Por algo más de dos siglos, el modelo social, económico y político dominante en Occidente y sus periferias de influencia ha tenido como baluarte fundamental la democracia. Cara opuesta de la monarquía, rompe con el poder como designación divina, así como herencia o predeterminación de cualquier otro tipo; las decisiones unipersonales quedan a un lado, pasando y descargando las mismas sobre los hombros de las mayorías. Las elecciones fueron (son) las formas que el nuevo régimen político se dio para estructurar la organización social, al tiempo que designar a los gobernantes de turno, tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo: transformación sustancial.
La democracia que hoy conocemos no es la misma que emergió tiempo atrás. Producto de luchas y resistencias lideradas por sectores sociales excluidos, la misma se ha reformado, adquiriendo nuevos ribetes. Esclavos, mujeres, trabajadores, son algunos de los sectores sociales que con sus exigencias callejeras lograron que, por ejemplo, para poder acceder al voto no hubiera que ser propietario de tierra o vivienda, o contar con ingresos de cierto porcentaje anual, o ser letrado, dejando así de existir la democracia patrimonialista; Tras duras batallas, las mujeres también lograron que se les considerara sujetas de derechos, accediendo al voto, además de valer por sí mismas y no por su esposo. Negros e indígenas lograron igualmente lo propio, dejando de ser considerados como mercancías. Producto de las resistencias de los trabajadores, y su conquista de diversidad de derechos, la democracia ganó robustez y llegó a ser más incluyente, con lo cual cedió terreno la injusticia.
Disputa constante. Es necesario recordar que así como los marginados o excluidos ganan terreno, asimismo pueden perderlo; o sea que la democracia expresa de manera diáfana la correlación de fuerzas en una sociedad dada o en el conjunto de las mismas. Es así como la forma puede prevalecer sobre el contenido, ya que un derecho puede estar reconocido en el papel pero no por ello aplicarse en la vida cotidiana.
Por tanto, en este mismo sentido se pudiera decir que la democracia no es única ni inmutable sino que puede asumir diversas cualidades y formas, lo cual depende de las fuerzas que pugnan para que las sociedades sean cada vez menos injustas, autoritarias, militaristas, machistas, etcétera. Cambia la democracia por acción como por reacción, cuya manifestación más expresa descansa en las dictaduras militares o civiles.
Es esta realidad de la política y de las luchas sociales lo que desdice de la democracia cuando se pretende, una y otra vez, reducirla a un fenómeno puntual como las elecciones, ocultando que por sí misma es integral, es decir, económica, social y política, o en su sentido más pleno no lo es. Como lo recordó Antonio García Nossa a propósito del proyecto de país de Jorge Eliécer Gaitán, “Qué democracia es aquella en que si la mayoría de las clases sólo puede subsistir por medio de su trabajo, ni el Estado ni nadie puede responder de los tres factores constitutivos del derecho al trabajo (formación técnica, trabajo adecuado, remuneración justa)”*.
Si bien podemos aceptar, en gracia de discusión, que la votación es su crucial momento temporal, esto no significa que la democracia quede sometida ni limitada a una consulta periódica, pues, de así asumirlo, sería como volver a una forma reducida de monarquía, donde los gobernantes reciben una designación, en este caso popular, basados en la cual las personas elegidas hacen y deshacen incluso en contra de los intereses de quienes los eligieron. La imposición y desarrollo del modelo neoliberal, con todas las medidas de diversa índole derivadas del mismo, es ejemplo de este proceder.
Es necesario recordar y retomar esta realidad en momentos en que la sociedad colombiana se encamina una vez más a una jornada electoral, en esta ocasión de carácter territorial, para que el establecimiento alardee de sus ‘profundas’ cualidades participativas, deliberativas, colectivas, consultivas; en una palabra, alardea de una supuesta vitalidad democrática.
Una perla. “La democracia es nuestra huella”. Con este eslogan, la Registraduría del Estado Civil anuncia la realización de los comicios del próximo 25 de octubre. Pero, ¿cuál es la huella marcada en el territorio nacional por la democracia realmente existente en Colombia durante el siglo XX y lo que va corrido del XXI?
Cincuenta y más años de guerra civil con no menos de 220 mil muertos, 5,5 millones de desplazados, 90 mil desaparecidos, más de 21 mil secuestrados y no menos de seis mil quinientos casos de tortura no son ciertamente cifras que resalten a la nuestra como una sociedad sosegada y serena, que se presume que son características propias de una nación democrática. Como tampoco se entiende que un país en que la intolerancia política permitió e impulsó un genocidio político como el perpetrado contra la Unión Patriótica, y en la cual los barones regionales y nacionales se heredan el poder de padres a hijos, se pueda denominar alegremente pluralista, otra condición fundamental de la democracia.
Extraña aún más que en una importante franja de colectivos sociales arraigara la idea de que Colombia ha gozado de un sistema democrático, cuando el país se ubica entre las 15 naciones más desiguales del mundo, clasificada como de “muy alta desigualdad”. No es posible afirmar que vivimos en democracia plena cuando, según el Departamento Nacional de Planeación, el analfabetismo alcanza el 11,7 por ciento, la población con bajos logros educativos representa más de la mitad de la población (51,6%), y el 63 por ciento de sus pobladores carece de uno de los insumos fundamentales para ejercer plenamente el derecho a discernir y participar críticamente en las decisiones de una sociedad.
Los datos adelantados del último censo agropecuario confirman que la alta concentración de la propiedad en Colombia no es un mito. El 70 por ciento de las unidades productivas posee menos de cinco hectáreas y ocupa tan solo el 5 por ciento del área total, mientras que el 0,4 de los propietarios ha accedido al 41 por ciento de la superficie productiva en unidades prediales de 500 o más hectáreas, en una estructura que en últimas décadas ha sido reforzada por el despojo violento de entre seis y 10 millones de hectáreas por parte de los señores de la guerra, muy bien organizados paramilitarmente y alimentados por la economía mafiosa del narcotráfico.
Si a esto le sumamos que únicamente 32 mil personas jurídicas y 52 mil naturales (0,1 por ciento de la población) están obligadas a pagar impuesto a la riqueza, pues poseen activos superiores a mil millones de pesos, nos podemos dar una idea del nivel de concentración del capital en el país, tanto en el sector rural como en el urbano. Las asimetrías sociales de allí derivadas dejan dudas sobre la posibilidad real de que Colombia funcione realmente como democracia.
Pero hay más contrasentidos y evidencias. Como coto de caza, el Estado ha sido apropiado para sus fines privados por las élites criollas, para la cual la corrupción es una efectiva práctica a su alcance, así en público defienda todo lo contrario. Por ello, vale la pena recordar algunos sucesos de realce mediático, como el llamado proceso 8.000, en el que no sólo se manifestó claramente la estrecha interacción entre la clase política y los negociantes de las drogas ilícitas, sino también el carácter de la economía ilegal, presente en todos los estamentos sociales, del que no escapan las manifestaciones culturales formales y el deporte. Igualmente, conviene recordar el encarcelamiento masivo de la plana mayor de funcionarios de los dos gobiernos de la tal ‘seguridad democrática’, entre quienes sobresalen dos directores del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) hoy presos por delitos graves, en que uno de los casos incluye delitos como el asesinato; también están en prisión embajadores de ese gobierno, como es el caso de Salvador Arana, y condenados a penas de prisión ministros como Sabas Pretelt, Diego Palacio y Luis Felipe Arias; del mismo modo, secretarios de la presidencia como Alberto Velásquez y Bernardo Moreno, y el comisionado de paz del uribismo Luis Carlos Restrepo, prófugo de la justicia por muchos años.
De otro lado, la obsecuencia en los foros internacionales que nos han valido motes como el “Caín de América” o “el portaaviones más grande de los Estados Unidos” señala niveles tan bajos de autoestima y soberanía que no son compatibles con una nación que se precia de democrática. La firma de un tratado de inmunidad para los soldados estadounidenses que actúan en nuestro territorio es una negación del principio de universalidad de la aplicación de la ley, además de implicar la tácita condición de desprotegidos para los nacionales frente a unos agentes extranjeros. En este caso se está cediendo doblemente, pues se permite el accionar de fuerzas armadas de otro país, exoneradas de cumplir el ordenamiento jurídico del territorio. En el mismo sentido, la extradición, aplicada a más de dos mil connacionales desde 1997, es otra muestra de cesión de soberanía y señal inequívoca de impotencia en la aplicación de nuestra propia normatividad, con la clara negación de la existencia de un poder judicial integral, puntal indiscutido de los Estados democráticos. Si a esto le agregamos el ejercicio corrupto de la judicatura, innegable en las altas cortes que hoy se debaten en un sinnúmero de denuncias, no se puede entender que todavía se pretenda sostener que, incluso sin el imperio de los acuerdos generales, podemos considerarnos una sociedad de iguales, así sea en la dimensión puramente formal de la ciudadanía.
¿Democracia? ¿La más vieja de América? Si nos fundamentamos en lo anteriormente relacionado, es dable asegurar que la nuestra no ha sido una sociedad desarrollada en democracia, pues en la misma, durante la vida republicana, ha prevalecido la forma (las elecciones), pero el régimen económico, militar, político y social permanece hasta nuestros días sometido a dinámicas autoritarias, policivas y militaristas, monopólicas, opresivas, excluyentes, racistas, antisoberanas, con fuertes rasgos, en las últimas décadas, de dominio y control mafioso sobre el aparato estatal y el conjunto social.
Estas cualidades negativas vienen a ser fortalecidas por la emergencia de una revolución científica (industrial) de nuevo cuño y que ha horadado la base económica del sistema capitalista vigente por doquier, posibilitando, con sus desarrollos en física, biología, química, comunicación, y otro conjunto de ciencias y sectores de la producción, la vertiginosa concentración de la riqueza y del poder político global, con lo cual la sociedad mundo deja la democracia a un lado, mientras en su defecto el autoritarismo llena espacios.
No es para menos. De la mano de los avances posibilitados por la revolución científica, el ámbito de la vida social empieza a ser colonizado por centenares de satélites a través de los cuales la humanidad vive una intensa disputa especulativa y financiera, mediante el traslado de inmensas cantidades de dinero virtual que no responde necesariamente a la producción directa de bienes por parte de los trabajadores industriales y campesinos de todo el mundo o de algunos de sus países. El fenómeno no pasa en vano, pues de su mano también se vive una era de concentración de la riqueza que permite la monopolización efectiva de sectores determinantes para la vida cotidiana de miles de millones de seres humanos.
Como nunca antes había sucedido, estamos ante satélites que hacen posible desplegar un modelo y un sistema de control ciudadano y de reducción efectiva de los derechos individuales por parte de los sectores hegemónicos dentro del concierto de las naciones que integran el Sistema Mundo Capitalista. No es casual que por doquier se sienta cómo la democracia que conocieron las naciones más desarrolladas sea hoy cosa del pasado; que la igualdad ante la ley sea un simple decir quebrado por el poder del dinero, con el cual hoy la política electoral está, además de privatizada, reducida a un espectáculo de medios de comunicación, copada por frases y declaraciones que los posibles votantes ‘quieren’ escuchar, o por las ofertas de seguridad y, para el caso criollo, mejores ofertas de movilidad. El bienestar de los grandes conglomerados humanos no importa realmente, y por ello en las campañas electorales no se discute a fondo sobre estas necesidades, y mucho menos sobre los mecanismos de control posibles de implementar para que los gobernantes cumplan con sus promesas de campaña.
Tal privatización de la política se extiende hasta los cuerpos legislativos de todos los países, cada vez más dominados y sometidos a los intereses de los grandes grupos económicos, los mismos que financian las campañas de los congresistas o compran sus votos cuando lo requieren.
No es de extrañar, por tanto, que esos mismos políticos, con las leyes que aprueban –y sin consultar con sus electores–, privaticen los bienes públicos más estratégicos, construidos por los pueblos, con lo cual se termina por ensanchar la división entre quienes todo lo tienen y quienes viven al día, a la par de acrecentar la desconfianza sobre el Estado, el gobierno, la política, los políticos, y, como producto de todo ello, sobre la viabilidad de otra democracia posible.
Paradoja. Esto sucede cuando la humanidad ha llegado a un sitial de honor en el desarrollo de sus potencialidades, es decir, cuando es posible comprender la génesis y el desarrollo de la vida misma, en casi todos sus matices, desplegando a la par diversidad de técnicas para mejorarla. Como es sabido, el nivel de riqueza producido y acumulado por la humanidad en nuestros días sería suficiente para que vivan dignamente todos los habitantes de la Tierra. Pero sucede todo lo contrario.
Así, de la mano de esta revolución científica, el sistema económico conocido como capitalismo entra en crisis –sistémica dicen muchos–, y se remueven sus formas y procedimientos, haciéndose inviable el ancien régime que tenemos, como sucedió cuando surgió la democracia para darle un golpe de gracia a la monarquía.
Nuevas fuerzas sociales emergen como sepultureras de este sistema que prevalece y se resiste, las mismas que todavía no logran su coordinación ni su expresión política integral, que ahora debe ser global para poder coronar sus propósitos.
Por lo pronto, en el concierto de sus estrechos territorios, si estas fuerzas pretenden de verdad ser opciones sociales y políticas, así sea a través del mismo rito electoral, están obligadas a desplegar una propuesta alternativa a la democracia hoy dominante, otra democracia que sí es posible, y que implique y movilice a las mayorías de cada país y de todos los países dominados; que haga comunes los bienes estratégicos; que reduzca los tiempos de trabajo; que generalice la educación en todos sus niveles; que redistribuya de manera equitativa la renta, etcétera; en fin, que haga de la política un servicio y no una profesión. De no proceder así, muy a pesar de lo que digan quienes se consideran alternativos, continuará el proceso de fortalecimiento del dominio y el control de aquellos a quienes dicen confrontar.
* García Nossa, Antonio, Gaitán y la revolución colombiana, ediciones Desde Abajo, año 2015, pág. 112