Home Ediciones Anteriores Artículos publicados Nº154 Donald Trump pone patas para arriba la vida política estadounidense

Donald Trump pone patas para arriba la vida política estadounidense

Donald Trump pone patas para arriba  la vida política estadounidense

 

 

¿Cómo consiguió un promotor inmobiliario neoyorquino casado tres veces ser tan popular en el Sur de Estados Unidos, bastión de la derecha religiosa? La respuesta se puede encontrar en Alabama a través de los propios militantes del Partido Republicano.

 

 

Sábado 27 de febrero, Mobile (Alabama). La reunión anual del Comité Ejecutivo del Partido Republicano de Alabama se desarrolla en el aula magna de un centro de convenciones tres días antes de las elecciones primarias en varios Estados del Sur del país. Varios centenares de funcionarios locales participan en dicha reunión. Allí es más fácil cruzarse con un funcionario negro que con un partidario de Donald Trump. Una paradoja singular en un Estado en el que el millonario neoyorquino parece muy popular –algo que confirmará tres días más tarde cuando gane con comodidad la elección primaria– y donde el Partido Republicano está compuesto por blancos casi de manera exclusiva (1).

 

Desde el estrado no se pronuncia el nombre de Trump. Pero está presente en el ánimo de todos. El éxito de su campaña compromete el futuro del partido. Cada elección cuenta con uno o dos candidatos que no gustan; ¿y cómo, por ejemplo, apreciar a un hombre tan antipático como su principal rival, el senador de Texas Ted Cruz? Casi ninguno de sus colegas parlamentarios lo logra. Pero con Trump la cosa es bien distinta; es lo que los manuales de management llaman una “toma de control hostil”. Porque muchos republicanos, entre los que se cuenta la aplastante mayoría de los funcionarios, sospechan que no tiene más móvil ideológico que su narcisismo desbocado, sus pulsiones autoritarias. Y que se preocupa menos del “partido de Lincoln y de Reagan” que de la reputación de sus hoteles de lujo y su marca de vodka. Este 27 de febrero, en Mobile, los cuadros republicanos animan un ejercicio un poco desesperado, aleatorio: reafirmar mediante el voto electrónico a los fundamentales del partido, con el temor de que Trump los convierta pronto en confeti.

 

Para testear provisoriamente el funcionamiento del pequeño mecanismo gracias al cual van a arbitrar entre las distintas opciones que les serán propuestas, los cerca de trescientos miembros del comité republicano “eligen” para empezar su película de guerra favorita. Patton aplasta a Pearl Harbor. La selección ofrecida y el resultado sugieren que a los cuadros del partido les gustan las grandes batallas y prefieren las victorias.

 

Después intervienen votaciones más significativas: el 76% reclama que las próximas primarias de Alabama sean “cerradas”, es decir, reservadas para los electores del partido (las de este año fueron “abiertas”). Objetivo transparente: complicar en 2020 la tarea de candidatos republicanos poco ortodoxos como Trump, que llevan a las urnas a muchos electores demócratas o independientes. Por si el mensaje no llegara a ser del todo claro para Trump, propietario de varios casinos, otra resolución se opone a “cualquier forma de juego por dinero” en Alabama. El resto del programa de la reunión es más clásico: denuncias del “programa destructor de Barack Obama y Hillary Clinton”, recordatorios acerca de que la elección presidencial va a determinar el equilibrio político de la Corte Suprema, nuevo pedido de restricción del derecho al aborto, rechazo reiterado de un control a las armas de fuego.

 

En la entrada a la sala de reuniones, varias mesas y paneles promocionan a candidatos todavía en carrera a fines de febrero –Ted Cruz, Marco Rubio, John Kasich, Ben Carson– y reparten prendedores y volantes con sus nombres. Nada de eso para Trump. El patito feo neoyorquino parece contar con muy pocos fieles entre esos cuadros republicanos que ya anticipan la catástrofe: en noviembre, si pierde; después, si resultase ganador…

 

Pero cuando más molesta es cuando vilipendia a los musulmanes. La moción Nº 2016-06 recomienda incluso que Estados Unidos les niegue el asilo a todos los “refugiados originarios de países que tienen relaciones con el islam radical”. Un funcionario republicano la defiende: “Tenemos la impresión de que la mitad del mundo quiere venir a Estados Unidos y matar estadounidenses”. Su impresión, así como la imprecisión del texto que apoya, da cuenta de un conocimiento muy aproximativo de la política internacional, porque puede pasar que a un francés presente en la sala le pregunten, por lo demás sin malicia, si la mayoría de la población de su país es musulmana. La moción es rechazada, por muy poco.

 

En la cena que sigue (mala, a pesar de que cuesta 150 dólares), dos tercios de los camareros son negros, el 98% de los comensales son blancos. Esta vez, cada uno de los candidatos envió un emisario. Por Carson, su hijo. Criticando implícitamente a Trump (a quien sin embargo su padre va a decidir apoyar trece días más tarde), abre su discurso con una cita de la Biblia: “Cuídate de los falsos profetas”. La vocera de Cruz se sirve del mismo repertorio, pero para insistir en la constancia ideológica de su candidato: “Por sus frutos los conoceréis”. Rubio, por su parte, envió a un emisario importante: Rick Santorum, muy popular en los círculos evangelistas. Él mismo candidato en 2012, ganó las primarias de Alabama. Un funcionario local aparentemente poco conocido defiende después la candidatura de Trump: “Lo mejor que tiene es que mueve a las masas”.

 

Y finalmente llega el momento más esperado (y anunciado) de la noche y la parte que acaso más cara les salió a los organizadores: Mark Geist, un ex agente de seguridad privada en Libia que se volvió un conferenciante de lujo, hace una exposición detallada –incluso demasiado como para que se pueda entender algo– del ataque, en septiembre de 2012, al consulado estadounidense de Bengasi. De donde se desprende una conclusión transparente, que se vuelve unánime: la negligencia de Hillary Clinton, en ese entonces secretaria de Estado del presidente Obama, fue la responsable de la muerte del embajador John Christopher Stevens. El tono de la campaña ya está dado. Y no por estadounidenses enojados, víctimas de la precariedad, del desempleo, de las deslocalizaciones: casi todos los que están acá tuvieron que pagar su pasaje, su habitación de hotel, su cena. Dos o tres semanas de salario mínimo local –7,25 dólares la hora (el más bajo del país)– apenas si alcanzarían.

 

¿La aversión que Obama y la señora Clinton suscitan entre los cuadros republicanos logrará sumergir la desconfianza que les inspira Trump? Para Vaughn Poe, que preside un condado del partido en Alabama y que tiene además la particularidad de ser negro, la cosa no va de suyo. Según él, la popularidad del promotor neoyorquino demostraría el poder mezclado de la tele-realidad y del extremismo en el electorado estadounidense. Decir que eso lo inquieta es decir poco: “También Adolf Hitler era popular. ¿Y cómo terminó todo eso? Si Trump es nuestro candidato, yo me voy a sentir muy incómodo. Votarlo es algo que yo no podría hacerle a mi país”. Y este profesor de seguridad informática en la Universidad de Alabama agrega: “Mi coeficiente intelectual es más de 50, y cuando uno tiene cerebro, Trump no aparece en el control de mandos”.

 

Sin embargo, lo peor está por venir: “Trump no es republicano, es demócrata. Trump no engaña a los verdaderos conservadores. Este tipo sabe negociar, se dedica a eso. Por lo que no me sorprendería que, a mediados de septiembre [es decir, una vez que los candidatos de las dos formaciones ya estén oficialmente investidos], decidiese volverse el compañero de fórmula de Hillary. El partido entonces ya no tendría tiempo para elegir otro candidato”.

 

La hipótesis de una maquinación tan extravagante puede sorprender. Pero muchos republicanos, a quienes les inquieta el atípico itinerario político de Trump, nunca se olvidan de recordar que invitó a la señora Clinton a su tercer casamiento. Y además, las elucubraciones de sospechas no vienen sólo de funcionarios locales enojados o militantes marcados a fuego por Fox News, las redes sociales, las teorías de complot. El 16 de marzo, en Arizona, Cruz acusó a los medios, “casi todos dirigidos por partidarios de izquierda”, de “hacer lo posible para que Donald sea nuestra elección, porque saben que es el único candidato en la Tierra al que Hillary Clinton podría ganarle”.

 

Los recelos del Sur

 

Barbara Priester ocupa un puesto en el Comité Ejecutivo del partido. Es una sólida octogenaria y una republicana de la primera hora en un Estado que, durante ciento treinta y seis años (de 1874 a 2010), fue gobernado por demócratas. Priester conoció y combatió al gobernador demócrata de Alabama George Wallace, un personaje llamativo al que cada vez se lo compara más con Trump. Sus retahílas contra el establishment y contra los intelectuales, su demagogia racial, su violenta represión del movimiento por los derechos cívicos marcaron la historia estadounidense contemporánea.

 

Wallace, que se presentó cuatro veces a la Presidencia de Estados Unidos, en 1968 ganó en cinco Estados del Sur, entre ellos Alabama, con el 66% de los votos. Un resultado todavía más desorientador si se tiene en cuenta que se enfrentaba con dos adversarios de peso, uno republicano, Richard Nixon (que fue elegido), y el otro demócrata, Hubert Humphrey. Sus discursos eran abucheados con frecuencia, como hoy los de Trump. Lo que le permitía a Wallace enfrentar a los agitadores pidiéndoles que se lavaran y se afeitaran. Cuando estaba de mejor humor, les proponía “firmarles las sandalias”. En el momento de su tercera candidatura a la Casa Blanca, en 1972, un intento de asesinato lo dejó en silla de ruedas, sin apartarlo sin embargo de la magistratura suprema de su Estado, del que fue gobernador en cuatro oportunidades. “La fortaleza de Wallace –estima la hija de Priester, Ann Bennett, también militante del partido, al igual que su marido Kevin (ambos delegados en la Convención Republicada de 2012)– fue expresar la voz de un pueblo vencido, el del Sur. Es lo mismo que explica hoy la potencia de Trump. Obama convirtió a Estados Unidos en un pueblo vencido. Perdimos en Irak, en Afganistán y contra el Estado Islámico. La gente por lo tanto está dispuesta a aceptar cualquier cosa si alguien le promete que a partir de ahora se va a devolver golpe por golpe.”

 

Un pueblo vencido por culpa de dirigentes demasiado débiles: este es por lo menos un tema casi constante en el pensamiento de Trump. Porque más allá del narcisismo del hombre de negocios que lo impulsa a querer “ganar” (uno de sus verbos favoritos) todos los combates en los que participa, y por lo tanto a llegar a ser Presidente de Estados Unidos, un nacionalismo autoritario le sirve de brújula desde que su vida privada y su fortuna se convirtieron en los temas preferidos de las revistas. Este ánimo hoy en día está en el aire, pero Trump ya lo expresaba hace más de veinticinco años en una larga entrevista de Playboy (2). Los presidentes de las dos superpotencias de la época, George H.W. Bush y Mijail Gorbachov, eran tratados con desdén.

 

Al principio, Trump reprochaba su debilidad hacia los aliados de Estados Unidos (Japón, Alemania y los países del Golfo en particular), protegidos en forma gratuita por el ejército estadounidense incluso cuando oficiaban de crupieres comerciales de su amo. Del dirigente soviético, anunciaba: “Mi previsión es que va a ser derrocado, porque se mostró demasiado débil”. En marzo de 1990, mientras un presidente republicano ocupaba la Casa Blanca que Ronald Reagan acababa de dejar después de dos mandatos, Trump ya estimaba que los dirigentes del planeta “no nos respetan para nada”; “se ríen de nuestra estupidez”, “nos pisotean”. Esta vez ingresó en la arena para “restaurar la grandeza de Estados Unidos” (“make America great again”) combatiendo los tratados de libre comercio y construyendo un muro fortificado en la frontera meridional del país. Mientras tanto, China y México entraron en la lista de los Estados que, según él, explotan la estupidez de Washington, vaca lechera del planeta entero.

 

Con Wallace, Priester ya conoció a un demagogo que le imputaba la mayoría de los problemas de su país a una clase política protectora de las minorías, de los extranjeros, de los delincuentes. También se acuerda de un especialista en la manipulación de los medios que retaba a los periodistas y se reclamaba el único vocero del hombre común, capaz de hablar en un lenguaje crudo, de defender sus ideas a cualquier precio. Por lo que desconfía de Trump. Y, como su hija Ann y su yerno Kevin, consultó regularmente las encuestas para orientar a sus vecinos (y parroquianos) hacia el candidato republicano mejor posicionado para vencerlo. Los tres dudaron entre Rubio y Cruz, antes de decidirse por este último. En vano (3).

 

Nadie es más ajeno que Trump al universo social y cultural del matrimonio Bennett. Ann tiene una vieja plantación de ochocientas hectáreas cerca de una pequeña ciudad universitaria, Auburn, famosa por su equipo de fútbol americano. Su marido administra el campo y también organiza allí cacerías de ciervos. Su fe bautista orienta su existencia y ritma una parte considerable de su tiempo. Para ellos, la política reclama competencia y experiencia. Corteses, sin elevar el tono de voz, defienden una forma de gobierno limitado, jeffersoniano, que respete escrupulosamente la Décima Enmienda de la Constitución de Estados Unidos (4), el poder local, las tradiciones rurales del Sur. Y de repente aparece al frente de su partido un millonario divorciado que desplegó su vida íntima en la prensa amarillista y se exhibió arriba de un ring con dos supermodelos en ropa ajustada. Este hombre, que no ejerció nunca un cargo público, anuncia en la televisión que si llega a ser presidente no dudaría en ordenarles a los soldados estadounidenses que transgredieran las leyes que los incomodan. Y que revisaría y cuestionaría varios tratados comerciales sin preocuparse por el aval del Congreso. Bennett confiesa su perplejidad y su tristeza: “No podemos hacer nada para detenerlo. Nosotros, sin embargo, somos todo menos el establishment que él denuncia. Pero no va a ser la primera vez que Nueva York y el Noreste nos pisotean”.

 

El señor Bennett, ex cuadro superior de Eastman Kodak, recuerda con inquietud que, en un debate, Trump usó la palabra “reino” para evocar la presidencia de George W. Bush. Amante de la historia, en particular la de la Guerra de Secesión, apegado a la bandera confederada, ya no le gusta mucho que su partido se identifique con Abraham Lincoln. Los lapsus autoritarios del millonario de Manhattan por lo tanto lo hacen pensar un poco demasiado en los ejércitos nordistas del “gran emancipador”.

 

¿Qué piensan de Trump los partidarios sudistas? En Auburn nos encontramos con Dianne Jay, que siempre votó a los republicanos; su familia también. Lleva en su cartera un Smith & Wesson calibre 38 y no lee el diario local, que le parece demasiado de izquierda (un juicio discutible). Nada le molesta más que la frecuente asimilación de los electores de Trump con personas enojadas. Según ella, se trata más bien de un “movimiento de estadounidenses cuya voluntad ha sido ignorada, que se descomprometieron, que perdieron la confianza en los dos partidos. El establishment republicano hizo muchas promesas que no cumplió. Y trata a Trump con el desprecio que generalmente les tiene reservado a los trabajadores manuales, cuando Trump es un millonario. Pero su dinero él lo ganó, hizo cosas, no es que sólo habló. Nuestro establishment lo único que hace es hablar y hablar y hablar”. Los jefes del partido se unieron para cerrarle el paso a Trump. Resultado: el “movimiento” nació contra ellos. “Mike Huckabee, que a mí me gusta mucho, ya lo dijo: el establishment republicano debería estar contento de que esta rebelión use boletas para votar en vez de balas.”

 

La dialéctica de los ballots (“boletas para votar”) y de las bullets (“balas”) se inspira en un discurso célebre… del militante negro Malcolm X en 1964. Por lo que, por más que el término no le guste, la animosidad de Jay hacia los electores republicanos del Congreso se parece mucho al enojo. “Ellos prefieren –prosigue– dividir el partido y ofrecerle la victoria a Hillary Clinton antes que quedar desenmascarados y que se descubra lo que pasa adentro: los lobbies, los negociados, los sobornos. Lo que yo aprecio de Donald Trump es que se financia él mismo su propia campaña y no les debe nada a los grupos de interés. El líder republicano del Senado, Mitch McConnell, gana más de un millón de dólares por año; el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, más de 900.000 dólares. Por lo que tendrían mucho que perder si alguien llegase y les dijese: ‘Ok, ahora vamos a sacar lo que no sirve’”.

 

Aunque es muy hostil a Trump, el señor Bennett siente la misma ternura por lo que él llama “la pandilla de Wall Street”: “Los dos partidos están controlados por una cultura idéntica, urbana y acomodada. Para ellos, lo esencial del país no es más que un pedazo de tierra por encima del cual hay que volar entre una costa y la otra. En la crisis de 2008 tendríamos que haber dejado que se incendiara todo. Hubiese sido muy duro, pero se habría erradicado no poca corrupción”. ¿Qué queda del crédito del sistema político estadounidense y de sus dos principales partidos?

 

La defensa tiene la palabra. Lunes 29 de febrero, en Opelika, en una vieja fábrica de botellas cercana a Auburn, tiene lugar la reunión-cena anual de los republicanos del condado. En 1994, el primer banquete de este estilo recibía menos de cuarenta comensales; la noche del 29 de febrero, son cerca de trescientos. Después de rezar y jurar la bandera, el representante de la circunscripción en el Congreso, Mike Rogers, sabe que tiene que responder a las imputaciones de connivencia y corrupción que apuntan a sus colegas de Washington, y no sólo a los demócratas. Los partidarios de Trump, como los de Cruz, les reprochan a los parlamentarios republicanos, que son mayoría en el Congreso, el no haber anulado ninguna de las decisiones más importantes de la Casa Blanca (reforma del sistema de salud u “Obamacare”; tratado nuclear con Irán; moratoria de la expulsión de algunos inmigrantes), cuando habían sido electos para hacerlo. ¿Fueron comprados por el sistema, al punto tal de convertirse también ellos en miembros de lo que Cruz llama “el cartel de Washington”? Rogers responde que se necesita una mayoría de dos tercios para imponerse a un veto presidencial. Y les recomienda a sus amigos que se lo tomen con calma: “Durante el último año de esta administración socialista, no vamos a hacer gran cosa. Pero nuestro trabajo va a ser garantizar que ya no se vuelva a hacer nada malo. Después, si elegimos un presidente republicano, el primer texto que le vamos a presentar para que firme va a ser la anulación del Obamacare. Después el de la ley Dodd-Frank, que regula a los bancos. La actual administración socialista pronto no va a ser más que un mal recuerdo”.

 

 

Cómo se impuso Trump

 

Queda un misterio. ¿Cómo logró Trump imponerse con tanta facilidad en un partido y en una región en los que el voto evangelista tiene tanto peso? La señora Jay antes apoyó a Huckabee, ex pastor bautista y abogado de los “valores familiares tradicionales”. Hoy apoya a un propietario de casinos cuya fe no es voraz, que maldice como un cochero y que habla en televisión de su anatomía sexual. Ella lo explica sin dificultad: “Donald Trump está en contra del aborto, a favor de rezar en las escuelas; en el lote no hay alguien más tradicional. Además, mírelo: su familia es el sueño americano hecho realidad. De acuerdo, se casó tres veces. Pero también Ronald Reagan se casó más de una vez; fue actor y tuvo sus aventuras. Cuando usted examina a una persona en su totalidad, todos somos pecadores. Y después, si empezamos a tirar piedras, todo el Senado corre el riesgo de ser lapidado”. A no dudarlo, Trump supo crear un vínculo directo y sólido con sus partidarios; ya son más de 900.000 en el país, entre quienes se cuenta la señora Jay, los que reciben sus numerosos mensajes de texto. En vez de afectarlos, las críticas y las incómodas revelaciones de la mayor parte de los medios, de los artistas y de los intelectuales más bien lo estarían fortaleciendo. “Yo confío en Trump –admite Jay–. Necesitamos un hombre de negocios. Él ya no tiene nada más que demostrar. Ya tiene una familia magnífica y 10.000 millones de dólares.”

 

Pérdidas de puestos de trabajo, deslocalizaciones, salarios bajos, alteración de la identidad religiosa del país, incapacidad del Estado Federal para controlar sus fronteras, miedo al futuro: casi todo lleva sin embargo bastante rápido al tema de la inmigración. “Es la pregunta que lanzó Donald Trump –confirma el señor Bennett–. Nadie quería tocar el tema. Él lo hizo. Nuestras escuelas están repletas de inmigrantes, pero no tienen el derecho de verificar el estatus legal de los padres. Las leyes no son claras y a uno lo tratan como racista cuando las quiere hacer respetar. Ignoro si construir un muro es una idea realizable, pero tenemos que tener una frontera. Y Obama la abrió. Al día de hoy la gente está cansada. Ve bien claro que ninguno de los dos partidos quiere correr el riesgo de disgustar al electorado hispánico.”

 

Muchos temores se amontonan y alimentan el discurso de Trump. Algunos días en Alabama alcanzan para oír hablar de células terroristas que se estarían infiltrando en Estados Unidos desde México, túneles por debajo de la frontera por los que pasan toneladas de drogas, un ejército extranjero que podría apoyarse en doce millones de inmigrantes… Desde la elección de Obama en 2008 y su reelección en 2012, las estrategias y los sondeos republicanos repiten sin embargo que esta fijación es electoralmente peligrosa para el partido, y que ya ningún candidato a la Casa Blanca va a poder ganar sin un apreciable aporte de los votos hispánicos.

Tormentosa editorialista, obsesionada por el miedo a la inmigración, Ann Coulter dijo que con la demografía de Estados Unidos de hoy, menos “blanca” que en la época en la que James Carter y Walter Mondale fueron candidatos contra Reagan, el primero le habría ganado en 1980 y el segundo cuatro años más tarde. Pero, paradójicamente, Coulter se confiesa tranquila con las posibilidades de Trump, a quien ella apoya, claro está. Sin embargo parece que él se dirige a una fracción del electorado estadounidense cada vez más reducida, monocroma y masculina. En noviembre próximo, Hillary Clinton bien podría convertirse en la candidata obligada de las minorías y de Wall Street, de las feministas y del libre comercio, de Goldman Sachs y del statu quo. Con una sola misión, un solo mandato: cerrarle el paso a Trump.

 

Si esa coalición ganase, no se sostendría durante mucho tiempo. Porque la campaña de Bernie Sanders también reveló el agotamiento irremediable de este tipo de arreglos. A punto tal que importantes elementos de su discurso que fustigan la corrupción del sistema político estadounidense son retomados por el bando de enfrente. Y no sólo por Trump: Cruz a su vez estima que “los republicanos son casi tan malos como los demócratas. Demasiados de entre ellos se acuestan con Wall Street, los lobbies y el big business que están de acuerdo en ver en la inmigración una fuente de salarios bajos”.

 

Y cuando se trata de deslocalizaciones, de comercio internacional, de libre comercio, no siempre se nota la diferencia entre una señora Jay y una electora de Sanders. Fue la militante republicana conservadora la que nos mostró una escena de tres minutos que circuló mucho por Internet y que la afectó mucho: el patrón de una empresa subcontratista de United Technology, Carrier, les anuncia a sus 1.400 empleados de Indianapolis que dentro de no mucho tiempo la producción va a ser trasladada a México. Con el objetivo de, aclara bajo los abucheos, “seguir siendo competitivos y asegurar la duración a largo plazo del negocio”. Desde entonces esta historia forma parte del repertorio de campaña de Trump. Y los obreros, incluyendo los sindicalizados, están atentos a lo que dice. Ahí también algunas cartas se podrían estar volviendo a repartir.

 

Desde el principio de esta campaña, el electorado republicano expresa preferencias rigurosamente contrarias a las de sus ex presidentes, de la mayor parte de sus funcionarios, de aquellos que financian y aconsejan al partido. Como no van a renunciar fácilmente a todo aquello que constituyó su identidad política desde la era Reagan, y que los benefició mucho, acaso la guerra civil republicana sólo acaba de comenzar. 

 

1 Como la mayoría de los Estados de la región. 2. Playboy, Chicago, marzo de 1990.

3 El 1° de marzo de 2016, Trump consiguió el 43,4% de los votos en las primarias de Alabama; Cruz, 21,1%; Rubio, 18,7%; Carson, 10,3%.

4 “Los poderes que no son delegados a Estados Unidos por la Constitución, ni negados a ella por los Estados, son conservados por los Estados o por el pueblo.”

 

*Director de Le Monde diplomatique.

 

Traducción: Aldo Giacometti

 

 

Información adicional

Autor/a:
País:
Región:
Fuente:
El Diplo We would like to show you notifications for the latest news and updates.
Dismiss
Allow Notifications