Comisión de la Verdad. Sombras nada más

La memoria no engaña y de ello dan cuenta los testimonios directos como los indirectos, en este caso por medio de la literatura.

Los testimonios directos fluían en las conversaciones informales, cuando se le preguntaba a un mayor por lo que recordaba del 9 de abril de 1948 y de los años siguientes. La respuesta no daba espera, y cada una de las personas requeridas contaba a su manera lo sucedido en las horas vespertinas de aquel día luctuoso, extendiéndose también en sus relatos sobre los chulavitas, sobre los pájaros, sobre cómo los habían obligado a salir de la tierra que habitaban y trabajaban.

Luego compartían las penurias de los viajes, la llegada a una ciudad en la cual no habían pensado habitar y las dificultades para sobrevivir. En casi todos los testimonios, los padecimientos no se habían agravado hasta la miseria absoluta porque la mano solidaria de algún compadre los había acogido, brindándoles techo por semanas, mientras conseguían una casa por alquilar y ayudándoles, además, en la búsqueda de trabajo. Luego vendría la lucha por un techo propio.

No eran pequeñas tragedias lo que testimoniaban; era igual a lo que padecerían, durante los años 80 y 90 del siglo anterior y la primera década del nuevo siglo, millones de habitantes de la geografía nacional, sobrevivientes de constantes masacres con las que el terror imponía su ley. Era una población rural y obligada así, por los paramilitares, en mayor medida, pero también por las Farc, en el marco de la contienda por el control territorial, a abandonar sus predios dando paso con ello al reploblamiento de regiones como Córdoba, Urabá, Sucre, Meta, Bolívar, Llanos Orientales.

Eran relatos de terror, de vida y muerte, de lucha por no perder la esperanza:

“El cielo de la aldea de Ceilán estaba lleno de candelazos y ruido de disparos. Los chulavitas atacaban.

Antonio y Marcela habían sido sorprendidos por el asalto en la torreta […]

–Antonio, ¡oye! –dijo Marcela con la voz quebrada.

–Sí, mujer, veamos el modo de defendernos. Si lo hubiera sabido, me habría quedado para hacerles frente con los peones y mis armas.

Y continuaron la marcha cautelosamente, con los ojos como faros inquietos y el oído en el viento. Y el viento aulló o las voces aullaron en el viento.

Se distinguían ruidos de maderas rotas, golpes, disparos secos, disparos silbantes, disparos sordos y explosiones. Y entre ellos una confusión de gritos.

–Antonio, ¡los están matando!” (1).

Violencia, terror y muerte, como lo testimonian Antonio y Marcela en este aparte de Viento seco, sin duda un mecanismo para extender y asegurar el dominio del gobierno, así como los privilegios y los negocios que logran los grupos económicos y políticos que por largas décadas han detentado el poder, actuando en los años 40 y 50, de manera indirecta con el brazo armado de los chulavitas, como el de los pájaros, pero también por medio del ejército, y en años recientes por medio de paramilitares y sus protectores de uniforme camuflado, como también sucede hoy en Chocó, Putumayo, Catatumbo, regiones del Cauca y otros territorios nacionales.

Anteayer, ayer y hoy, despojados de lo más preciado: de la tierra, de los semovientes que allí pastaban, así como de la vivienda, obligados a desplazarse para habitar otro territorio, seguramente en las laderas de alguna ciudad, en la zozobra de no saber qué les deparará el futuro.

En aquellos años, muchos, también como hoy sucede, no pudieron vivir para contarlo, y sus cuerpos quedaron a la vera de algún camino veredal o municipal de departamentos como Caldas, Tolima, Valle del Cauca, con marcas de violencia indescriptibles –“cortes de franela”, les decían. En años recientes, las víctimas fueron sometidas a prolongadas torturas y en algunos casos hasta decapitación. En masacres como las de Cacarica, El Aro, Mapiripán, hay testimonio de ello.

Hace unos 80 años fueron centenares de miles las personas asesinadas en esa orgía de sangre que antecedió en por lo menos dos años al 9 de abril y que se prolongó a lo largo de varios lustros. En sus primeros momentos, quienes ejecutaban los crímenes eran escuadrones armados por el establecimiento, y además por los cuerpos del ejército propiamente oficiales. Luego de la amnistía rojista (1953), los que actuaban eran pequeños comandos al servicio de terratenientes y gamonales de uno y otro partido. Fueron procederes en los cuales se tornaron famosos, trascendiendo algunos incluso a mitos, personajes como Chispas, Efraín González –Siete Colores–. Capitán Venganza, Sangrenegra, Pedro Brincos.

El total de desplazados entre los años 40 y hasta inicios de los 60 sumó dos millones, en un país que para comienzos de los años 50 congregaba a 11 millones de personas. Producto de su masivo arribo a centros urbanos, estos cambian de manera radical, en medio de la lucha por el derecho al suelo y vida digna. Todo esto se ahonda mucho más con las nuevas oleadas de repoblamiento que en años siguientes conocerá el país.

No es para menos. Desde la década de los 80 y hasta los años que corren, las cifras se multiplican: 9’361.995 de víctimas y 8.336.061de desplazados según reporta el Registro Único de Víctimas. El desangre continúa y no parece tener límite, un desangre en medio del cual la propiedad del suelo cambia de manos y se concentra en cada vez menos dueños, mientras la miseria urbana no logra ser quebrada por algún programa social.

Es una acumulación por desposesión, dicen los teóricos, realidad que también se pudiera considerar como proceso de acumulación originaria, por medio de la que muchos son despojados de sus pertenencias, pocas o muchas, y unos pocos las suman a su haber.

Pero, además de los testimonios directos, están los indirectos, perennes en las páginas impresas de más de una docena de novelas, además de cuentos, canciones y poemas que reconstruyen –con el favor de la literatura– la atroz acometida a la cual fue sometido el campesinado no adscrito al bando que regía el gobierno nacional, y también la respuesta, no pasiva, que estos interpusieron.

Son aquellos unos testimonios novelados, escritos por personas que en algunas ocasiones vivieron y padecieron la violencia oficial que se desató por entonces, y que en no pocos casos debieron salir al exilio para proteger sus vidas, y, una vez en otras tierras, y sin el temor de ser asesinados o apresados, plasmaron con su pluma lo vivido, recreado con imaginación, con nombres supuestos, aquellos hechos.

En El monstruo, por ejemplo, Carlos H. Pareja, su autor, advierte: “Todos los personajes y sitios de esta novela son imaginarios. Cualquier semejanza entre ellos y otros de la vida real, es pura coincidencia”. Y luego agrega: “Sin ser historia pura, ni autobiografía, este libro es parte de la tragedia que todos los colombianos hemos vivido desde que la camarilla de los violentos se adueñó del poder, para la cual necesitó consumar un asesinato. Quienes se asombran de los ríos de sangre que después han corrido en nuestra tierra por culpa de esa camarilla olvidan ese hecho fundamental: que un gobierno fundado sobre un crimen no puede ser virtuoso; la violencia se nutre de violencia” (2).

Por su parte, en Viento seco, Antonio García Nossa, quien la prologa, afirma: “Viento seco es una novela –en el sentido de que se ha proyectado la vida sobre un escenario de símbolos– pero una novela que sienta un testimonio y que está hecha con los materiales de nuestra propia historia. En ella no se sublima nada ni se adulteran los crímenes –¡a veces parecen tan cercanas a los umbrales de la heroicidad!– ni se echa tierra sobre los actos que se realizan en nuestra propia casa y que impregnan toda la atmósfera con ese silencio pavoroso que reina en los universos degradados” (3).

Son aquellas unas realidades testimoniales, memoria viva a pesar del paso del tiempo, memorias que no pueden enterrarse y sufrir la misma suerte de quienes quedaron sepultados en cualquier recodo cercano o lejano de la tierra que habitaban; testimonios ciertos de proyectos de país por los cuales fueron asesinados miles de miles y que merecen seguir vivos en sus ideales como teas ardientes, para darles energía y proyectar luz a quienes hoy abrazan iguales ilusiones.

No se pueden desconocer los testimonios que evidencian cómo el conflicto que aún padecemos extiende sus raíces inmediatas a esos años, no a los finales de la década de los 50 ni a los comienzos de la que le sigue sino mucho más atrás, a los años 40. Es una realidad no tenida en cuenta por la Comisión de la Verdad, que con su proceder, al situar el punto de arranque de su labor en el año 58, tiende sombras sobre una memoria que cada día debiera ser más nítida y cercana para nuestra sociedad, precisando con toda claridad por qué las clases dominantes actuaron como procedieron, identificando responsabilidades de todo orden en el homicidio, el despojo y el desplazamiento padecido por millones.

La decisión errada de la Comisión desconoce que las guerrillas revolucionarias, surgidas en la primera mitad de la década de los años 60, tienen a la vez raíces en las guerrillas campesinas que resistieron al genocidio pretendido por los gobiernos de Ospina Pérez y Laureano Gómez.

Como se recordará, esas guerrillas campesinas y de autodefensa de los 50, con presencia en los Llanos Orientales, Antioquia, Tolima, Huila, Cauca, alcanzaron un acelerado crecimiento, iniciativa operativa y reconocimiento social, y, como resultado lógico de su accionar, buscaron una coordinación nacional para dejar a un lado la tutela de la dirección liberal, centrada en Bogotá, que ya sentían ajena a sus ideales de justicia. Como parte de sus desarrollos ideológicos y políticos, y la necesidad de comunicarse con el país en general, se proponen incluso poner al aire una emisora, decisión abortada por la oferta de amnistía decretada por la dictadura militar y la aceptación de los mandos guerrilleros de la desmovilización.

Entre el campesinado armado latía la necesidad de autonomía y de ideario propio, y la oligarquía liberal sentía que perdía liderazgo y reconocimiento entre esa base social. Sentían, por tanto, que esas guerrillas avanzaban rápido hacia otro norte, lo cual la decide a fraguar los acuerdos que estimularon y permitieron el golpe militar del general Gustavo Rojas Pinilla, con un propósito fundamental: conseguir la desmovilización de los miles que ahora estaban alzados en armas. El General logró el propósito que le habían encomendado y creó el ambiente y las condiciones políticas que resultaban necesarias para que el establecimiento cosechara otro de los propósitos del golpe: reconstruir la gobernabilidad, traducido ello en el acuerdo que le da vida al Frente Nacional.

El hecho de que la ‘paz’ aceptada por miles de campesinos no se tradujera en cambios económicos y sociales, además del asesinato de líderes de esa experiencia política y armada tan importantes como Guadalupe Salcedo (1957) y Jacobo Prías Alape (1960), se traduce en sensación de traición, unido todo a la politización que viven decenas de quienes resistieron con las armas a los chulavitas y las tropas militares, más los ecos que llegan de la Revolución Cubana. El ambiente político que sigue a la experiencia de la patria de Martí, brinda ideales y energía suficientes a decenas de quienes militaron en la experiencia armada campesina para rearmarse y darles forma a las guerrillas, esta vez con la convicción de llevar a cabo una revolución socialista en el país.

Es así como toma forma el Movimiento Obrero Estudiantil y Campesino (Moec), liderado por Eduardo Franco Isaza, uno de los líderes de las guerrillas del Llano y quien en 1953 había recibido el encargo de comprar en Venezuela los equipos necesarios para poner al aire una emisora. En otras regiones, campesinos liberales como Marulanda Vélez –comerciante que se salvó de ser uno de los 150 asesinados en la masacre de Ceilan y que da cuerpo a Viento seco– fueron fundamentales para el surgimiento de las Farc en las montañas de Huila-Tolima-Cauca. Así también lo fue en Santander –en la región de San Vicente de Chucurí– Luis José Solano Sepúlveda en la conformación del primer comando operativo del Eln. En todos los casos, comerciantes y campesinos que viven el tránsito de las ideas liberales a las socialistas, y lideran operaciones armadas, ahora no con el propósito de proteger sus vidas y enseres sino de llevar a cabo una revolución.

Lograr tal conocimiento de la historia nacional, pretérita y reciente, es fundamental para cerrar la herida profunda que rompe nuestro tejido social, creando las condiciones, por tanto, para suturarlas; un proceder fundamental para despertar en lo más fino y profundo de nuestro ser colectivo las energías indispensables para avanzar como país hacia un futuro de justicia, de paz integral y cabalgar sobre el fino cuerpo de democracia directa, radical, plebiscitaria.

Y para ello se requiere un reconocimiento del pasado, con ecos constantes sobre el presente, que demanda que “La verdad no puede ser tratada como las conservas –predicaba Kaj Munk, líder cristiano sueco enfrentado a la Gestapo en 1944, la época de su pleno poderío– que se coloca en un barril con sal, se almacena y después se saca poco a poco, según se necesite. Porque la verdad no puede conservarse. Solo como cosa viva existe y solo cuando aparece puede ser empleada”. (4).

1. Caicedo, Daniel, Viento seco, Ediciones Desde Abajo, en preparación editorial, p. 22

2. Pareja, H. Carlos, El monstruo, Ediciones Desde Abajo, en imprenta, pp. 57, 63.

3. Caicedo, Daniel, op. cit.

4. García Nossa, Antonio, prólogo en: Caicedo, Daniel, Viento seco, pp. 5-20.

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Información adicional

Autor/a: Carlos Gutiérrez Márquez
País: Colombia
Región: Sudamérica
Fuente:
El Diplo We would like to show you notifications for the latest news and updates.
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