¿Qué implica hablar exactamente de posverdad? ¿Es un fenómeno nuevo? ¿Es algo típicamente de nuestra época? ¿Qué relación tiene el fenómeno con la verdad y con las redes sociales? Son estas preguntas las que se intentan responder en este artículo.
Por Damián Pachón Soto
El Oxford Dictionary definió la posverdad como un adjetivo relativo a una circunstancia “[…] en la cual los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que la apelación a la emoción y la creencia personal”. Por su parte, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua (Drae) la definió como “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Definiciones que nos permiten entrar en materia.
Posverdad es una palabra compuesta por post y verdad, en inglés post- Truth. El prefijo pos (o post en inglés) significa después de, tal como en las palabras posmoderno, posilustrado, pospartido. En estricto sentido, posverdad es “después de la verdad”. Desde luego, el prefijo remite siempre en estos usos a la palabra a la cual se antepone, con lo cual esta aparece siempre como una referencia ineludible. En el caso de posmodernidad se alude a una época después de la modernidad, como si la modernidad misma ya no existiera, como si fuera algo del pasado que ya ha concluido, que no existe más. De ahí que, en la segunda mitad del siglo pasado, posmodernidad empezó a denotar una era nueva, con inéditos principios y fundamentos. Si la modernidad había estado caracterizada por el individualismo, el antropocentrismo, la razón, la ciencia, la tecnología, el progreso, la democracia y sus luchas por la libertad, la igualdad, la fraternidad; si la modernidad era un proyecto de civilización en el cual se imponía el Estado de derecho y la secularización, la posmodernidad era una superación de esa época o, al menos, su crisis o su autocrítica.
Ahora, en analogía, ¿significa esto que la posverdad es una nueva era que dice adiós a la verdad? ¿En la posverdad la verdad ya no existe, no tiene ningún valor? ¿Ha sido sustituida totalmente por la opinión, por las creencias, por los caprichos personales? ¿En la posverdad se impone el imperio de la mentira, la manipulación? ¿Se le ha dicho adiós a la razón? Veamos.
Posmodernidad y posverdad
El filósofo italiano Mauricio Ferraris ha escrito un libro notable –si bien contiene bastantes simplificaciones en su lectura de Marx y de Nietzsche– titulado Posverdad y otros enigmas (2019). Su lectura se basa en su propuesta filosófica del neorrealismo continental, una corriente en la cual se inscriben pensadores como Markus Gabriel o Ernesto Castro, pero en la que no ahondaré aquí, limitándome sólo a lo esencial para discutir el tema de la posverdad.
En el libro sostiene que “la posverdad es un concepto nuevo e importante” que “define algunas de las características esenciales de la opinión pública contemporánea”. Es más, “la posverdad nos ayuda a captar la esencia de nuestra época, así como el capitalismo constituyó la esencia del siglo XIX” (1). Desde su perspectiva, la posverdad es un objeto social, creado por los humanos, así como el matrimonio o los contratos, diferente a los objetos naturales (árboles, montañas) o a los objetos ideales (ideas, números). De ahí que, desde su punto de vista, el fenómeno es nuevo y merece atención, lo cual implica no asumir la “tentación de decir que siempre ha habido mentiras y engaños, y que la mentira es un ingrediente imprescindible de la política y la vida, y que, por lo tanto, nada nuevo hay bajo el Sol” (2).
Para Ferraris la posverdad es un encuentro entre tres elementos: una corriente filosófica, una época histórica y las innovaciones tecnológicas. Más concretamente, del posmodernismo filosófico, la era de lo que él llama documedialidad y los avances tecnológicos actuales y su gran impacto en los medios de comunicación.
Para Ferraris, la posmodernidad filosófica salió de las aulas universitarias, dejó de ser una cuestión meramente académica y se extendió por toda la sociedad. Es decir, la posmodernidad hizo posible la posverdad. Desde luego, esta tesis no es nada novedosa, pues si por posmodernidad entendemos los cambios ocurridos en la segunda mitad del siglo XX, cuando tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se empezó a hablar de la crisis de la modernidad, del hundimiento de sus pilares o de la agonía de Europa, como en las obras de María Zambrano o la Escuela de Frankfurt (3), es claro que acudimos a una aldea global donde el desarrollo de los transportes, las comunicaciones, la informática y la internet se tomaron el mundo, generando grandes cambios en la interacción social y en el modo de producción actual.
El resultado de estos cambios, atizado por el miedo al comunismo de la intelectualidad francesa, en entre otras, llevó a una transformación del pensamiento filosófico donde se cuestionaron los grandes relatos (F. Lyotard), las utopías, la revolución, las filosofías de la historia, la metafísica, el sujeto, la crítica, el humanismo, la razón, el progreso, el marxismo, entre otros aspectos (4). Un resultado de todo ello fue el socavamiento del concepto fuerte de verdad y de objetividad. Es decir, se impuso un relativismo y un descentramiento de la verdad producto de la visibilización de formas de vida diferentes a la modernidad occidental, la crítica del eurocentrismo y multiculturalismo (5).
El autor referido sostiene que al posmodernismo se llegó en 4 fases. En la primera, en la fase del desenmascaramiento, la filosofía “radical descubre que la verdad es una ilusión ideológica, una ficción moralista, un instrumento de dominación”. Aquí los dardos van contra Marx y Nietzsche. A este último Ferraris llama “el bisabuelo de la posverdad” (6) porque su conocido lema “no hay hechos, solo interpretaciones” desembocó, al popularizarse en las versiones más fuertes de la hermenéutica, en la posverdad. Ahí surgió la idea de que la realidad es inalcanzable, de que “la objetividad no existe” y de que la verdad es una ilusión y un moralismo. Se impuso, en cambio, el sentir (lo dionisiaco) sobre el saber y el arte que ama el velo y la máscara.
En la segunda fase, la de la institucionalización, Ferraris la emprende contra Heidegger. Sostiene que aquí: “la verdad es un don auroral y ya perdido, algo que se les aparecía a los griegos y que los modernos han olvidado” (7). Aquí lo que buscó Heidegger fue la institucionalización de la verdad como autoridad en el régimen nazi donde puso las esperanzas, tal como hiciera Carl Schmitt. Si la verdad es producto de la voluntad de poder (como había dicho Nietzsche) ahora se trata de encarnarla en Hitler.
En la tercera fase, la de la liberalización, tras el intento de institucionalizar la verdad y las consecuencias nefastas del totalitarismo, se llega a la idea de que la “verdad es una noción inútil, potencialmente peligrosa y autoritaria, y que debe ser sustituida por otros principios que son vistos como más tolerantes: la democracia, la caridad o incluso la solidaridad”. Se llega así al “Supermercado de las creencias” (8). En esta fase se apela al deseo contra la razón y “la búsqueda de la liberación debe dirigirse hacia los sentimientos y hacia el cuerpo, donde se esconde una reserva revolucionaria” y “tenemos que decirle adiós al culto, al fin y al cabo, supersticioso de la verdad, y verla como un oropel superfluo, como una palmada en la espalda que se le diera a una proposición, y tratar de promover el diálogo y el acuerdo social” (9). Se impone, entonces, la “falacia consensual”, peligrosa para la democracia que ha renunciado a la verdad, donde se confunde la epistemología con la política, y se pasa por alto que “la mediación se da entre intereses, no entre verdades”. La liberalización de la verdad impide luchar contra la voluntad humana y sus peligros (y lo que pueda salir de ahí) y nos desarma contra quienes descreen de los valores cognitivos. Es un verdadero peligro.
En la última fase del posmodernismo, la de la absolutización, se ha evolucionado hacia el populismo como hacia la posverdad. En esta fase, los postruistas (los que hacen uso de la posverdad) no dicen –como los posmodernos– que se debe abandonar la verdad, sino postulan que “hay muchísimas verdades, que son paralelas y alternativas una respecto de otras”. Se pasa a la idea de que “todas las verdades son iguales, pero algunas son más iguales que otras”. El problema del postruista es que está convencido “de que sus verdades alternativas son verdades absolutas mientras que la de los adversarios son meras mentiras” (10), le da poca credibilidad al mundo exterior, no cuestiona sus convicciones, o como decía Borges: “un mundo donde ya a nadie le importan los hechos”(11). Por eso el postruista duda de las instituciones, de todas aquellas instancias comprometidas con la verdad, como los institutos de ciencia, los filósofos, los expertos, los especialistas, los doctos, los más letrados.
El postruista actual, el que vive sumergido en el cúmulo de tuits, likes, shares, no busca la discreción, sino que es redundante, exhuberante, pomposo, pornográfico (en el sentido de Baudrillard), excesivo, y se muere “de ganas de que se sepa lo que está pensando”, desea la viralidad, la sobre-exposición. Aquí todo es verdadero porque ha sido posteado. Post-verdad es verdad posteada (12). En este esquema, el consenso aparente es fruto de una mayoría, la viralidad, que no ha dado ningún argumento, sino que, en mis términos, a convalidado la verdad que pretende el postruista, con una tecla. La masificación de un “estado” de un “tuit”, son las formas de validación de la verdad, su garantía. El postruista busca auto-afirmación y “ser conocido por sus semejantes, aunque sea solo por un like” (13). Es lo que Byun Chul Han ha analizado como una nueva forma de exhibicionismo y auto-explotación, donde el “me gusta es el amén digital” (14).
El problema es que toda la realidad exterior se convierte en interpretable y si ninguna verdad aspira a ser la última, entonces también mi verdad vale tanto como la de cualquier otro, incluyendo la de los especialistas. Y es aquí cuando las cosas encajan: Nietzsche es el bisabuelo de la posverdad porque introdujo la idea de que no existen hechos, entonces, todo se convirtió en la interpretación que a cada uno le conviene, o la que cada uno busca imponer. Verdad y fuerza aparecen unidas. Por eso, si digo que la Tierra es plana, es verdadero; que las vacunas implantan un cheap, es verdadero; que el calentamiento global no existe, es verdadero. En las redes, cualquier enunciado o proposición emitidas, lo que lleva a suponer la pretensión de verdad, se asume de suyo como verdadera, independientemente de cualquier procedimiento de verificación.
Ahora, el poder de la posverdad no se entiende, no se comprende bien sin su prótesis tecnológica. Es la relación entre posverdad y medios de comunicación, y soporte tecnológico lo que la convierte en algo nuevo. El soporte tecnológico permite el registro, la huella de la posverdad. Esto solo es posible en la era documedial, cualitativamente superior al capitalismo y que lo ha subsumido, donde proliferan los registros. Esos registros posibilitan una atomización y una privatización de la verdad. Aquí la verdad no es la de los padres, la universidad, la escuela, la fábrica, el partido, la iglesia, sino que pertenece a todo el mundo. Este anarquismo de la verdad, por decirlo de otra forma, multiplica las verdades alternativas. La web todo lo circula, todo lo une, todo lo moviliza. Hay mayores posibilidades, por ende, de poner a circular un contenido en el espacio social, hay más productores y reproductores de esas verdades. Así, las posibilidades técnicas de difundir a escala planetaria ideas, costumbres y emociones, se multiplican ciento de veces. Y como la verdad ya no se impone por autoridad, desde una esfera como la de los expertos, ahora se presenta una explosión de la verdad que emerge de todas partes. Sencillo: “cuando la mitad de la humanidad está en la web el mundo entero se vuelve distinto”. Lo que hay es diferente. Es, por eso, una nueva ontología.
Si antes desde la universidad o desde la ciencia se dictaba la verdad para unos pocos, ahora la verdad –o lo que se presenta como tal– viene de todos lados y se dirige de “muchos-a-muchos”. Esto es lo que ocurre en la época actual donde, a despecho de Ferraris, “todo lo sólido se desvanece en el aire” para decirlo con el libro de Marschal Berman (15). El anclaje tecnológico de la verdad, presente en miles de blogs, correos, Facebook, Twitter, etcétera, genera una persistencia del mensaje, por eso, si antes las cosas eran “periódico de ayer” como titula la canción de Héctor Lavoe, y por eso nadie compraba mil periódicos de los mismos para corroborar una verdad, hoy suele creerse que la viralidad y la persistencia de un mensaje lo hace verdadero. Esa información se puede fragmentar –la fragmentación caracteriza también la documedialidad– y llegar a múltiples fuentes, redirigirse a comunidades específicas, tal como hizo Donald Trump cuando ubicó, por medio de Cambridge analítica, a los indecisos y les envío mensajes convenientes para incidir en su voto. Los algoritmos permiten dirigir el mensaje a públicos variados y cerrados, a comunidades ensimismadas que no acceden al debate público. La web es una cámara de resonancia de la posverdad y de los delirios de papagayo en un tiempo donde, como decía el filósofo Nicolás Gómez Dávila, “el mundo se ha convertido en una gallera de apóstoles” (16), una gallera a escala ampliada, diríamos hoy.
Acotaciones finales
Ahora, vale la pena preguntar, ¿es la posverdad algo nuevo? ¿es una era nueva? ¿define la esencia del mundo actual y de la opinión pública? Responder afirmativamente es excesivo, por las siguientes razones.
No creo que sea válido afirmar de manera tan tajante que la posmodernidad prescindió de la verdad, le dijo adiós, o de que potenció lo falso. La posmodernidad, entendida en su contexto de la segunda mitad del siglo XX, tras la crisis producida por la Segunda Guerra Mundial, y el auge de la sociedad del espectáculo, masificada, interconectada, permitió cuestionar fuertes relatos que se habían presentado como dogmas, especialmente, en la esfera política. Desde luego, también se hizo patente que la ciencia y la técnica se podían poner al servicio de la destrucción y la guerra, que no siempre se ponían exclusivamente al servicio del bienestar humano. Por lo demás, la sociedad que se hizo más visible, los modos de vida, las culturas, los distintos modelos de desarrollo, de coexistencia, los distintos niveles técnicos, mostraron que las verdades movilizadas por intereses económicos y geopolíticos no convenían o, en otros casos, no eran aplicables en contextos diferentes. El mundo se problematizó bastante, apareció mucho más abigarrado. Con todo, las verdades físicas, las verdades de la ciencia, la verdad médica que permitía curar enfermedades, etcétera, no sufrieron ese mismo descrédito.
Por tanto, es un exabrupto generalizar de tal forma ese presunto adiós a la verdad como si fuera un fenómeno acogido por la mayoría de la humanidad planetaria. Y lo es, entre otras cosas, porque muchas de las posibilidades de intercomunicación, intercambio, transporte, conocimiento mismo, fueron posibilitados por esos avances científico-técnicos, por la fe en la misma ciencia.
La posverdad actual desde el Brexit o el fenómeno Trump, los terraplanistas, los antivacuna, sin duda, tienen más voz en un mundo interconectado, más alcance; su comunicación no es necesariamente horizontal como piensa Ferraris, sino que puede tener más efecto aún si proviene de una autoridad (vertical), representada, en este caso, por un líder carismático, fascista y payasin. La verticalidad sigue operando. Y es claro que todo esto es posible por los medios y por los soportes tecnológicos actuales, negarlo sería una desconexión de la realidad.
Pero esta ha sido la constante histórica. Ya lo sabía el historiador de la ciencia, Alexandre Koyré cuando decía, en 1943, que: “nunca se había mentido tanto como en la actualidad, ni se ha mentido de manera tan masiva y absoluta como se hace hoy” (17). La verdad o la mentira se distribuye y se consume conforme a las mediaciones tecnológicas disponibles. Desde las señales de humo, pasando por las tabletas escritas, los juncos, los pergaminos, los libros, los panfletos, hasta el escrache mediático actual. Es cierto que hay proliferación de información, y que cada día podemos procesar menos, pero no toda la humanidad se encuentra idiotizada en la burbuja de internet, descuidando su sustento vital y buscando likes.
Por otro lado, no hay una renuncia definitiva a la verdad. El mismo Ferraris arguye que la verdad es un valor social. Y en efecto, lo es, pues ¿qué sería de la justicia, los negocios, los tratos y los contratos, sin la certeza, sin creer en la verdad? El mundo se haría invivible. Se destruiría el tejido social. Aún hoy, en espacios rurales, en pequeñas comunidades, en pueblos, se cree en el valor de la palabra, en la honestidad, en el compromiso, en la transparencia.
La posverdad es, desde cierto punto de vista, un fenómeno ambiguo. El que miente –y Ferraris no enfatiza suficientemente en la naturaleza de la mentira– realiza un acto intencional encaminado a producir un efecto. Ese acto intencional se materializa en una emisión, ya sea de un enunciado hablado o escrito, audiovisual, etcétera, donde el postruista (el que usa la mentira) no reniega de la verdad. Es más, habla o emite con pretensión de verdad. Espera que le crean, piensa en la ingenuidad del otro, pero no desecha la verdad. El contenido es falso y él lo sabe, pero espera que, en la esfera pública, en ese espacio de aparición como lo llamaba Hanna Arendt, el otro le crea y actué en consecuencia. Ese enunciado puede, efectivamente, crear un nuevo contenido, deformar la realidad, inventar una calumnia, poner a circular un rumor; puede generar miedo, optimismo, credulidad, apaciguar un estado de ánimo, hacer menos dura una situación para alguien que sufre una pena, puede ser una mentira piadosa, movilizar emociones, etc. Es decir, la mentira tiene muchas funciones sociales y políticas. Y pueda que sea efectiva, pero siempre está expuesta a la controversia, a la refutación, al contra-argumento. La misma condición de su efectivad –ser publicada– se convierte en la misma condición de posibilidad de ser controvertida y desmentida.
Así las cosas, si bien la opinión pública es cada vez más etérea, más susceptible de ser manipulada, donde pareciera que “todo hecho existe para ser abolido, borrado por la mentira” (18), lo cierto es que también se movilizan afectos, aparecen grupos contestatarios, perviven los círculos de especialistas, instituciones científicas, personalidades, que pueden tener igual resonancia que los postruistas en el espacio social, y que pueden generar puntos nodales de discusión, contra-ideas, contra-argumentos. Aquí no se ha renunciado a la razón, todo lo contrario. La razón dialógica toma el puesto, y mantiene su escalpelo crítico, reflexionando sobre los contenidos expuestos por los distintos sujetos. Cuando eso ocurre, y si los contra-argumentos son fuertes, solo gente muy tozuda permanece presa de sus convicciones infundadas. Y en la esfera pública –hoy en día la red misma– eso siempre es posible. Decir lo contrario, es afirmar sin muchas pruebas que estamos atrapados en la red, que hemos perdido toda capacidad de discernimiento, de réplica, frente a el cúmulo de mentiras, contenidos, fake news, que circulan en una sociedad pomposamente trivial.
1. Ferraris, Mauricio, Posverdad y otros enigmas, Alianza Editorial, 2019, pp. 11-12.
2. Ibíd., p. 11.
3. Horkheimer, Max; Adorno, Theodor, Dialéctica de la ilustración, Madrid,Trotta, 2009; Zambrano, María. La agonía de Europa, Madrid, Trotta, 2000.
4. Pachón, Damián, “Panorama y crítica de la filosofía posmoderna”. En: Preludios filosóficos a otro mundo posible, Bogotá, Ediciones Desde abajo, 2013.
5. Vattimo, Gianni, “Posmodernidad; ¿una sociedad transparente?”. En: Colombia: el despertar de la modernidad, Bogotá, Foro Nacional por Colombia, 1994.
6. Ferraris, op. cit., pp. 12 y 27.
7. Ibíd., p. 34.
8. Ibíd., pp. 28 y 38.
9. Ibíd., p. 40.
10. Ibíd., pp. 50 y 43.
11. Borges, Jorge Luis, El libro de Arena, Bogotá: Penguin Random Housem, 2017, p. 109.
12. Ferraris, op. cit., p. 58.
13. Ibíd., p. 59.
14. Han, Byung-Chul, Psicopolítica, Barcelona, Herder, 2014, p. 26.
15. Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire, México, Siglo XXI editores, 1991.
16. Gómez Dávila, Nicolás, Escolios a un texto implícito, I, Bogotá, Villegas editores, 2005, p. 42.
17. Koyré, Alexandre, La función política de la mentira, Editorial Pasos perdidos, 2015, p. 37.
18. Arendt, Hannah. “Rahel Varhagen: Judía y Schlemihl”. En: La pluralidad del mundo. Taurus, 2021, p. 90.
* Filósofo, escritor, profesor universitario.
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