Los derechos de papel no son suficientes para que la democracia y todo lo que ella implica se tornen realidad. Así puede deducirse de una revisión de la Constitución colombiana tras 25 años de vigencia. El caso de los trabajadores como movimiento social.
Han transcurrido 25 años y, como ayer, hoy los tiempos son de esperanza. Al finalizar la década de 1980, el Estado colombiano era calificado como “fallido” y la sociedad sucumbía atormentada por múltiples y complejas violencias. La Constitución de 1991 fungió como un acuerdo de paz y abrió espacios a la democracia participativa y a los derechos humanos. ¿Esperanza frustrada?
Ahora, en 2016, distintos sectores sociales promueven los principios de verdad, equidad, justicia y reparación como base para una Colombia en paz. A la vez, el gobierno nacional y los insurgentes de las Farc y del Eln adelantan procesos de negociación para poner fin al conflicto armado y llegar a acuerdos que impliquen ajustes políticos, económicos, sociales y ambientales en el modelo de desarrollo con énfasis en el territorio y la participación ciudadana (ver, Agendas).
Un proceso adelantado en medio de un país cambiante. Durante el último cuarto de siglo vio la luz una nueva generación de connacionales. Los nacidos durante la primera mitad del siglo XX, en su mayoría muertos, dejaron a sus descendientes un país polarizado y sometido a un mar de injusticias. Le correspondió a estos participar en la construcción del espíritu que animó la Carta política vigente, la cual no fue suficiente para reencausar el país por el sendero de la convivencia, la democracia real, la justicia social y el desarrollo sostenible.
Reto. Con la negociación del conflicto armado en marcha, la generación de relevo es la llamada a pensar y definir la ruta jurídica del nuevo país, soporte de cuyo esfuerzo es la Constitución Política (CP) proclamada el 4 de julio de 1991, Carta que fue prodiga en derechos laborales (1), y a la par, de forma híbrida, motor propulsor del modelo neoliberal que la clase dominante venía imponiendo en el país desde 1980 (2).
¿Qué dejó al país esta CP en materia de derechos laborales? Como es reconocido, el marco jurídico por sí sólo es insuficiente para transformar la realidad; para lograrlo, para no quedar sometidos al ilusionismo constitucionalista, son necesarios sujetos y organizaciones políticas con capacidad para defender los principios y materializar la Carta de Derechos. Vayamos tras estos sujetos.
Promesas constitucionales
En los 380 artículos que estructuran la CP de 1991, existe un claro reconocimiento y un marco de garantías para el disfrute integral de los derechos económicos y sociales por parte de la ciudadanía, los sectores populares y los trabajadores; uno de cada cinco artículos hace referencia directa al bienestar comunitario e individual de los colombianos. Estos derechos pueden leerse a partir de cuatro perspectivas, según su incorporación constitucional: i) por grupos sociales, ii) por dimensiones económico-sociales, iii) por relaciones socio-laborales, iv) por ámbitos territoriales. El cuadro 1 resume el articulado constitucional referente a los derechos laborales.
Además, en el marco de estas buenas intensiones, el Estado, según el artículo 54, debe propiciar la ubicación laboral de las personas en edad de trabajar y garantizar a quienes tienen alguna condición de discapacidad el derecho al trabajo acorde con sus condiciones de salud.
No solo esto. Los artículos 55 a 57 definen los derechos de los trabajadores a la asociación, la concertación y negociación en caso de conflicto, el derecho a la huelga. Crea, además, una comisión permanente integrada por el Gobierno, por representantes de los trabajadores y de los empleadores, para fomentar las buenas relaciones laborales, contribuir a la solución de los conflictos colectivos de trabajo y concertar las políticas salariales y laborales. De acuerdo con el artículo 57 de la Carta, la ley podrá establecer los estímulos y los medios para que los trabajadores participen en la gestión de las empresas. Sin embargo, los trabajadores conocen en carne propia la dificultad para que respeten sus derechos, mucho más para que “la patronal” acepte la concertación con sus contratados; la democracia es inexistente en los espacios privados del capital.
En cuanto al desarrollo rural, el artículo 64 establece los deberes del Estado respecto a la asignación integral de los servicios sociales y económicos en las zonas rurales, para remediar los desequilibrios y conflictos de origen histórico y estructural. Se establece que es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra por parte de los trabajadores agrarios, en forma individual o colectiva, y garantizar el reconocimiento y ejercicio de todos los derechos ciudadanos. Las luchas actuales que adelanta la Minga nacional agraria campesina étnica y popular ponen de presente que este artículo constitucional, hasta ahora, ha quedado en letra muerta; por ello, uno de los puntos del pliego de negociación política plantea la necesidad de una reforma agraria integral: “Una política de reforma agraria integral que redistribuya y democratice la propiedad de la tierra, que desmonte el latifundio como expresión histórica de la desigualdad y genere acceso seguro a la tierra para quienes carezcan de ella, así como la garantía de la autonomía territorial para campesinos, indígenas y afros. Esa política de reforma agraria deberá construirse de la mano con las organizaciones rurales y urbano-populares”.
Muchas de las particularidades aquí relacionadas, no son más que buenas intensiones, las que en algunos casos ni siquiera acogen a sectores de los trabajadores, como sucede con los informales, desconocidos o no mencionados en la Carta de 1991, la que protege y beneficia principalmente a los vinculados al sector formal de la economía; realidad jurídica direccionada en contravía de las prioridades del neoliberalismo respecto a los aumentos en la tasa de desempleo, la precarización, flexibilización y deslaboralización del trabajo (3).
En resumen, y a pesar de que en 1991 un anuncio de cambio, democracia y justicia pretendió preñar a la sociedad colombiana, insuflándola además de optimismo con un “Bienvenidos al futuro”, nada de esto ocurrió. En particular, para quienes viven de su fuerza de trabajo aún existe un gran trayecto social, económico, político, humano, jurídico, para gozar de un ingreso que les permita acceder al mínimo vital y a unas condiciones dignas, que en concepto de la Corte Constitucional es vivir bien, sin humillaciones y con autonomía.
El complejo y turbio mercado laboral 1991-2016
Estamos en un país cambiante, con una clase dominante rígida. Durante los años 1991-2016 Colombia creció 40 por ciento, pasando de 34,8 a 48,8 millones de personas. En este lapso, la población económicamente activa (quienes tienen la edad de trabajar –mayores de 15 años– y quieren o necesitan hacerlo) se duplicó al aumentar de 13,4 a 26,1 millones (incluye tanto empleados como desempleados). El rápido crecimiento de esta población se explica por una participación superior respecto a población en edad de trabajar, esto es, 38,4 por ciento en 1991 y 53,5 en 2016, cuya causa es la entrada masiva de las mujeres a los mercados de trabajo, los bajos ingresos de los hogares que obligan a incorporar más miembros a las labores económicas y por las dinámicas demográficas previas (un alto volumen de niños que llegan a la edad productiva). Pese a este fenómeno demográfico-laboral, el aparato productivo laboral generó en estos 25 años los puestos de trabajo, necesarios más no decentes, para integrar esta avalancha de nuevos trabajadores y la tasa de desempleo se mantuvo alrededor del 10 por ciento. Con todo, en cifras absolutas, el número de desempleados creció de 1,3 a 2,4 millones entre 1991-2016, esto es, un 79,2 por ciento más (ver cuadro 2).
Contrario a lo anunciado en la CP, persiste en el país una insuficiente generación de empleos formales y dignos para absorber el aumento de la población econímicamente activa (PEA), lo que origina cambios en la composición sectorial del empleo e incrementa –de manera relativa– el trabajo precario. En general, la participación del empleo asalariado en el total poco aumenta reflejando la debilidad de la demanda laboral; el empleo público no crece debido a los procesos de privatización y a las políticas fiscales restrictivas; el trabajo asalariado privado se incrementa más rápidamente en las microempresas; la dinámica más veloz de generar nuevos puestos de trabajo corresponde a la categoría “trabajadores por cuenta propia y familiares no remunerados”. En promedio, tres cuartas partes de los puestos de trabajo se generan en el sector informal. En el período 1991-2016 la participación del trabajo asalariado en el total de la población empleada se desplomó de 48,6 a 35,0 por ciento; en contraste, la participación de los trabajadores “cuenta propia y familiares no remunerados” aumentaron de 45,1 a 61,2 por ciento.
Pero no solo esto. Durante el último cuarto de siglo el sistema económico presenta profundos cambios en cuanto a la estructura de participación de la producción por ramas y a la distribución del empleo en los distintos sectores (gráficos 1 y 2). La actividad productiva en los sectores reales, agropecuario e industria, pierde participación en el PIB; en paralelo la economía criolla se reprimariza (actividades extractivas y rentistas), fortaleciéndose, además, las actividades del comercio, la construcción, el transporte y la especulación financiera. A la vez, la participación de los trabajadores según ramas de actividad económica va de la mano de las transformaciones del aparato productivo concentrándose en el sector terciario (comercio, transporte, servicios); no obstante, aun en 2016 los sectores agropecuario e industrial siguen ocupando al 28 por ciento de los trabajadores. La concentración del empleo colombiano en actividades de baja productividad (agropecuario, servicios, comercio y transporte) no registra cambios relevantes entre 1991-2016: dos de cada tres trabajadores son afectados por esta adversa situación (cuadro 2).
La débil demanda laboral y la expansión del trabajo en las categorías no asalariadas (de peor calidad que el empleo asalariado) indican el deterioro de la calidad del empleo medio y los bajos e inestables ingresos. El porcentaje de trabajadores que en el país perciben ingresos inferiores a dos salarios mínimos legales (SML) es de 80 por ciento respecto al total. En el período 1998-2016, el SML, en promedio, sólo alcanza para adquirir el 48,8 por ciento de los bienes y servicios que integran la Canasta Básica Familiar –CBF– por parte de una familia de ingresos bajos; en el caso de las familias de ingreso medio, el SML sólo equivale al 19,5 por ciento del valor de la CBF (gráfico 3).
El desempleo, la informalidad y los trabajos de baja productividad inciden negativamente en el mejoramiento de la distribución del ingreso. Estas condiciones desfavorables tienen mayor incidencia entre los grupos de menores ingresos, en comparación con los estratos más pudientes. Las tasas de desempleo e informalidad de los hogares más pobres duplican la tasa promedio, lo que acusa una aguda desigualdad. En estas condiciones, los beneficios del crecimiento, bajo la forma de más altos niveles de empleo y de salario, se concentran en los estratos socioeconómicos de mayor riqueza. En el período 1961-2016 la alta concentración del ingreso y la riqueza que caracteriza a la sociedad colombiana no sufrió cambios significativos (cuadro 2), lo cual no cambió pese a las promesas de mayor democracia que contiene la CP que rige la última etapa de la vida nacional.
La desigualdad que exhibe Colombia también se encuentra por encima del promedio latinoamericano (el valor del coeficiente de concentración Gini es de 0,497 en AL-C y de 0,522 en Colombia). América Latina no es la región más pobre del planeta, pero sí compite con África por el título de la más desigual; Colombia ocupa el deshonroso puesto siete a nivel mundial en materia de iniquidad.
Desigualdad social latente. En conjunto, la fuerza laboral criolla expresa la persistencia de desprotección social que afronta la clase trabajadora de manera crónica. De cada 100 ocupados, sólo 40,8 son contribuyentes-aportantes a la salud; 38,1 se encuentran afiliados como cotizante a pensiones; 43,9 están afiliados al sistema de riesgos laborales y 36,4 cuentan con afiliación a cesantías.
Un cuadro que se multiplica a todo el tejido social. El país registra históricamente niveles de pobreza e indigencia bastante más elevados que el promedio de América Latina explicado por el inicio tardío y atraso relativo de modernización del aparato productivo, la financiarización de la economía, un crecimiento demográfico más acelerado, la precariedad del empleo, la alta concentración del ingreso, las bajas cobertura y calidad en los servicios públicos sociales, la violencia y el desplazamiento forzoso de población rural y la política social asistencialista caracterizada por su infinita ineficiencia y corrupción. Actualmente hay 13,5 millones de colombianos viviendo en condiciones de pobreza y 3,9 millones en la indigencia.
Finalmente, pero no menos importante, ocho millones es el número de víctimas de la guerra, oficialmente reconocidas por el Estado colombiano, según el registro único oficial de los últimos treinta años. Cada sector social tiene sus propias víctimas, contadas en miles de indígenas, campesinos, mujeres, sindicalistas, docentes, artistas, periodistas, defensores de derechos humanos y opositores políticos.
Frustraciones constitucionales: Crisis la clase y del sujeto trabajador
La oposición entre el capital y el trabajo constituye la principal fuente de conflictos y tensiones en las sociedades modernas. La división de la realidad en clases sociales y la opresión económica y política son factores que impiden el arraigo de una paz estable y duradera. A la vez, la dominación socioeconómica sustenta la diversidad y complejidad de formas de dominación y les confiere su especificidad en el régimen capitalista.
Como una muestra de esta oposición y contradicción, en el período postconstitucional el Congreso no tuvo interés alguno en expedir el estatuto del trabajo (CPC, artículo 53), a pesar de que los propios trabajadores, incluso apoyados en cientos de miles de firmas, presentaron en 1992 una iniciativa sobre el particular (4), iniciativa sobre la que han regresado una y otra vez. Esta es una elemental muestra de cómo las diferentes ramas del poder público desatienden las obligaciones que la Constitución de 1991, en materia de derechos laborales, endilgo al Estado; hechos que ratifican el contubernio entre aquellos que lo controlan y los que poseen y dominan los medios de la actividad económica.
Existe una fuerte sinergia entre las instituciones económicas y las políticas. De acuerdo con la caracterización establecida en el célebre estudio “Por qué fracasan los países”, desde el punto de vista económico las instituciones colombianas son extractivas. La base de estas instituciones es una élite que diseña instituciones económicas para enriquecerse y perpetuar su poder a costa de la vasta mayoría de quienes integran esta sociedad, A pesar de que Colombia tenga una larga historia de elecciones, no tiene instituciones inclusivas; su historia queda marcada por violaciones de libertades civiles, ejecuciones extrajudiciales, corrupción en las instituciones públicas, violencia contra los ciudadanos y guerra civil de carácter clasista; todo lo cual no es el tipo de resultados que se espera de una democracia. Las instituciones políticas y económicas extractivas se apoyan entre sí y tienden a perdurar (5).
Sinergia económica-política, unidad capital-trabajo, que explica la crisis por la que atraviesa el movimiento obrero y social durante el último cuarto de siglo, en particular las organizaciones sindicales. En el país existe una baja densidad sindical y gran fragmentación de este movimiento como consecuencia de los bloqueos constantes para la libertad sindical. Según la base de datos de la Escuela Nacional Sindical, en el país sólo hay cerca de un millón de trabajadores organizados, distribuidos en 4.492 sindicatos (cuadro 3).
A pesar de que una constitución que se pretenda incluyente y democrática exige la existencia de fuertes tejidos y organizaciones sociales, Colombia mantiene una de las tasas de sindicalización más bajas del mundo. Actualmente, solo 4,5 por ciento de su fuerza laboral se encuentra sindicalizada, cuando en 1977 alcanzaba al 17 por ciento. La causa de tal descenso reposa, de una parte, en las políticas neoliberales de competitividad basada en el trabajo precario y sin derechos y, por otra, en la violencia antisindical en el contexto de un conflicto armado interno y la Doctrina de Seguridad Nacional de la Guerra Fría exportada por los Estados Unidos a los países latinoamericanos que consideraba como enemigo interno a toda voz crítica de las políticas institucionales. Durante el período 1977 y lo corrido de 2016 se cometieron, al menos, 14.013 violaciones a la vida, libertad e integridad contra los y las sindicalistas en el país; la impunidad en estos casos es de 99 por ciento.
Además, este bajo nivel de organización sindical es consecuencia de las reformas que han deslaboralizado, flexibilizado y precarizado el trabajo (en particular a partir de las leyes 50 de 1990 y 789 de 2002), debilitando y hecho más difícil la acción de los sindicatos; pero también por la propia estructura y dinámica sindical.
Durante el período analizado, 1991-2016, el sindicalismo nacional tendió a aislarse del conjunto de luchas sociales contra el modelo hegemónico neoliberal. Sin embargo, después de un largo período de invernación el movimiento de los trabajadores vuelve a participar con el conjunto del movimiento popular en la defensa de la vida digna de los colombianos, el trabajo decente, los derechos humanos, la democracia, la paz, la soberanía nacional y el desarrollo sustentable.
En efecto, el pliego de exigencias que abanderó el paro nacional y la movilización del 17 de marzo de 2016, liderado por las Centrales Obreras CUT, CGT y la CTC, se construyó a partir de las inconformidades que presenta el movimiento social con los diferentes incumplimientos del gobierno frente a temas como la venta de Isagen, la firma de TLC con diferentes países, el aumento del desempleo, la crisis hospitalaria y, en general, la falta de garantías laborales, económicas y sociales que afectan la dignidad y el bienestar de las familias colombianas. Un mar de reclamos, deuda de una Constitución que no ahondó los derechos más allá del papel, brindando todo el espacio político, económico y militar al modelo neoliberal y su estela de negaciones democráticas. ¿Serán necesarios otros 25 años, otra generación, para deshacer estos pasos y cosechar justicia, paz y dignidad en Colombia?
1 Sarmiento Anzola, Libardo; (1994). Derechos económicos y sociales en la Constitución de 1991; en: Gran Enciclopedia de Colombia, Círculo de Lectores, Tomo VIII, Editorial Printer Latinoamericana Ltda., Bogotá, p.p. 103-110.
(1997). De los Derechos, las garantías y los deberes; en La Constitución Política de Colombia comentada por la Comisión Colombiana de Juristas, Titulo II; Impreandes-Presencia, Bogotá.
2 Este patrón económico de “desarrollo” contribuyó a encumbrar la violencia y los conflictos sociales, a debilitar la tasa de inversión productiva y a promover instituciones económicas extractivas, a aumentar, a la vez, la inflación, el desempleo, la precarización del mercado de trabajo y la flexibilidad laboral; condujo, también, a que los ingresos del trabajo progresen menos que las utilidades del capital, y a llevar hasta los extremos la concentración de la riqueza y el ingreso.
3 La relación capital-trabajo deja de ser regulada por el derecho laboral, el cual es sustituido por el derecho civil o administrativo, en tanto tiende a prevalecer lo individual sobre las relaciones colectivas. En conjunto, el mercado laboral inducido por las políticas neoliberales se caracteriza por el aumento de la desprotección social y económica de los trabajadores, la informalidad, las actividades improductivas y de “rebusque”, la ampliación del desempleo disfrazado y la exclusión estructural de grupos específicos de la población.
4 http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-247274)
5 Acemoglu, Daron y Robinson, James; (2012). Por qué fracasan los países. Editorial Planeta; Colombia, p.p. 441-448.
* Economista, filósofo, integrante Consejo de redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.