La obra de Thomas Piketty “El capital en el siglo XXI” coloca de nuevo en el centro de los debates el tema de la desigualdad, condición social y económica inherente al sistema mundo capitalista. Si bien la existencia de ideales igualitarios y de tensiones sociales, animados por la necesidad de hacer realidad el principio de igualdad (social, política, económica, cultural), son fenómenos constantes en todas las épocas históricas caracterizadas por diferencias económicas y sociales más o menos amplias y rígidas, es a partir del siglo XVIII que el ideal adquiere una fuerza nueva, hasta hacerse parte, tras algunas décadas, de la estructura cultural global bajo el lema de la Revolución Francesa: «liberté, égalite, fraternité».
Raíces profundas y alimentadas
Colombia hace parte de los países que exhiben mayor desigualdad socioeconómica en el mundo. En relación con las brechas de ingreso, el país exhibe características estructurales y crónicas. En la década de 1960, el 40 por ciento más pobre de la población percibía solo 9,7 por ciento del ingreso nacional, en contraste, el 10 por ciento más rico se apropiaba de 49,7 (1); en el año 2010, el 40 por ciento más pobre ganó 2,3 puntos de participación en el total de los ingresos al apropiar el 12,0 por ciento; en el otro extremo, el 10 por ciento más rico disminuye su participación a 39,1 por ciento (2).
Si bien durante estos cincuenta años (1960-2010) la distribución del ingreso por grupos sociales registró una ligera mejoría, la equidad involucionó por la existencia de una mayor concentración de la propiedad, por la precarización del empleo, y producto de la implementación de políticas públicas que favorecen la triada: capital, asistencialismo y corrupción, De esta manera, en los últimos años los grupos sociales más pobres y la clase media pierden de nuevo participación en la apropiación del ingreso nacional (gráfico 1).
Este resultado no es casual. El modelo de desarrollo dominante en el país genera una alta concentración del ingreso y la riqueza. En contra de la ilusión de los constitucionalistas de 1991 –construir un orden económico justo, esto es, con base en la igualdad–, en estas dos últimas décadas observamos el fenómeno contrario. El índice de concentración del ingreso –Gini– muestra una tendencia creciente constante en el período postconstitucional, tomando un mayor ímpetu durante la última década (a medida que el índice se acerca al valor uno, la desigualdad es absoluta): hasta la década de 1980 su valor estuvo, en promedio, por debajo de 0,47; durante la década de 1990 aumentó a 0,49 y en el siglo XXI se trepa y mantiene por arriba de 0,50 (gráfico 2).
En paralelo al ingreso, la concentración de la propiedad rural es alarmante (gráfico 3). Tras tres reformas agrarias fallidas en el siglo XX, décadas de conflicto armado y políticas públicas que favorecen a los grandes propietarios, los índices de concentración de la tierra mantienen una tendencia creciente, hasta alcanzar hoy un valor Gini de 0,86, uno de los más altos del mundo (al agregar los predios de un mismo propietario el Gini ronda incluso el 0,90).
La concentración de la propiedad rural en Colombia aumentó en el periodo comprendido entre 2000 y 2010. En el 2000, el 75,7 por ciento de la tierra estaba en poder del 13,6 de los propietarios, mientras que para el 2010 estas cifras aumentaron a 77,6 por ciento y 13,7%, respectivamente (3).
No es casual, por tanto, que el problema de la propiedad y el acceso a la tierra constituya en la actualidad el centro de los debates políticos nacionales. El gobierno reconoce la gravedad de los problemas asociados a la tierra: i) Destierro y despojo; ii) Relaciones entre narcotráfico, paramilitarismo y concentración de la propiedad; iii) Complicidad de agentes del Estado; iv) Los efectos del cambio climático agravan la crisis agraria; v) relación entre cambios climáticos, catástrofes naturales e inseguridad alimentaria. Se estima en 6,6 millones de hectáreas la cifra del despojo del cual fueron víctimas los pobladores del campo por parte de los grupos violentos durante las dos últimas décadas.
Finalmente, el problema de la desigualdad estructural y crónica también registra un sesgo regional. Si bien el índice de pobreza por ingresos registra una evolución favorable para las familias colombianas, las desigualdades relativas al bienestar de los hogares en las regiones es abismal: actualmente, una de cada tres personas vive en condiciones de pobreza porque sus ingresos son insuficientes para adquirir la canasta básica familiar; en Bogotá es una de cada diez personas; y, en la Guajira y en el Chocó dos de cada tres personas padecen los rigores de la pobreza” (ver gráfico 4).
No obstante que el gasto social per cápita en Colombia creció con la exigibilidad de derechos determinada por la Constitución de 1991, actualmente registra un nivel inferior al promedio que invierten los países de América Latina y el Caribe. La cantidad de recursos por habitante que los Estados destinan a áreas sociales como educación, salud, seguridad y asistencia social, entre otras, en promedio es de USD 981 (dólares de 2005); la cifra del país representa 49 por ciento por debajo de este promedio, esto es, USD 500 (4).
En consecuencia, la reducción de la pobreza es producto, en mayor medida, del crecimiento económico y del esfuerzo laboral de las familias, no como reflejo redistributivo del gasto social en Colombia. En efecto, el porcentaje de contribución a la variación total de la pobreza es de 83 por ciento por crecimiento del PIB y mejoramiento en el ingreso laboral.
Ampliando la inversión social y con políticas públicas que quiebren la estructura de la desigualdad, el país tiene un gran potencial para impulsar el desarrollo social, alcanzar la justicia y hacer realidad los derechos humanos incluidos como norma en la Constitución de 1991.
- Adelman y Morris, 1973, ¿Quién se beneficia con el desarrollo económico?, México, FCE, p. 39
- Informe Ceoal, “Panorama Social de América Latina”, Santiago de Chile, 2011, p. 53.
- Universidad de los Andes-Cede: WLa persistencia de la concentración de la tierra en Colombia: ¿Qué pasó entre 2000 y 2010?” Notas de Política, N°9, agosto de 2011).
- Informe Cepal, “Panorama Social de América Latina”, Santiago de Chile, 2011, p. 53.
*Economista, investigador social, integrante del consejo de redacción Le Monde diplomatique.
Los discursos sobre la desigualdad
La desigualdad constituye un foco de reflexión permanente en la filosofía política moderna. J. J. Rosseau en el “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres” (1755), formula la línea argumental del debate al establecer que hay en la especie humana dos géneros de desigualdades: una, natural o física (diferencias de edad, estado de salud, fuerzas físicas y cualidades de la mente y el espíritu); otra, moral o política, porque depende de cierto tipo de convencionalismos, consiste en diferentes privilegios disfrutados por algunos en detrimentos de otros. En el siglo XIX Marx argumentó que la democracia sólo constituye un hecho de igualdad política, es decir, dentro de la estructura representativo- formal de las instituciones estatales en las que actúa el ciudadano; en la sociedad civil amplios conjuntos humanos sufren las desigualdades debidas al nacimiento, a la condición social, a la educación, a las ocupaciones o a la carencia de medios de producción. La estructura socioeconómica contradice a la estructura cultural y política; en consecuencia, las sociedades modernas intentan conciliar la igualdad de principio con la desigualdad de hecho. En diálogo con la teoría marxista de la explotación capitalista, a partir del siglo XX los teóricos de la igualdad intentan conceptualizar la naturaleza de estas injusticias socioeconómicas; entre estos sobresalen: la teoría de John Rawls, de la justicia como equidad en la elección de los principios que han de gobernar la distribución de los «bienes primarios»; la posición de Amartya Sen, según la cual la justicia exige asegurar que las personas tengan iguales «capacidades para funcionar»; la teoría de Ronald Dworkin en el sentido que lo requerido sería la «igualdad de recursos»; y el planteamiento de Nancy Frase quien señala que a pesar de las diferencias, tanto la injusticia socioeconómica como la injusticia cultural se encuentran ampliamente difundidas en las sociedades contemporáneas, ambas están arraigadas en procesos y prácticas que sistemáticamente ponen a unos grupos de personas en desventaja frente a otros; ambas, por lo tanto, deben ser remediadas simultáneamente, pues no hay reconocimiento sin redistribución. Las luchas sociales y los debates por y sobre la igualdad y la dignidad humana tomaron cuerpo al mediar el siglo XX en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los derechos humanos, al ser pautas normativas, éticas y jurídicas, de mayor grado de generalización a todas las formas de vida, componen la idea contemporánea de humanidad. Con ello, el grado de desarrollo cultural, económico, político y social de un país o una colectividad organizada y democrática se mide, en todo el universo de culturas y formas de vida que componen hoy por hoy la humanidad, por el rasero de la efectividad, grado de aceptación y garantía real y universal de los derechos humanos en la vida cotidiana, o, lo que es lo mismo, en la sociedad civil*. De este modo, la igualdad quedó unida a los derechos y a la dignidad humana. En consecuencia, la igualdad tiene que concebirse como concepto de valor material. Los derechos humanos no pueden separarse del ejercicio del derecho, de su positivización, garantía, goce efectivo y defensa por parte de todos los ciudadanos. Un derecho que sólo esté atribuido por una norma positiva y que no pueda ejercerse, practicarse o actuarse, no es derecho sino simple titularidad. Este es el caso particular de los derechos sociales, económicos, culturales y ambientales (Desca), tan reconocidos y desarrollados en las democracias contemporáneas. Por eso el principio de efectividad como idea se transmuta en el de efectividad como condición y situación, las que consisten en la necesidad de preparar de antemano las condiciones estructurales, institucionales, técnicas y financieras para que puedan ejercerse de manera efectiva los derechos atribuidos y reconocidos a todos los ciudadanos. En la actualidad, la idea según la cual los derechos humanos son un lujo sólo exigible a los Estados desarrollados no tiene vigencia como posición oficial, ni siquiera entre los Estados más ‘atrasados’. Los principios de Limburg, adoptados en Maastrich en 1986, afirman que la obligación de garantizar a todos los ciudadanos un nivel mínimo de subsistencia compromete a los Estados parte, con independencia de su grado de desarrollo económico. En consecuencia, los organismos de las Naciones Unidas, que tienen la responsabilidad de promover el pacto internacional de los Derechos Humanos, emprendieron la tarea de conceptualizar y materializar este enfoque mediante políticas públicas que generan sinergias entre las instituciones internacionales, los Estados, la sociedad civil y el sector empresarial. Con John Rawls el tema de la justicia está de nuevo en el centro de la filosofía política a inicios de la década de 1970. En “Teoría de la Justicia”, Rawls presenta los elementos para fundamentar una sociedad democrática entendida como un sistema equitativo de cooperación social a lo largo del tiempo. Se trata de un sistema comprehensivo cuyo sujeto son las instituciones que deben dilucidar y responder a aquello que nos debemos los unos a los otros por el hecho de vivir en sociedad: son los derechos que como comunidad debemos garantizar. La justicia, entonces, queda basada en la idea de una ciudadanía sensible y solidaria con los deberes de unos con los otros. Según el concepto de justicia de Rawls, cualquier desigualdad en el ámbito de los derechos no sólo es moralmente reprobable, sino también injusta, por lo que deben estructurarse las condiciones necesarias de tipo institucional, financieras, técnicas y participativas en su regulación y garantía universal. En el proceso de alcanzar la igualdad es necesario promover acciones para remover los obstáculos naturales y sociales que afectan a determinados grupos sociales. Lo justo es que la sociedad impida que las contingencias moralmente arbitrarias perjudiquen socialmente a los individuos. De manera pragmática, Amartya Sen en “La idea de Justicia” propone partir de casos concretos para llegar a una praxis de justicia más ligada a necesidades reales y menos dependiente de la adecuación de la realidad a teorías comprehensivas como la de Rawls. En esta dirección, la filosofía política debe promocionar un ideal factible que movilice la voluntad humana hacia una sociedad más justa.
* Herrera Flores, Joaquín, 1989, Los Derechos Humanos desde la Escuela de Budapest, Madrid, Editorial Tecnos, p. 51. |
La metodología. La estructura de la desigualdad
Las causalidades, efectos e interrelaciones que explican la desigualdad en una sociedad concreta son complejas, dinámicas y sistémicas. Para visualizar estos encadenamientos causales se aplicó la técnica de árbol de causas y efectos. En la estructura de las causas se identifican, por nivel de profundidad, tres categorías: causas intermedias, subyacentes y básicas o fundamentales. En general, el estilo de desarrollo, las estructuras de propiedad y poder, la participación del Estado en la afectación de la distribución y el volumen y orientación de la inversión social, la fortaleza y eficiencia de las instituciones, el nivel educativo y los ingresos laborales, el grado de organización y participación comunitaria, explican las estructuras, dinámicas e interrelaciones de los fenómenos articulados a la desigualdad. Los problemas de la distribución no son sólo económicos, también son políticos, sociales, institucionales y culturales (ver cuadro).
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