Desplazamientos políticos

Desplazamientos políticos

En septiembre Estados Unidos festeja la fiesta del trabajo. Este año va a tener la particularidad de que muchos obreros o empleados –en particular blancos y varones– se van a amontonar en los mitines del candidato republicano. Donald Trump cultiva estos apoyos fustigando los tratados de libre comercio que precipitaron la desindustrialización de los ex bastiones manufactureros del país (véase el artículo de Thomas Frank, pág. 9). Y con la desindustrialización, el desclasamiento, el descontento, la desesperanza del mundo obrero. “La ley y el orden” que Trump promete restablecer son también los de la América de los años 1960, en la cual, siendo blanco, no era necesario haber obtenido un diploma universitario para asegurarse un buen salario, dos coches por hogar e incluso algunos días de vacaciones.

 

 

El fin de los sindicatos

 

Que un millonario neoyorquino cuyo programa fiscal es todavía más regresivo que el de Ronald Reagan y cuyas prácticas (fabricación de sus productos en Bangladesh y en China, contratación de sin papeles en sus hoteles de lujo) contradicen la mayoría de sus proclamas pueda metamorfosearse en vocero del resentimiento obrero sería un reto aun mayor si el sindicalismo no hubiese sido debilitado. Y si, desde hace casi cuarenta años, los partidos progresistas occidentales no hubiesen sustituido sin parar a sus militantes y cuadros surgidos del mundo del trabajo por profesionales de la política y de las relaciones públicas, por altos funcionarios y periodistas envueltos en una burbuja de privilegios.

La izquierda y los sindicatos llevaban a cabo en otras épocas un trabajo diario de educación popular, de redes territoriales, de “adoctrinamiento” intelectual de la población obrera. Movilizaban políticamente a sus miembros, los hacían ir a las urnas cuando su destino estaba en juego, les garantizaban una protección social cuando su futuro económico estaba amenazado. Les recordaban a todos las ventajas de la solidaridad de clase, la historia de las conquistas obreras, los peligros de la división, de la xenofobia, del racismo. Ese trabajo ya no se hace, o no se hace tan bien*. Ya vemos quién se beneficia. Al no tener relevo político, las movilizaciones sociales se ven entrampadas apenas aminoran la marcha bajo un diluvio de polémicas identitarias. Y los asesinatos del Estado Islámico precipitan ese descarrilamiento, al punto tal que este grupo se volvió el principal agente electoral de la extrema derecha en Occidente.

A veces un detalle alcanza para captar un cuadro ideológico. El 13 de agosto pasado, la muerte de Georges Séguy fue expedida en apenas unos segundos o unas cuantas líneas por los medios de comunicación franceses, fascinados en ese momento con la guerra del “burkini”. Buena cantidad de periodistas, cuyo conocimiento histórico se reduce a las novedades de los últimos meses, ignoraban tal vez que el difunto había dirigido durante quince años el principal sindicato francés. Dentro de poco van a hacer sonar la alarma para darnos la orden de defender la democracia. Estaría mejor protegida si pueblos enteros no viesen en ella un ornamento al servicio de los privilegios que los aplastan.

* En lo que respecta a Francia, algunas de las razones de esta evolución son analizadas por Julian Mischi, Le Communisme désarmé. Le PCF et les classes populaires depuis les années 1970, Agone, colección “Contre-feux”, Marsella, 2014.

*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Aldo Giacometti

 

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