utilizando la copia, la repetición y los vacíos. Después planteó proyectos con superficies referidas a otras superficies, o rebotando en ellas, y materiales percutiendo en otros, tal como ya se veía en el irónico diseño de la Plaza de Italia, de Charles Moore, en Nueva Orleans, Estados Unidos, de 1978, o en el subversivo diseño del Museo Guggenheim de Bilbao, de Frank Gehry, de 1999, quien, bajo la influencia del filósofo Derrida, considera la arquitectura como arte deconstructivista con “presencia metafísica”. 

 

Convertida ya en punta de lanza de la posmodernidad cultural, la arquitectura infestó con sus rupturas las posturas artísticas europeas tocadas por las mismas ondas y, en ocasiones, coincidieron en el tiempo. Igual que los movimientos artísticos posmodernos norteamericanos, los europeos que iniciaron la ruptura, el neoexpresionismo alemán, el arte pobre, y la transvanguardia italiana, y los que siguieron, se auto-otorgaron el derecho de oponerse al “proyecto” de las vanguardias venerables del arte moderno, el de Monet, Manet, Van Gogh, Modigliani, Léger, Mattisse, Miró, Dalí, Picasso y compañía, aunque retroalimentándose con ellos. Así sigue, y no deja de ser curioso que la posmodernidad artística estadounidense, como país de inmigrantes, tuvo antecedentes inmediatos en las reproducciones irónicas y sarcásticas del arte que pretendía superar. 

 

El arte como factor utilitario del poder

 

Digámoslo de otra manera: desde sus profundidades conceptuales, que pueden llegar al vacío ético y estético, al desprecio y la burla, o al asco, a la posmodernidad artística no le interesa plantear nuevas ideas, sino reinterpretar o intertextualizar la realidad que los envuelve, incluso con el recurso de cine o televisión, mediante la repetición en pastiche o collage de imágenes actuales o de siglos anteriores, devolviéndolas vacías de sentido y para nada interesadas en influencias o transformaciones de la vida cotidiana, o de la historia real. Es una nueva forma de arte por el arte, auto referencial, de la imagen por la imagen, mediante “hibridación, eclecticismo, nomadismo de estilos, mixtificación y deconstrucción”, las palabras que lo definen en los textos usuales sobre el tema, de donde surgen llamativos trabajos junto a otros que resultan ridículos. Instalación, performance, video arte, intervención, landart, body art y happening son los medios utilizados, la mayoría de origen norteamericano, o generalizados allí a partir de influencias europeas. El resultado ha sido ambiguo, y plantea una fractura con el gusto social, aún anclado en las nostalgias del arte moderno anterior. Sin embargo, ha logrado atraer protecciones y subvenciones oficiales. Su influencia en todos los campos de expresión llega hasta la poesía, la planificación urbana, la música, etcétera. La novelística, por ejemplo, fractura los tiempos y la narrativa, y mezcla contenidos y puntos de vista. Todo lleva al atractivo generalizado o al repudio. Hay para todos. Y esto se difundió luego en el resto del mundo. ¿Pero….hasta dónde este relativismo de la posmodernidad se puede encarnar en un individualismo rabioso sin amenazar los candados éticos necesarios para la prevalencia de una sociedad viable y “vivible”? 

 

El resultado, hasta ahora, ha desembocado, lamentablemente, en la mutación del arte mundial en un espectáculo de cultura empresarial que desconoce los cauces de la discreción económica y las contenciones financieras entre los poderes regionales. Dicho de otra forma: se mueve al mismo vaivén de los mercados globales, tal como el de grandes estrellas de fútbol o cine, y es otra manifestación atroz del desmadrado neoliberalismo económico. 

 

Por demás, aunque el arte posmoderno mantiene una evidente fractura con el grueso de la sociedad, sus artistas son escogidos, no por concurso, sino por designación oficial directa de los entes gubernamentales para representar los países. Ya “bienalizados”, meditan su arte en vuelos transcontinentales, instalan sus obras en los países donde exponen, y son escogidos, en la mayoría de los casos, entre los herederos de sus clases económicas homogenizadoras, provenientes de sus universidades, y muchos entrenados en Europa y Estados Unidos. 

 

El poder y la política de cada país necesitan el arte, y les interesa que sus artistas de “última onda” sean también su imagen exterior, como sustentadores de portafolios con sentidos culturales “de punta”, léase globalizantes y posmodernos, es decir, como efigies de la cultura estadounidense prevalente hasta los confines de la tierra, una especie de modalidad de lo absoluto.

 

*Artista plástico, escritor y arquitecto. 

 

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