¡Qué año! ¡Tantas alegrías! ¡Tantas dificultades! ¡Tantos aprendizajes! ¡Tantas tristezas! ¡Tantos retos! ¡Qué año! Ahora que puedo mirar hacia lo prometido en campaña, lo hasta ahora ejecutado, lo pendiente aún de realización, los equilibrios sorteados para no dejarnos aislar, los acuerdos alcanzados por gobernabilidad con quienes siempre han manejado la cosa pública en el país (para que no nos tumben), las tensiones despertadas por la radicación y el trámite de las reformas en el Congreso; las alianzas concretadas y que facilitaron los primeros meses de gobierno y tramitar con éxito la reforma tributaria; la ruptura, meses después de esas alianzas; las constantes y múltiples presiones de los más disímiles personajes y grupos de poder que no ceden en sus intereses y privilegios, la prioridad dada o dejado de otorgar a los movimientos sociales alternos…, todo ello se viene como ola crispada sobre mi mente y me congestiona y me abigarra el pensamiento.
¿Qué más puedo manifestar? Humano soy, más allá de mis pretensiones como político y líder nacional. Todo ello son sensaciones, sentimientos, realismos que te cruzan como personaje de carne y hueso que eres, que se ríe pero también llora, que se muestra inquebrantable pero que, muy adentro, siente cómo sus fibras más profundas padecen el peso de la carga país que desde hace tanto tiempo deseaste asumir y que, casi 14 meses atrás, más de once millones de connacionales decidieron unir sus brazos y energías para descargar ese peso sobre tu humanidad. Es por ello que no me da dificultad ser sincero y reconocer que nunca hubiera pensado que fuera tan difícil gobernar.
Doce meses de alta tensión, eso es lo que he vivido desde el 7 de agosto de 2022, cuando me ungió la banda presidencial María José Pizarro, mientras Roy Barreras –que esperaba hacerlo como cabeza del Congreso de la República– me escrutaba con su mirada de político curtido en años de clientelismo y componendas de todo tipo. ¿Traiciones? Sí. ¿Desencantos? También. Situaciones, unas y otras igualmente experimentadas a lo largo de los cuatro años vividos como alcalde de la capital del país, aunque lo de ahora es mucho más fuerte, más intenso: es como templar al mismo tiempo las riendas de seis o más alcaldías de ciudades del tamaño y el significado que ostenta Bogotá.
¡Y qué poder el que se llega a concentrar en una sola persona! En estos meses he comprobado lo tantas veces criticado en mis años juveniles de conspiración, pero también como congresista, como político que aspira a un mejor país: el centralismo, el régimen presidencialista que impera en Colombia, críticas justas, aunque sin imaginar en toda su dimensión las implicaciones que conlleva para nuestra democracia formal un régimen tal.
Ahora que lo vivo y lo encarno, lo comprendo a cabalidad. Siento el poder que te otorga, los apetitos de todo tipo que dispensa, así como la vanidad que alimenta, poniéndote ante la encrucijada de actuar como líder individual –y embriagarte en tus más queridos sueños–, pero también bordear la locura ante las terribles pesadillas que con tanta frecuencia –sin presentarse fiebre– te hacen sentir el cuerpo húmedo y frío, esas que te quitan el sueño, te desvelan y, a pesar del cansancio de las 18 y más horas de labor diaria, erizan tu piel, hierven tu sangre, inundan tus pensamientos y, a pesar de los malhumores de Verónica, te obligan a levantarte; o bien proceder como sujeto colectivo, atizando y orientando iniciativas populares de distinto orden, dispuesto a escuchar las voces populares más heterogéneas y ejecutar según el sentir mayoritario. ¡Ser uno más! Uno que suma sus saberes acumulados en años de lucha por hacer realidad un país que les brinde justicia, paz, felicidad y mucho más a todos y todas.
Presidencialismo, herencia histórica de una maltrecha estructura estatal que le inyecta su carácter al régimen político; poder centralizado y centralista, experiencia viva que te muestra ante la necesidad de reformar la estructura estatal que hoy tenemos, si de verdad queremos romper con la oligarquía y sus designios de diverso tipo, y así dar cuenta de sus más nefastas consecuencias, entre ellas el marginamiento y el empobrecimiento a los que han sido sometidos pueblos y comunidades identificadas como perezosas, poco creativas, y otros términos despectivos con los que han sido bautizados por los herederos del colonialismo español: terratenientes, comerciantes, industriales, especuladores financieros. Ellos, ellas, integrantes de una clase que desde el siglo XIX ostenta y controla los hilos del poder en Colombia, mientras siervos, labriegos, obreros, empleados del más diverso carácter, laboraban –y siguen haciéndolo– para beneficio ajeno en interminables jornadas diurnas y nocturnas, sin derecho a nada en unos casos y a muy poco en otros, pues horas nocturnas, sobrecargos por labores realizadas a pesar de no ser parte del contrato laboral, incapacidad por enfermedad, etcétera, en tiempo pretérito no existían y luego, a pesar de integrarse en el Código Laboral, son minimizados hasta lo ridículo, lo que reviste de validez y de justicia el impulso y el trámite de una reforma a esa normatividad, para así recuperar derechos perdidos a lo largo de los últimos 35 años por quienes venden su fuerza de trabajo.
Dejar atrás en su totalidad esa herencia colonial, un giro indispensable para propiciar que las comunidades intervengan, propongan, ejecuten y controlen en los diversos escenarios de la cosa pública, concretando con su liderazgo una democracia directa, participativa, radical, que desarrolla el capitalismo pero también lo cuestiona, evidenciando ante los ojos de los millones de despolitizados que habitan la geografía nacional que otro modelo socioeconómico es indispensable para sembrar y cosechar todo aquello que depara felicidad en los hogares más humildes y los que no lo son tanto. Una intervención directa del país nacional, fortalecida por un liderazgo fuerte, convincente, como la que trato de explicar y mostrar en los balconazos.
Es una reforma –esta y otras que hemos propuesto–, reto múltiple por encarar y concretar con la movilización del país que somos, pues, de no ser así, permitiremos, entre otros muchos aspectos, que las mayorías continúen sintiendo que no tienen que resolver por mano propia el diseño y la realización de su proyecto de país y por ello delegando su responsabilidad como factor real de poder y de gobierno en terceros, quienes al final operan como agentes de sus propios intereses y vanidades, así como del gran capital, y no como motores transmisores de la energía que requiere el cambio del país que tienen ante sí. Son disyuntivas, retos y pendientes por resolver con los poderes de la tradición, según vaya girando la disputa que hemos abierto con nuestra llegada a la Casa de Nariño.
—¡Qué dilema! Este y otros de igual o mayor envergadura me acosan cada día, me enfrentan a mí mismo, a mis capacidades pero también a mis debilidades y, sobre todo, a mis limitantes como ser humano y como líder político. Ese dilema merece ser adecuadamente resuelto, recordando que, si el presidencialismo me embriaga, ganaré yo –temporalmente– pero perderá el país. ¡Y cómo quiero trascender! Pero, me pregunto: ¿Esperar a que cada colectivo discuta y defina qué y cómo hacer ante lo más complicado y lo más nimio? Ese democraterismo no permite atizar un liderazgo fuerte y convocante; eso ya lo viví en menor escala cuando integré las filas del Polo Democrático. Proceder a ese ritmo es como tener puesto un pantalón talla 28 en un cuerpo talla 32.
Y mientras así van y vienen estos sentires por mi humanidad, desde el río Colombia me llegan vientos cálidos, cruzados en ocasiones por días y en otras por semanas de ventarrones acompañados de voces de incertidumbre. En medio de ellos, el olfato me permite distinguir el aroma empalagoso que despiertan las intrigas y las tensiones de fuerzas que, por todos lados, atiborran al Congreso de la República de disputas potenciadas por la agenda reformista, y por el ansia de los poderes de siempre en su afán de impedir que tramitemos con ritmo armonioso algunos de los indispensables cambios necesarios para que la ansiada justicia y la equidad social tengan un lugar de privilegio en el territorio patrio, para así ir dejando atrás los signos decimonónicos que aún nos pesan como país y nos impiden realizar a plenitud la Carta de Derechos Humanos que –¡casi dos siglos y medio atrás!– dio a luz la Revolución Francesa, enriquecida con la variedad de logros alcanzados por las luchas obreras y populares en las décadas finales del siglo XIX y las iniciales del XX.
Aquellas son fuerzas que, manejando de manera sutil y no tanto los medios de comunicación, despiertan temores infundados entre quienes son los reales beneficiados de estas reformas, a la par de lo cual ocultan sus más oscuros intereses de control de la economía y de la sociedad colombiana, e intentan llevar a la inoperancia a nuestro gobierno, que ve menguada su consigna y oferta de cambio, con una consecuencia inmediata: golpearnos en las elecciones regionales de octubre próximo. Y, al mismo tiempo, arrinconarnos a la defensiva a lo largo de los tres años de gestión que nos quedan, desgastándonos para impedir que prosigamos, como Pacto Histórico, habitando y organizando desde la carrera 8 No. 7-26 la gestión en pro de un país a la altura del siglo XXI y las colosales crisis y cambios que estamos presenciando.
—¿Por qué permitimos, como me sucedió como alcalde de Bogotá, que nos matoneen con su conjunción de medios comunicativos? ¿Por qué no tenemos ni la imaginación indispensable ni la disposición para potenciar un gran sistema de comunicación nacional que articule toda la capacidad comunicativa acumulada por multiplicidad de actores sociales? Sería una articulación que aproveche la variedad de medios oficiales con que contamos, pero sin que pierdan la autonomía frente al mismo. ¿Por qué no logramos potenciar un inmenso proyecto cultural desde el cual activemos las más profundas fibras rebeldes del ser humano colombiano, un proyecto articulado a educación, como a ciencia y tecnología, con imágenes lo más diversas posibles de nuestra realidad como país, programas de radio con voces de todas las regiones, crónicas e historias de todo tipo, redes sociales, colección de libres breves que retomen el hasta ahora oculto legado periférico de luchas y sueños que les han permitido a los negados mantener la esperanza? Esta disputa ideológica está pendiente y, mientras no la afrontemos, no habrá cambio posible en el país. ¿Por qué me dejo llevar por el afán de comunicar con ínfulas de protagonismo e inmediatez?
Así está la casa Colombia hoy, pero, desde Puerto Bogotá puedo rememorar apartes del recorrido realizado a lo largo y ancho del territorio nacional, a bordo de chalupa durante los últimos seis meses; frágil embarcación en la que, con dificultad, en una de las caras de su proa aún se puede leer su borroso nombre “Gra Acu do Na io al”, y en la otra, con pintura menos desgastada, “P z tot l”. He logrado controlar esta frágil embarcación, no sin efectos negativos sobre la opinión pública, en medio del embiste de fuertes vientos y tormentas que, por momentos, amenazaron con sumergirla en aguas profundas controladas por agentes clientelistas y politiqueros.
Estos meses han estado antecedidos por el persistente esfuerzo que realizamos durante las primeras semanas de gestión, durante las cuales invitamos a subir a la chalupa –a riesgo de que se hundiera– a los representantes del capital financiero, industrial, agrario, comercial, para diseñar en conjunto la reforma tributaria, en un gran ejercicio dialéctico liderado por José Antonio Ocampo, y que nos llevó a dejar a un lado los juiciosos estudios realizados por estructurados cientistas de la economía y de la realidad nacional, de su base tributaria, con foco dirigido sobre los mecanismos de evasión y elusión fiscal, en los privilegios tributarios de que gozan los ricos, los superricos y los supersuperricos, estudiosos que recomendaban una reforma para recaudar 50 billones de pesos**. Al final lo aprobado apenas bordeó los 19, pero José Antonio logró apaciguar los ánimos de unas fuerzas que podrían hundirnos en cualquier momento y también calmar a las agencias multilaterales, a la par de organizaciones privadas de las que depende la bendición del capital internacional, a fin de que no desaten, a manera de chantaje, amenazas, sanciones, fuga de capitales y otras maniobras para desestabilizar e incluso quebrar el país.
Con ese logro zarpamos la última semana de diciembre de 2022 de Puerto Tributaria, rumbo a Puerto Capitalino, donde el reposo junto a Antonella y Verónica me permitiría tomar aire y anunciarle al país las buenas nuevas con las que empezaríamos el año 2023, entre ellas el cese de fuegos con fuerzas delincuenciales e insurgentes.
A la medianoche del 31 de diciembre activé el twitter con tal mensaje, pero la iniciativa política que pretendí ganar solo consiguió lo contrario, al desatar inesperados vientos de cola con bandera roja y negra en mensaje de Antonio García, que desmentían que hubiéramos alcanzado acuerdo alguno en esta materia. Empujados por esos vientos, las aguas de diversos riachuelos, de las cuencas azules, rojas, tradicionales y centrodemocráticas, se acrecentaron y nos golpearon por semanas, para calmarse apenas en febrero con la instalación de la Mesa de negociación en México.
Pero esas aguas, que parecían ya calmadas, pronto experimentaron renovado oleaje, fortalecidas por vientos de muchos nudos de potencia, embistiendo nuestro transporte tanto por proa como por popa. Empujadas por esa energía, llegaron nubarrones de denuncia, prolongados a lo largo del segundo mes del año, y que le endilgaban a mi hermano Juan Fernando haber recibido dinero de narcos interesados en figurar como “gestores de paz”, denuncia que tendía sombras sobre nuestra política de Paz total y la Ley de sometimiento a la justicia por presentarle al Congreso de la República.
—Ya lo había advertido desde el mismo día de mi posesión: “Ni familia, ni amigos, ni compañeros, ni colaboradores…, nadie queda excluido del peso de la ley, del compromiso contra la corrupción y de mi determinación para luchar contra ella”. Y sé que mi hermano –como cualquier otro miembro de mi familia que sindiquen por corrupción– sabrá demostrar su inocencia.
De modo que el ambiente político estaba cruzado cada día por decires que ponían en duda nuestra ética, lo peor que podía sucedernos, ya que nos asemejaban a cualquiera de los partidos y políticos tradicionales que han hecho de la cosa pública un suculento negocio privatizador de la política y deformador de la democracia formal.
La denuncia no pasó como viento ligero. Esas cuatro semanas de febrero estuvieron cubiertas por grises nubarrones, aún más opacos en marzo, cuando, como si estuviéramos en alta mar y con los remos perdidos, nuestra frágil embarcación ‘bailara’ al ritmo de olas que traían denuncias, en esta ocasión acusando a mi hijo Nicolás de la supuesta recepción de dinero procedente de bolsillos mafiosos y con destino a mi campaña presidencial, y que, según la denunciante, Day Vásquez, su exesposa, fueron apropiados por Nicolás con fines personales.
Esas denuncias no daban respiro, a la par de la negativa de los partidos con que habíamos sellado el pacto de gobernabilidad a tramitar sin obstáculos las reformas a la salud, pensional, laboral. Nuestra chalupa empezaba a hacer agua, y sin descanso teníamos que, balde en mano, obrar para que su peso no la hundiera. Nuestra capacidad para navegar con destreza en el río Colombia estaba a prueba; sin descanso, corríamos de proa a poca sacando agua, levantando impermeables para evitar que siguiera cayendo por galones en su interior.
En medio de ello, los debates suscitados en los consejos de ministros reflejaban sin miramientos las diferencias de concepción que teníamos con nuestros aliados en materia de salud, economía, educación, energía, entre los más sobresalientes, inmanejables cuando el rechazo al normal tránsito de las reformas fue evidente en el Congreso. La crisis ministerial tocó a la puerta y quienes representaban a liberales, de varios matices, así como conservadores, debieron salir.
Pero el aire tomado con su salida no fue suficiente para mantener nuestro rumbo hacia Puerto Salud. La chalupa encalló en los arenales del gran capital, que exigen diálogo –entendiendo por tal que las EPS, que es su negocio, no sean tocadas–; aguas poco profundas de las cuales se hizo más difícil salir ante la ausencia de Roy Barreras, alfil experimentado en componendas non sanctas, o poco santas, quien sufre su destitución por parte del Consejo de Estado. El componedor de entuertos, negociador de prebendas burocráticas que acallan voces y ganan falsas sonrisas, ya no seguiría en funciones, quedando el Congreso en una cuasiorfandad de liderazgo.
Poco habíamos avanzado en procura de un puerto seguro, cuando aparecieron nuevos arenales amontonados por la voz de un borracho y dolido ‘aliado’ que se queja por no recibir su debido pago en burocracia, y haber quedado arrinconado en una embajada con pocas posibilidades de ‘contraprestación’ por los 15 mil millones de pesos que dice haber logrado para la campaña presidencial. Fortalecidas por esta tormenta de alianzas y logros poco claros, que dejaban en entredicho nuestro triunfo electoral, las aguas del río Colombia empujaron con toda fuerza nuestra embarcación, como si de arroyos en Barranquilla se tratara. Era el costo más evidente que empezábamos a pagar por buscar y lograr votos a cualquier precio, sin guardar debida distancia de todos aquellos que enlodarían nuestra gestión con su afán por recibir prebendas de la administración gubernamental. ¡Nosotros, clientelistas! Con rémoras de este tipo y tamaño adheridas al casco de la embarcación, el remar no cumplía con su propósito, y no pasábamos de maniobrar para no hundirnos.
La sombra sobre nuestra ética nos afectaba, quitándonos aire y autoridad, llevando al gobierno del cambio, en breve tiempo, a tener que dedicar valiosas horas a defenderse. Es claro, y preocupante, que vamos perdiendo la opinión pública, y octubre –como fenómeno político-electoral– parece ahora anunciar que el espacio para una efectiva acción política será para nosotros cada vez más esquivo.
En esas condiciones, con nuestra humanidad disminuida en sus energías y con la embarcación casi quebrada, reforzada en algunas de sus partes por bejucos que nos dispensan algunos logros alcanzados en las conversaciones con el Eln, arribamos a Puerto Capitalino en junio, con la tarea de recuperar fuerzas y reparar nuestro transporte, y así poder salir de la defensiva, retomando el pulso país. Dos opciones volvemos a encarar: una, tradicional: propiciar un acuerdo país por arriba, de nuevo la gobernabilidad que asegure el trámite y la aprobación de las reformas sociales que le den piso y sentido a nuestro anunciado cambio, seguramente con su articulado mellado, de acuerdo a lo que demandan liberales y de la U, a cambio de burocracia; dos, la alterna y novedosa: lograr tal acuerdo por abajo, y con ello estimular, acompañar, alimentar un alzamiento país que arrincone a las fuerzas del capital como a sus voceros políticos, y haga de la democracia una realidad más allá de las palabras. De obrar así, haría realidad lo anunciado en los balconazos.
La disyuntiva nos obliga al abordaje de nuestra chalupa en breve tiempo y remar con prontitud y con todas las fuerzas, y así lo entendió Luis Fernando, quien ya consiguió avances en el primer escenario. Si logra redondear lo avanzado, con las manos de reconocidos artistas de la clientela del establecimiento, volveremos a pintar los ahora borrosos nombres que adornan nuestra chalupa por ambas caras de la proa, aunque la pintura usada para ello no sea impermeable.
- https://www.eldiplo.info/el-boga/
https://www.eldiplo.info/colombia-gobierno-gustavo-petro-el-boga-ii/
** Libros Garay y Espitia: Textos sobre tributación, desigualdad, 2023
Desigualdad y Reforma estructural tributaria en Colombia, 2020.
Dinámica de las desigualdades en Colombia. En torno a la economía política en los ámbitos socio-económico, tributario y territorial, 2019. Ediciones Desde Abajo.
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