Mientras que la población de los países más industrializados con educación terciaria aumentaba del 22 al 33 por ciento (1), entre 2000 y 2012, los jóvenes de estas naciones veían como su tasa de desempleo duplicaba los promedios nacionales. En Europa, la desocupación juvenil supera el 30 por ciento, con casos tan aberrantes como los de España y Grecia con cifras del 57,3 y 58,4 respectivamente, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Y dado que en 2020 las proyecciones nos dicen que en el mundo habrá 1.300 millones de jóvenes entre 15 y 30 años en edad de trabajar, de los que el mercado tan sólo absorberá 300 millones, es obvio concluir que no es en el grado de escolaridad donde reside el problema del desempleo juvenil.
El recurso argumental para obviar lo que debería considerarse una paradoja (a mayor escolaridad mayor desempleo), se centra en un supuesto divorcio entre los conocimientos adquiridos en la instituciones de educación terciaria (fundamentalmente las denominadas universidades) y las “necesidades del mercado”, esquivando el hecho de que en la crisis actual no detectan ningún cuello de botella surgido de la escasez de algún tipo de fuerza de trabajo calificada. Y, ¿si aconteciera lo contrario, es decir, que la mercantilización de la educación superior produjera más “capital humano” del que requieren los capitalistas? ¿Es acaso descabellada la hipótesis que la “universidad moderna”, surgida del matrimonio entre ciencia y tecnología, está siendo superada por una realidad que la vuelve obsoleta?
La automatización creciente de la producción de bienes y servicios, y la consecuente eliminación de gran número de tareas rutinarias dio lugar a la eclosión de la idea de que hemos entrado en una era del conocimiento. Desde las posiciones más convencionales se habla de “sociedad del conocimiento”, y desde algunas visiones de la izquierda de “capitalismo cognitivo”, coincidiendo en que el nuevo eje estructurador de las relaciones sociales gira alrededor de la apropiación y uso de los saberes.
Ahora, más allá de la discusión sobre si la sociedad actual ha trocado su principio estructurante, lo cierto es que ha surgido un mercado de la información y del conocimiento, que obliga a pensar en las implicaciones de esa particular mercancía. Karl Polanyi (2) llama la atención sobre lo que ha significado para la humanidad la conversión por parte del capital de la tierra, el trabajo y el dinero en mercancías, que por su naturaleza no deberían ser tratadas como tales, y por tanto son en realidad “mercancías ficticias”, cuyos “mercados”, tarde que temprano, terminan generando fuerte disturbios sociales: ¿debemos, entonces, añadir a la trilogía de Polanyi el conocimiento como la cuarta mercancía ficticia?
¿Hacía una crítica de la economía política del conocimiento?
Una consideración crítica de la mercantilización del conocimiento obligaría mirarlo tanto en su estadio de la producción como en el de la distribución, circulación y consumo, y por tanto en el circuito de la valorización en el que está inscrito. Eso implica tener que preguntarse por los espacios donde esos procesos de valorización tienen lugar y si, por ejemplo, podemos considerar las universidades como las unidades centrales de producción de conocimiento. Es claro que se habla sin vacilación de “oferta” de profesionales, “producción” científica -en referencia a los artículos académicos- y de “capital humano”, pero que se presenta resistencia cuando asimilan, sin más, a la universidad como una “fábrica” de conocimientos. La dicotomía surge, sin lugar a dudas del carácter ficcional de la mercancía fuerza de trabajo, en el sentido que pese a que en términos legales lo que el trabajador vende son sus habilidades físicas y mentales, éstas están indisolublemente atadas a la persona, y sonaría chocante, y en muchos aspectos contradictorio, hablar de fábrica de trabajadores calificados. La universidad “produce”, entonces, conocimiento tácito o implícito en forma de fuerza de trabajo y conocimiento codificado materializado en texto, imagen o sonido, cuya dimensión mercantil tiene origen reciente.
Como ahora es aceptado, la ciencia moderna surge en un marco de referencia en el que la razón instrumental se muestra como una necesidad creciente. En palabras de Habermas: “A diferencia de las ciencias filosóficas de viejo cuño, las ciencias experimentales modernas vienen desarrollándose desde los días de Galileo en un marco metodológico de referencia que refleja el punto de vista trascendental de la posible disposición técnica. Las ciencias modernas generan por ello un saber, que por su forma (no por su intención subjetiva) es un saber técnicamente utilizable, si bien, en general, las oportunidades de aplicación se dieron posteriormente” (3). Y es precisamente esa “disposición técnica” la que condiciona la “producción” del conocimiento desde los inicios del siglo XIX, cuando surge la institucionalización de la educación terciaria con la ley napoleónica del 10 de mayo de 1806.
El predominio de los “conocimientos útiles” –también en lenguaje habermasiano–, es decir de aquellos que sirven ya sea a la aceleración del proceso de acumulación de capital o al aumento de la competitividad de los Estados más industrializados en su lucha geopolítica por la supremacía, han terminado definiendo las líneas principales de la creación de conocimiento en la modernidad. Esto marca, definitivamente, la distribución de los centros de generación de conocimientos científicos, concentrándolos en los países dominantes, e imposibilita una división del trabajo en ese sentido, pues a diferencia de los bienes, los países subordinados no tienen una materia prima de conocimientos endógenos –a semejanza de los recursos naturales– que sea indispensable para el proceso de acumulación de los países del Centro. La ciencia ha logrado su desarrollo sobre la base de las necesidades de la dominación que garantiza los procesos de reproducción ampliada del capital, y la frontera de ese conocimiento se mueve al ritmo de esas necesidades. La llamada ciencia de punta no es otra cosa que la respuesta a los problemas que surgen de ese entorno.
La esfera de la circulación del conocimiento científico también se manifiesta en forma de fuerza de trabajo calificada o de conocimiento codificado en forma textual, visual o sónica. El flujo, en lo esencial, tal y como sucede con las manufacturas, discurre Norte-Sur, y tiene como propósito reproducir en la periferia aquellos saberes necesarios para poder hacer uso sistemático de los bienes, servicios y costumbres que al ser importados y consumidos en las áreas marginales cierran el circuito de su valorización.
Sociedades jerarquizadas, conocimientos discriminantes
Educación terciaria no es lo mismo que educación superior, aclara la Unesco en su informe “Hacía las sociedades del conocimiento”, y remarca que los países de la periferia están corriendo el riesgo de caer en la confusión (4), al no entender que la educación superior está caracterizada por la investigación, y por tanto, por la generación de conocimiento nuevo. Esto, ha dado lugar en los países marginales a una carrera de gran ritmo por intentar emular a las universidades del centro capitalista, bajo la creencia que la producción de conocimiento de punta es un asunto de capacidad, independientemente del medio donde se encuentre el académico. Es claro que una disciplina como la física, por ejemplo, requiere de infraestructura sofisticada para la experimentación, buena parte de la cual no está al alcance de las instituciones de las naciones no industrializadas. Pero, además, queda el asunto de la emergencia de los problemas a resolver, que como arriba fue señalado surge de entornos determinados. Aparece, claro está, la llamada investigación “blanda” o aplicada, que no es otra cosa que la adaptación de conocimientos y tecnologías venidas del Centro a las realidades locales, y que terminan remarcando la relación de subordinación del Sur.
Las llamadas universidades de rango mundial son un asunto exclusivo de los países dominantes (5), no por miopía, o por falta de capacidades cognitivas de los nativos de las periferias, sino como consecuencia de la estructura misma de las relaciones de subordinación mundial. Pero, la jerarquización no se detiene en la división entre países productores de “conocimientos útiles” y países replicadores de los mismos, sino que los grados de complejidad de los saberes también se distribuyen asimétricamente al interior de las naciones, tanto del centro como de los márgenes.
La distinción básica entre conocimientos descriptivos (sobre hechos e informaciones), conocimientos de procedimientos (o acerca del cómo) y los explicativos (o sobre el por qué), es un principio de jerarquización institucional desde el momento mismo que se convierte en la marca de un determinado centro de enseñanza. La creciente importancia de las llamadas universidades empresariales (conocidas como corporate universities, por su denominación en inglés), creadas para capacitar los trabajadores de una empresa en particular, de seguir su ritmo de crecimiento actual, pueden llegar a superar a las instituciones tradicionales. En estos casos de lo que se trata es de desarrollar unas habilidades específicas, en las que actividades como las de investigación no figuran en las expectativas.
Estas instituciones hacen parte de la “educación para el trabajo”, que en su rama formalizada está constituida por los llamados institutos universitarios, que haciendo parte de la educación terciaria institucionalizada, se dedican en un tiempo menor al de los programas profesionales a capacitar en un área específica de la tecnología. Sin embargo, existe una fuerte presión para relajar aún más los requisitos de este segmento educativo que, inscrito en los principios de servir directamente la flexibilidad laboral, pretende atender de una forma aún más expedita la formación en competencias cada vez más simplificadas.
En Colombia, la Asociación Nacional de Instituciones de Educación para el Trabajo y el Desarrollo Humano Asenoft, impulsa un proyecto de ley en el Congreso (Proyecto de ley 139 de 2013, “Educación y formación profesional”) en el que citan la definición que la Organización de estados iberoamericanos para la ciencia y la cultura (OEI) da del tipo de educación que dicha ley promueve: “conjunto de modalidades de aprendizaje sistematizado que tienen como objetivo la formación socio-laboral, para y en el trabajo, involucrando desde el nivel de cualificación de introducción al mundo del trabajo hasta el de alta especialización. Esta modalidad educativa está conformada por instituciones diversas, públicas y/o privadas, que especializan su oferta formativa en campos de formación integral, integradora y permanente y que focalizan sus acciones por población objetivo y/o por saberes profesionales a impartir. La Educación y Formación Profesional está compuesta por procesos de enseñanza-aprendizaje de carácter continuo y permanente integrados por acciones técnico-pedagógicas destinadas a proporcionar a las personas oportunidades de crecimiento personal, laboral y comunitario brindándoles educación y capacitación socio-laboral.”
La ley busca impulsar la creación de un número importante de instituciones que funcionen en consonancia directa con los intereses empresariales, y sean caja de resonancia de las necesidades del capital. Llama la atención que retomen otro de los caballitos de batalla de la supuesta emergencia de una “sociedad del conocimiento”: la formación permanente, originada en la hipótesis de que los cambios en el conocer y el hacer son de tal magnitud y velocidad, que la escolarización deja de ser un asunto de cierta edad para volverse transversal a todas las etapas del vida. De este hecho, el de la velocidad y magnitud del cambio, que no debe negarse, no puede deducirse que surja como exigencia una escolarización permanente, como si para la adquisición de cualquier conocimiento nuevo fuera necesario recurrir a un tercero, con rol de profesor. Acaso, luego que se supera un determinado umbral de los saberes ¿no dependemos cada vez más de nosotros mismos?
No es necesario pertenecer a la escuela de la sospecha para entender que las justificaciones de una educación permanente, distribuida en micro-ciclos a lo largo de toda la vida, está basada en el presupuesto de la dependencia temporal de saberes desechables y en la llamada “macdonalización” (6) de la educación terciaria que busca ajustar la mayoría de estas instituciones al servicio de las actuales condiciones del trabajo precarizado. George Ritzer, señala en la introducción del capítulo cuarto de su libro que “La mcdonalización implica poner el acento en elementos que se puedan calcular, contar, cuantificar. Esto no quiere decir otra cosa que la aceptación de la tendencia a utilizar la cantidad como medida de calidad, lo que conduce a creer que la calidad es equiparable por lo general (no siempre) a la cantidad”. La generalización, entonces, en la vida académica de la cienciometria, y en particular de la rama de ésta conocida como bibliometria parece señalar que la educación terciaria ha entrado en pleno en esa etapa.
Que el impacto de un autor se mida por el número de citas que de él hacen sus colegas ha llevado, como es conocido, a que se creen círculos de compromisarios del “yo te cito” y “tú me citas”, convertido en el sistema garante de figurar como académico de alta calidad. El crecimiento del plagio en las publicaciones científicas, otro de los males impulsado por la necesidad de mostrar “productividad”, empezó a ser mirado con preocupación, luego de la seguidilla de denuncias a personajes públicos que habían plagiado sus trabajos académicos. La serie comenzó en 2011 con el Ministro de Defensa de Alemania que tuvo que ser retirado de su cargo porque se comprobó que había hecho copia textual de apartes para su tesis de doctorado. En 2012, Pál Schmitt, presidente de Hungría de la época, también tuvo que renunciar por la misma razón, pues en 1992, año de su doctorado, no sólo no tenía constancia de notas de sus asignaturas, sino que había plagiado la tesis de grado. Y en 2013 tuvo lugar el caso más emblemático pues la mismísima Ministra de Educación de Alemania, Annette Schavan, tuvo que renunciar pues se probó que la tesis de doctorado presentada en 1980 por ella no era de su autoría.
Con esto no se pretenden negar los resultados de la ciencia ni la importancia de su divulgación, sino llamar la atención sobre como el reduccionismo y el traslado acrítico a la academia de conceptos como “productividad” u “obsolescencia”, asociados a la bibliometria, y usados para la promoción o el castigo, introducen sesgo moral en los resultados académicos y desdibujan un sector que en algún momento se caracterizó por el rigor y la sanción positiva debida al reconocimiento unánime de los colegas.
La polarización de la institucionalidad académica corre pareja con la polarización social pues, de un lado, es evidente la concentración y centralización de la creación y reproducción del conocimiento más complejo en pocos países y centros académicos, mientras del otro, se precariza y aligera la transmisión de conocimientos no sólo más simples, sino de valor temporal en los países y los grupos marginales. Desconectar nuevamente la institucionalidad académica de la generación y tratamiento casi exclusivo de “conocimientos útiles” es una tarea necesaria de la liberación de las lógicas capitalistas, es decir, que es necesario retomar la academia para el pensamiento crítico y reposado que tiene como meta seguir entendiendo nuestro papel en el mundo para transformarlo en búsqueda de la autonomía y la armonía con los demás.
Des-instrumentalizar los saberes
Sobre el papel destacado de la ciencia y la tecnología, tanto en el imaginario como en la realidad de las sociedades capitalistas, no hay duda. Ahora, si ese hecho es el que define en el capitalismo tardío la forma de las relaciones sociales, y por tanto determina las condiciones del contrato entre capitalistas y trabajadores, es algo en disputa entre quienes sostienen que nos encontramos en un capitalismo cognitivo y quienes consideran que el trabajo, no porque muestre ahora un mayor gasto mental que en el pasado, deja de ser la fuerza central para ceder esa posición a la ciencia y la técnica que, según los primeros, serían “una fuente independiente de plusvalía (7), como si los resultados del conocer materializados en un código cualquiera no fueran igualmente resultado del trabajo humano. Pero, independientemente de la posición que se tenga al respecto, lo que importa es que el sometimiento de la ciencia al capital, y por tanto de los trabajadores del conocimiento (cognitariado, según algunos), comienza a convertirse en un problema para el desarrollo mismo de las disciplinas. Al interior del pensamiento liberal, un pedagogo como el norteamericano Robert Maynard Hutchins, en su obra La universidad de la utopía, critica de forma acerba, ya a principios de la segunda mitad del siglo XX, la instrumentalización de la educación en general, y de la educación terciaria en particular, en una muestra que no se trata tan sólo de un asunto de resentidos “enemigos del progreso”.
El asunto no consiste en divorciar, nuevamente, por principio, la ciencia de la técnica, pero sí propiciar reflexiones no instrumentales en un rescate de lo lúdico y auto-formador del conocer. En ese sentido, “El redescubrimiento democrático del trabajo se erige en condición sine qua non de la reconstrucción de la economía como forma de sociabilidad democrática” (8), en el entendido que el concepto de trabajo comprende todo el conjunto de acciones que nos permite metabolizar con la naturaleza de una forma armónica y en interacción con nuestros semejantes en condiciones de igualdad.
Más que de una “sociedad del aprendizaje”, el mundo necesita de una “sociedad de la reflexión”, en la que sea posible evaluar el acumulado de conocimientos y garantizar su distribución universal sin restricción alguna. Esfuerzos como los de la Biblioteca de Acceso a la Literatura Científica (PloS), o sacrificios como los del joven Aaron Swartz, muerto en extrañas circunstancias, cuando luchaba contra los abusos de la mercantilización de los artículos científicos, son prueba de que ya muchos estiman que el acceso universal al conocer, pasa por su des-mercantilización. La universidad para un mundo más amable debe ser abierta, plural, rigurosa, crítica y lúdica, por eso estamos en la obligación de reinventarla.
1 “Panorama de la Educación, Indicadores de la Ocde 2014”, informe español, Madrid, 2014.
2 En el ya clásico texto “La gran transformación: los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo”, Polanyi explica el papel de esas tres mercancías en las crisis recurrentes del capital
3 Habermas Jürgen, Ciencia y técnica como ideología, editorial Rei, México, p. 79, 1996.
4 “La confusión semántica entre “enseñanza superior” y “enseñanza terciaria” puede tener graves consecuencias en muchos países en desarrollo que, debido a una forma de división del trabajo internacional, corren el riesgo de limitarse a promover una enseñanza de tipo terciario en la creencia que están promoviendo una enseñanza superior.” Unesco, “Hacía las sociedades del conocimiento”, p. 104, 2005.
5 “Sólo un número reducido de universidades de vanguardia en un número vanguardia en un número restringido de países puede pretender a la condición de “universidad de rango mundial” (world-class university). La mayoría de los centros de enseñanza superior procura ante todo consolidar su especificidad e incrementar su atractivo para captar a una clientela muy específica”. Ibid, p. 100
6 El término macdonalización fue acuñado por el sociólogo norteamericano George Ritzer en su libro La macdonalización de la sociedad (editado en español por Ariel en 1996)
7 “[…] no tiene sentido computar las aportaciones al capital debidas a las inversiones en investigación y desarrollo, sobre la base del valor de la fuerza de trabajo no cualificada (simple) sí, como es el caso, el progreso técnico y científico se ha convertido en una fuente independiente de plusvalía frente a la fuente de plusvalía que es la única que Marx toma en consideración: la fuerza de trabajo de los productores inmediatos tiene cada vez menos importancia” Habermas, op. cit, p. 87
8 Boaventura De Sousa Santos. La caída del Angelus Novus: Ensayos para una nueva teoría social, Colección En Clave de Sur. ILSA, Bogotá, Colombia, p. 293, enero de 2003.
*Economista, integrante del consejo de redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.