Para la antropología siempre han existido familias, en plural, no familia. En términos sociales y políticos, y para los latinoamericanos, puede predicarse también lo mismo. Lo que existen son familias, no una familia que constituiría su prototipo o ‘esencia’. Algunas autoridades, en especial religiosas, querrían que existiese un solo tipo o expresión de familia (matrimoniada, heterosexual y orientada a la producción de bebés y a su crianza armoniosa), pero carecen de la voluntad política y no realizan el trabajo que podría, dudosamente, concretar su deseo, incluso en sociedades pequeñas y aisladas.
En toda sociedad latinoamericana coexisten legítimamente diversidad de familias: nucleares (casadas o no), ampliadas, monoparentales, homosexuales y homoparentales, sin hijos y que no desean tenerlos, arraigadas y tradicionales, desplazadas no tradicionales (adoptan niños sin padres, por ejemplo), grupales, ensambladas y familias por simpatía. Todas ellas cumplen, con los retos propios de las experiencias humanas, una función de espacio social primario, casi siempre cara a cara o de cohabitación o al menos de cooperación económica, de encuentro, reconocimiento y acompañamiento entre individuos y, cuando existen en ellas niños (en Occidente, una producción cultural del siglo XVIII), una función de socialización primaria.
¿Por qué podría entrar en crisis una institución que, aunque variada, suele determinarse –no solo por grupos religiosos interesados– como célula fundamental de la sociedad y que, como tal tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado? (1).
En el recuadro sobre el término “crisis” puede leerse sus alcances al momento de aludir a las familias. Acercamiento que puede aplicarse situacionalmente a una familia singular o un tipo específico de familia. En América Latina corresponde al desafío que realizan a la familia de inspiración cristiano-católica otras formas de familia que ganan espacio en la transición entre siglos. Como el catolicismo doctrinalmente más generalizado reclama que todos deben salvarse y que para hacerlo deben transitar por la institucionalidad católica, o sea reclama para sí un monopolio de las acciones humanas correctas, el reclamo de reconocimiento de otros tipos de familias, que siempre han existido, deviene señal objetiva de una crisis de valores para esta institución política y cultural.
Los principales retos provienen aquí de diversidad de parejas no unidas matrimonialmente: unas que no desean hijos y no los tienen del todo; otras, homosexuales, ya sea que deseen criar hijos, ya sea que no los tengan porque biológicamente no les resulta factible. Pero además, entra en consideración, la temprana iniciación sexual, con penetración, de los jóvenes actuales, los divorcios, nulidades matrimoniales y separaciones de hecho. También que el matrimonio se realice bajo la forma de un contrato comercial. Y una clara tendencia, especialmente en sociedades postindustriales, a hacer de la promiscuidad algo público y neutro o incluso elogiable. Para el juicio católico influirían en todos estos ‘extravíos’ y hedonismos materialistas los anticonceptivos que impiden/dificultan la ovulación femenina y la reanimación del empleo de condones ligada con la detección del Sida.
El cambio generalizado de patrones de ejercicio de la sexualidad (en realidad, en la década de los 60 del siglo pasado tomó forma la posibilidad de una revolución sexual para la especie) perturba seriamente la concepción cristiano-católica del matrimonio y familia deseados-instituidos por Dios, estimados como fundamento inconmovible de toda civilización. Supone también un deterioro para el poder político-cultural de la institución católica.
Los procederes de los individuos ante esta pretensión son diversos. Las mujeres, por ejemplo, declaran ser católicas, pero sexual y económicamente hacen lo que consideran más conveniente para su economía y persona. El resultado es una caída en la tasa de fecundidad. Y no es poca. En América Latina y el Caribe la tasa global de fecundidad en la segunda mitad del siglo XX bajó desde más de seis hijos por mujer en la década de los sesenta, a 2.5 en el inicio del siglo XXI. Chile y Brasil encabezan la tabla a la baja en el área con menos de 2 hijos por mujer. En Colombia la cifra es de 2.32. En Estados Unidos, de 1.88 (2). Chile, Brasil y Estados Unidos tienen cifras internas de fecundidad que llevan al envejecimiento de su población.
Del deterioro de la familia gestada por la aparición de otra sexualidad (en el límite, sin hijos), resuelta por factores económicos y de realización personal, deriva, para la doctrina e institución católica, una crisis de civilización y de humanidad ya que los seres humanos no obedecen el mandato de Dios, su Creador. Se existiría así a una severa crisis de valores.
La anterior opinión, sin embargo, resulta superficial. La generalización de una familia monogámica que engendra hijos y los cuida, propia de la visión católica, es una institución tardía de la cultura europea.
Como todas las instituciones humanas, este tipo de familia no constituye un dato eterno de experiencia, sino un proceso. Concurren a su variación y despliegue, por tanto, factores económico- sociales, políticos y culturales. Elementos objetivos y subjetivos. En la situación actual, inciden sobre la familia tradicional latinoamericana la mayor incorporación de las mujeres (y para algunos de sus estratos un muy superior acceso) a los mercados de educación y trabajo, el paso desde sociedades rurales a urbanas, la posibilidad de planificar e incluso rechazar la existencia de embarazos, y un horizonte cultural expandido que hace de la sexualidad un factor de integración personal y de apertura a otros, sin engendrar hijos. En este punto, la baja en la tasa de fecundidad femenina puede traducirse como aspecto de un proceso más complejo y amplio, de emancipación de las mujeres. Es decir, del deterioro del machismo aún vigente, del que la institución católica es factor significativo.
La reivindicación femenina (sector al que le negaron humanidad plena hasta avanzado el siglo XX) es factor de apoderamiento de otros grupos sociales también sujecionados (es decir negados en su carácter de sujetos) por el imperio patriarcal: jóvenes, homosexuales femeninos y masculinos, transgéneros. Ellos, sus demandas y logros, son entendidos al menos desde dos impactos: la posibilidad de una transformación radical de la sexualidad humana orientada ahora a la integración personal y su oferta a otros, y la expansión universal de la forma-mercancía materializada en la existencia cotidiana como cómprelo, úselo, bótelo. Estamos, sin duda, ante procesos y tendencias de signo contrario y enfrentado: uno inscrito en procesos de reivindicación de autoestima legítima, el otro en los procesos más amplios de degradación mercantil.
El clamor de la institución católica por la degradación de las costumbres contiene así un doble error: tiende a invisibilizar los alcances subjetivos para la familia y la sexualidad de la universalidad de la forma-mercancía, y ataca, discriminatoriamente, las nuevas formas de sexualidad y asociación familiar presentes en los movimientos de mujeres, jóvenes, homosexuales y transgéneros. Desde el punto de vista del concepto, no de lo que en efecto ocurre, las parejas homosexuales, por ejemplo, resultan enteramente evangélicas: se trata de adultos viviendo como prójimos (reconocimiento, solidaridad y acompañamiento) que, con independencia de su práctica sexual genital, y también con entera independencia de su opción clerical, convocan a Dios. La referencia es del evangelista Mateo, 18, 15-20. La institución católica no la entiende así porque la lee desde su restrictiva y neurótica concepción de la sexualidad y la familia.
La crisis conceptual de las familias
Abandonando el reductivo enfoque doctrinal católico sobre las familias, esta institución, la que hemos descrito, si existen niños, como un espacio económico-social y político-cultural de socialización primaria y también, si no existen, como espacio de encuentro de personas que se reconocen y apoyan mutuamente para crecer constructivamente en sus existencias, lo que no implica la inexistencia de conflictos entre ellas, enfrenta en el siglo XXI el énfasis de otros desafíos que esta vez sí pueden ser determinados como los propios de una crisis de civilización.
El eje de estos desafíos está ubicado en la expansión universal de la forma mercancía. Dicho en breve, nunca, hasta la última parte del siglo XX, el capitalismo contó con la tecnología para tornar efectivamente planetarios no solo sus negocios, sino su emblema: que todo lo existente tuviese precio y se pudiera/tuviera que transar en los mercados.
Este eje determina los caracteres de otros factores. La mercantilización de lo existente se abre hacia una sensibilidad o cultura del espectáculo. En ella la realidad es presentada a espectadores que pueden pagarla, divertidos o al menos emocionados con el show, sin sentirse responsables por el contenido de la representación ni actuando/incidiendo en ella. Los eventos constituyen una serie paralela respecto de sus espectadores, dispuestos en otra serie paralela. Las cosas ocurren ‘externamente’ y de una forma que parece natural y necesaria para quienes ‘solo’ los presencian.
El show cubre todos los márgenes de la sociedad: los medios masivos presentan imágenes de las repetidas acciones genocidas de los dirigentes israelíes contra la población palestina, o las víctimas civiles, escolares entre ellas, de los drones estadounidenses en Afganistán, son numéricamente detalladas en un suplemento ‘cultural’, pero la banalizada forma de su presentación impide a los ciudadanos televidentes o lectores sentirse involucrados en los crímenes. Masacres y rapiñas ocurren como sucede un tifón o una marejada devastadora. Resultan naturales. Interesa acceder a los medios que los presentan, estar al tanto, pero no inquietarse por su sentido o sentidos. Las redes sociales hierven, pero también se trata de dichos paralelos a los hechos, sin voluntad ni capacidad de incidencia política. Cada vez más el flujo de opiniones en redes es manipulado por quienes sacan provecho del espectáculo.
Aún más. Nunca como ahora el mundo fue algo tan cercano y a la vez ajeno o desapropiado para el individuo corriente. Puede ejemplificarse con el calentamiento global. Es un desafío para la reproducción de la vida en el planeta, pero las poblaciones se informan sobre él como si no les comprometiera.
Se llama El Niño a un fenómeno adulto que arruina total o parcialmente cosechas y es seña de una futura ruina agraria. El Niño y el calentamiento global generan espectadores no actores inquietos y cuestionados por su responsabilidad (mínima o intensa) en ellos. No así en las familias, espacio materializado en un cara a cara diario en el que todos quienes se miran son responsables por lo que ocurre en su espacio particular y sus entornos.
El compromiso es pleno. El ingreso a una familia, cualesquiera sean sus formas, no puede realizarse por efecto de la compra de un tiquete. Los medios, cuyos formatos venden ‘noticias’, destruyen el ethos de las familias humanas presentando el mundo como un espectáculo del que nadie es responsable y por el que nadie se siente culpable. “La Bolsa de Valores se vuelve loca”, comunican ‘periodistas’ y ‘analistas’ financieros. Informan, como casi todos, acerca de un mundo sin trascendencia y que no tiene salvación porque ésta se tornó innecesaria. El mundo de las mercancías y la cultura del espectáculo que aliña su vigor carecen de salida. Atrapados sin salida es el mensaje. La espiritualidad de las familias no forma parte, hasta hoy, del mundo del espectáculo. No vende.
Pero en cambio las familias empíricas comienzan a devenir reality show, algo que vende y puede comprarse. En los reality todos actúan pero nadie es sujeto. La lógica del espectáculo es el sujeto, tal como la lógica de la acumulación de capital es el sujeto de la existencia de todo lo que se mueve en el mundo. Tenemos aquí una identificación, no una alegoría.
La universalidad de la forma-mercancía también proyecta un efecto más ‘clásico’. Los precios de las mercancías establecen relaciones que tornan a-sociales a los seres humanos (todo comprador es un individuo) y, en el mismo proceso, los hacen cosas medibles por sus ingresos. Tenemos aquí la fetichización de la mercancía, del dinero y del mercado analizada por Marx. Los procesos de fetichización logran articularse perfectamente con el mundo del espectáculo y la ‘cultura’ del cómprelo, úselo y bótelo. No es factible comprar, usar y botar una ‘familia’ de ningún tipo.
Como es conocido, en la actual cultura occidental, para cualquiera de sus familias, resulta norma tácita, pero vinculante, ni comprar ni vender. Reconocer en el otro, aunque oprimido o maltratado, la identidad singular de un ser humano. La ausencia de este reconocimiento, no solo en las familias, es el punto central de una crisis de civilización.
- Declaración Universal de Derechos Humanos, art.16, # 3.
- http://www.datosmacro.com/demografia/natalidad
Sobre el concepto de crisisEs común leer o escuchar en el mundo de hoy tanto sobre crisis en la familia, lo que suele remitir a situaciones internas entre sus miembros adultos, jóvenes, niños y ancianos, como de crisis de la familia, lo que remite a su existencia como institución social o como concepto. Los referentes pueden tramarse: los momentos familiares ásperos por el trato dado a un abuelo enfermo terminal podrían ser asociadas con la idea de que en una gran ciudad actual no existe espacio en un departamento para enfermos terminales y que ellos deberían ser objeto de políticas públicas. Conviene esclarecer, por tanto, qué va a entenderse por “crisis”. Y si ésta ocurre en familias situadas o refiere a la familia, en cuanto institución, concepto y valor. En español, la noción de crisis señala un momento o estadio decisivo de un proceso en el que algo forzosamente va a cambiar, para bien o para mal. No existe retorno factible. Si la crisis que afecta a un proceso termina con éste, entonces estamos ante una crisis de acabamiento. Si, por el contrario, el proceso (y quienes están en él de distintas maneras) prosigue aunque bajo formas o negativas o positivas respecto de lo que en él ocurre, entonces tenemos una crisis a secas.
En el campo del filosofar, tan afecto a mitos e ideologizaciones, se utiliza desde el siglo XIX la noción de ‘crisis’ para nombrar un período histórico de incertidumbres y luchas en las que no existe claridad/certeza acerca de lo que debe hacerse. No existe certeza sobre lo que está bien o mal. Y tampoco acerca de lo que deberá hacerse cuando la fase de crisis parezca superada. Esta interpretación filosófica del concepto de crisis nos indica por qué algunos ven su superación en un retorno al pasado. Estiman que en este existían valores claros (por ejemplo la familia era heterosexual
El problema, por supuesto, es cómo convencer a la gente para retornar a un pasado que, quizás, nunca ha sido el de ellos. En esta propuesta de retorno resulta también patente la ideologización del razonamiento. Para su planteo se supone que la situación ‘normal’ de la existencia humana es la ausencia de conflictos. Cuando los hay, y graves, pueden resolverse los desafíos retornando a un orden en el que todo parecía funcionar bien. Sin duda, una ideologización muy extendida socialmente, pero que no resuelve nada. Los seres humanos En cambio, intentar ser proactivos (hacer que las cosas sucedan) cuando se vive en crisis, quizás conduzca a derrotas o sufrimientos, pero contiene más realismo que querer volver al pasado. Salir de una crisis será para peor o para mejor de las gentes que las atraviesan, pero ellas, o al menos algunos de sus sectores, habrán realizado el esfuerzo por superarla con toda la sabiduría, la constancia y la organización que hayan sabido darse y que las condiciones les hayan permitido. Dos aspectos más por considerar: una crisis del concepto/valor ‘familia’ no puede asumirse como crisis de acabamiento, o sea como que ya no habrá más familias. La especie humana siempre se dará formas de organización a las que designará como ‘familia’, u otro nombre, porque tenemos una especie que debe aprender a aprender, es decir que ha de ser introducido a una cultura y a un determinado sistema social. No es solo un animal biológico, sino un ser cultural y sistémico que, de alguna manera, cada individuo, y todos, ha(n) de hacer suyos. Y por cultural y sistémico, y por su dote para abrirse a una conciencia de sí, creará espacios familiares, para autoproducir e introducir a nuevas generaciones a su humanidad. Lo que incluye aprender a comunicar (traspasar políticamente) una determinada manera de estar en el mundo y de serlo. El segundo aspecto a destacar es que la noción de ‘crisis’ usualmente surge cuando sectores dominantes, a la cabeza de una formación social compleja, ya no pueden sostener su dominio como hasta el momento lo hicieron, o que los grupos dominados tampoco aceptan ya la manera en que aquellos resuelven su minusvalía. Por ejemplo, los padres ya no pueden ejercer un dominio unilateral y arbitrario, porque los hijos ya no lo toleran. O el padre/esposo no puede ejercer el mismo tipo de poder sobre la madre/esposa porque ella aporta tanto o más que él a la economía familiar y resulta más funcional y emocional-positiva (integradora) en las relaciones cara a cara bajo el techo común. En el primer caso, entra en crisis la dominación adultocéntrica. En el segundo, con fuerza variada, la dominación patriarcal o machista, al menos en lo que remite a la específica figura del padre. |
* Filósofo profesor y escritor costarrricense, conocido por sus estudios sobre la realidad social y la política popular en Latinoamérica.