La Conferencia de las Naciones Unidas Sobre Comercio y Desarrollo (Unctad, por sus siglas en inglés), en su último informe anual “Sobre las inversiones en el mundo”, da cuenta del descenso, por segundo año consecutivo –2013 y 2014–, de la inversión extranjera directa (IED) en Suramérica, confirmando el fin de un ciclo iniciado en 2003, que alcanzó su pico máximo en 2012 con un monto de 140 mil millones de dólares. De Colombia, el mismo informe resalta la reducción de 21 por ciento en la IED en las industrias extractivas, evidenciando que las expectativas del capital internacional sobre el subsuelo del país entraron en fase de agotamiento.
La descolgada de los precios del petróleo, a partir de junio del año pasado, marcó el cierre de un ciclo de valores elevados de las materias primas, que incluso en la etapa post-crisis alcanzó altos escalones a partir de 2011. Algunos países están compensando el descenso de los precios con aumentos en los quantum de las exportaciones; y Colombia no ha sido la excepción: entre 2012 y 2014 las exportaciones de petróleo descendieron 8,34 por ciento en términos de valor, aunque las cantidades vendidas al exterior aumentaron 11 por ciento, en un proceso de mayor transferencia física de riqueza, del que poco se habla. Lo peor, en el caso de la economía nacional, es que ese esfuerzo de tratar de compensar la baja del precio con aumentos en las cantidades exportadas se hace, para el caso del petróleo, con un producto cuyas reservas son significativamente reducidas, pues, sobre la base de los consumos actuales, las existencias probadas alcanzarían para escasos ocho años.
Tratando de subsanar esta realidad, el gobierno de Santos presentó el 26 de junio el Plan de impulso a la productividad y el empleo minero energético, en el que las estrategias centrales son una flexibilización aún mayor de las clausulas contractuales para exploración y explotación, como si los magros resultados en el descubrimiento de nuevas fuentes obedecieran a rigideces en las formas de contratación. Es evidente, que luego de Caño Limón y Cusiana, las posibilidades de hallazgos importantes en el país son muy bajas. Apostarle a las exploraciones costa afuera, y a los hidrocarburos de esquisto, en las condiciones de precios actuales, parece un reflejo condicionado en el que juega más la esperanza de un azar venturoso que una prospectiva racional.
Dependiendo de lo que no se tiene
Desde sus mismos orígenes, uno de los principales rasgos del país descansa en su carácter marginal en el tráfico mercantil mundial (1). Su caracterización de “periferia secundaria” remarca ya sea el escaso peso que los bienes comercializables colombianos han tenido para los países del centro capitalista, o su limitada importancia estratégica. Sin embargo, para Colombia, el sector externo ha sido crucial, hasta el punto que su ciclo económico ha dependido casi en exclusivo del comportamiento de las exportaciones (2). El oro, durante el siglo XIX –pese a que las reservas del metal nunca han sido de grandes dimensiones–, fue el soporte económico de la época, apoyado temporalmente por las breves bonanzas de las ventas externas de tabaco, quina y añil, sucedidas unas a otras en el tiempo, en procesos de producción-especulación según la definición de José Antonio Ocampo. A finales del siglo XIX, el café, un producto que ya desde la década de los setenta de ese siglo había tenido cierto peso en el sector externo, reemplaza al oro como eje articulador de su economía, para constituirse durante un siglo (1890-1990) en el producto que marcó los ritmos de la acumulación.
La producción meramente extractiva, tal el caso de la minería, la explotación de combustibles fósiles o la silvicultura, ha tenido en el país dos etapas que ilustran el carácter puramente especulativo de las élites (4), y que pueden considerarse análogas en muchos aspectos. Si nos limitamos a la época republicana del país, podemos considerar como la primera etapa extractiva al período que va de 1819 hasta 1890, en la que el oro –junto con la quina y el añil, por breves períodos– fue el producto dominante; y la segunda, con el petróleo como eje –acompañado del carbón y el ferroniquel– desde 1992 hasta hoy. En ambos casos, la nación depende de un producto del que posee pocas reservas, lo que se traduce en incertidumbres económicas marcadas y en fluctuaciones fuertes del ciclo.
Los mayores problemas que afrontan las economías extractivas, en una mirada general, son quizá la volatilidad de los precios, y la socorrida “enfermedad holandesa”. El comportamiento de los precios del petróleo en la última década, no deja dudas que la variabilidad de los precios de las materias primas no es un asunto mítico y que el peso de las expectativas en el mercado de ese tipo de productos, debidas en no poca medida a la importancia histórica de la geopolítica en la apropiación y el tráfico de esa clase de materiales, es altamente significativo. A eso debemos sumar la importancia reciente de los llamados mercados de futuros, y la inclusión de los bienes primarios como activos en las carteras de inversión, que le han sumado aún más incertidumbre a la tradicional inestabilidad de los mercados de materias básicas.
La vulnerabilidad fiscal es uno de los asuntos más espinosos para los países dependientes de recursos naturales. En el último Marco Fiscal de mediano plazo del Ministerio de Hacienda y Crédito Público, el gobierno central estima que un incremento de US$ 1 dólar en el precio de referencia Brent generaría ingresos para la nación por cerca de 530 mil millones de pesos en 2016. A su vez calcula que al finalizar 2015 las exportaciones de productos tradicionales pueden caer cerca de 34 por ciento en el año, es decir, una reducción de US$ 13.000 millones en las ventas al exterior, y en consecuencia un aumento del déficit en la cuenta corriente que lo ubicaría en 5,6% respecto del PIB.
La desindustrialización acusada por el país en el cuarto de siglo que lleva aplicando ferreamente las políticas ultra-liberales parece, sin embargo, de causalidad inversa a lo que señalan los libros de texto. Es decir, no nos hemos desindustrializado por un súbito descubrimiento de riquezas naturales que nos condujeron a dejar de lado la producción nacional manufacturera, sino que las medidas aperturistas buscaron dejar en desventaja la producción nacional industrial para eliminar “sectores ineficientes” y ajustarnos, de esa manera, a una división del trabajo guiada por las llamadas ventajas comparativas. En otras palabras, el vuelco hacía la dependencia de productos primarios del subsuelo fue una política consciente, debida a la obsecuencia de nuestros gobernantes con los dictados internacionales, y no una necesidad impuesta por las características de la dotación natural de nuestra geografía, como podría argumentarse en el caso de Venezuela, con el petróleo, o de Chile con el cobre, en gracia a la existencia de reservas de gran volumen de algún recurso comercializable del subsuelo. En ese sentido, el lema del gobierno de César Gaviria en 1990, “Bienvenidos al futuro”, hito fundante del neoliberalismo como marco de referencia de las políticas públicas nacionales, quedó convertido en la realidad en un “Bienvenidos al vacío”, si nos atenemos a la acentuación de los ciclos y la mayor profundidad de las etapas depresivas o de estancamiento.
El fin del “siglo cafetero” y el inalcanzable modelo nuevo
Los cien años que van de 1890 a 1990, y que pueden considerarse un macro-ciclo de largo plazo, en lo que respecta al marco general de la política económica, no fueron ajenos a las bonanzas y depresiones propias del comportamiento del capital. Sin embargo, la incertidumbre y la profundidad de las alteraciones pueden calificarse de moderadas si las comparamos con los ciclos posteriores a 1990. La existencia de la Federación Nacional de Cafeteros, como entidad descentralizada pero dependiente en últimas del Estado, le permitió a las élites regular los efectos de las perturbaciones derivadas de los cambios en los precios internacionales ajustando, por ejemplo, la demanda agregada, a través de un precio interno del grano, que en alguna medida era independizado de las coyunturas del mercado externo impulsando cierta estabilidad en los determinantes del consumo. La política económica se limitó siempre a medidas contracíclicas, que acabaron creando una cultura reactiva que hasta hoy se conserva y que acentúa aún más los rasgos profundamente conservadores del sistema. Dinamizar e innovar no ha sido parte del acervo mental de los grupos dominantes. El grado de estabilidad formal alcanzado a lo largo del siglo XX, y del que tan orgullosas se muestran las clases dirigentes, no hubiera sido posible sin ese marco macroeconómico inspirado en el principio de la contención y en la aversión al cambio.
La ruptura iniciada en los noventa del siglo pasado, está atravesada por la fuerte crisis social agravada por la intensificación de la llamada lucha contra las drogas ilegales, constituidas desde los ochenta en un complemento nada desdeñable del sistema económico. La exportación de drogas sicotrópicas irrigó de liquidez al país, y si bien terminó afectando el precio del suelo tanto urbano como rural, en una espiral al alza que continúa hasta hoy, no es menos cierto que a través del contrabando de bienes finales, utilizado para el blanqueo de capitales, se dio un proceso de contención de los precios de ciertos productos básicos como fue el caso del vestuario, el calzado y los electrodomésticos, que impidió la exacerbación de los ánimos sociales, suceso que puede tener relación con algunos procesos de desindustrialización, que de probarse su correlación positiva, nos indicaría la existencia de un fenómeno de “enfermedad holandesa”. En otras palabras, es probable que la exportación de sustancias psicoactivas como la cocaína tengan un peso mayor en la explicación de la “desindustrialización temprana” sufrida por el país, que explotaciones petroleras como Caño Limón, que empezó a producir a finales de 1985 y alcanzó su pico máximo de producción en 1992.
La generación de rentas mineras, como se sabe, son poco intensivas en trabajo, lo que hace que su impacto en variables como la generación de empleo o la productividad, sean de poca importancia. Ese hecho, y el peso creciente de los servicios tanto en el producto nacional como en la ocupación de los colombianos (4), explican que mientras la productividad del país entre 1950 y 1980 creció a una tasa promedio de 2,4 por ciento, luego del proceso aperturista ese promedio a duras penas bordee el 0,5 anual (5).
Otro efecto del “salto al vacío”, pero muy poco integrado en los análisis, es la expulsión de colombianos, que si es tratada al interior de las lógicas economicistas del capital podría calificarse como “exportación de fuerza de trabajo”. Entre 1996 y 2006 la emigración neta de connacionales alcanzó la cifra de 2,1 millones de personas (6). Las cifras del censo del 2005 estimaron en 3.378.345 el número de colombianos residenciados en el exterior, y las proyecciones de la cancillería calculan que en la actualidad esa cifra ha ascendido a 4 millones setecientos mil. El censo del 2010 en los EE.UU contabilizó 908.734 colombianos viviendo en ese país, en contraste con los poco más de 470 mil que fueron contados en el 2000. Las remesas son el reflejo económico de esta particular “exportación”, duplicándose sus flujos entre 1996 y 2000, período en el que pasaron de US$ 800 millones de dólares a un valor cercano a los 1.600. En el 2014, el Banco de la República estimó en US$ 4.093 millones de dólares el valor de las remesas, que representan 1,65 veces el de las exportaciones cafeteras; 6,4 veces las de ferroníquel; el 60 por ciento de las de carbón y el 14 por ciento del valor de las exportaciones petroleras. En otras palabras, el valor de lo repatriado por la venta en el exterior de fuerza de trabajo, es en la actualidad el tercer flujo de ingresos de divisas del país (Gráfico 1).
El peso creciente del petróleo en las ventas externas ya supera el 50 por ciento, tal y como puede observarse en el gráfico. Ahora bien, si sumamos el conjunto de las exportaciones tradicionales, éstas dieron un salto significativo en la etapa post-crisis hasta alcanzar en la actualidad el 70 por ciento de las ventas totales (ver el diagrama de barras), mostrando que la diversificación exportadora, y por tanto la reducción de los riesgos cambiarios ha, sido un fracaso (Gráfico 2).
La desnacionalización del patrimonio económico sufrida en el último cuarto de siglo también dio lugar a una cada vez mayor fuga de riqueza representada en valores monetarios. Las remesas crecientes hacía el exterior por pago de utilidades a las empresas apropiadas por el capital internacional –registradas en los egresos por renta factorial– son en la actualidad un monto decisivo en la generación del déficit en cuenta corriente. Los giros al exterior por ese rubro que en 1994 sumaban cerca de 2 mil millones de dólares, en 2014 fueron poco menos de 13 mil millones, de los que aproximadamente el 75 por ciento fueron utilidades del capital extranjero. Los mismos técnicos del Banco de la República llaman la atención sobre lo que significa que muchas empresas que producen bienes no comercializables estén en manos foráneas: “varias empresas con participación extranjera en sectores diferentes a minería, petróleo y manufacturas, no generan mayores ingresos externos por exportaciones, pero sí egresos por concepto de giro de utilidades e importaciones de bienes y servicios, lo que puede afectar el balance de las cuentas externas del país (7)”. Llama la atención, que una cifra como ésta, pese a su significado para quienes se oponen a las desnacionalizaciones, sea poco esgrimida como uno de los efectos más nefastos de la ideología ultra-liberal.
Los subsidios en acción y la ideología de la reacción
En el último año de la década de los noventa del siglo pasado, como corolario de la apertura, el país vivió una de las crisis más graves de su historia, con una fuerte contracción del producto nacional. Las tasas de desempleo que a mediados de los noventa giraron alrededor del 8 por ciento, se dispararon, y alcanzaron su pico máximo en 2000 con 21 por ciento de desocupados, viéndose forzado el Estado a implementar un plan de subsidios a través de lo que fue conocido como Red de Apoyo Social (RAS) que, entre otras cosas, era parte de los objetivos del plan Colombia.
El plan de subsidios se materializó en lo que desde el 2000 es conocido como Programa Familias en Acción (PFA), que consiste en un auxilio directo en dinero, dentro de los principios de las llamadas transferencias monetarias condicionadas. Los requisitos centrales que deben cumplir los beneficiarios son tener hijos menores de 18 años que estén escolarizados, y que las familias favorecidas se comprometan a asistir a los controles de crecimiento y desarrollo de los menores que estén en el rango de cero a seis años. El subsidio que cobijó inicialmente a familias rurales localizadas en municipios de menos de 100 mil habitantes, fue extendido en 2007 a las áreas urbanas de esos municipios, y en 2013 fue ampliado a todo el país. El programa, pensado de manera inicial para tres años, con un presupuesto total de US$ 336 millones de dólares, completa ya quince años, con cerca de tres millones de beneficiarios y un presupuesto que supera el billón de pesos al año.
La dependencia política que surge de un subsidio de ese tipo tiene como causa no provenir de un derecho sino de una concesión condicionada, recibida como si de un favor se tratara. El uso político del subsidio no deja dudas; en 2010, cuando Juan Manuel Santos fue elegido por primera vez, el portal “La silla vacía” mostró la correlación directa entre la penetración regional de la transferencia y las mayores votaciones por el ganador, el candidato oficialista. En esa misma contienda electoral el rival más fuerte de Santos, Antanas Mockus, fue obligado a firmar ante notario la promesa de que, en caso de ganar, no desmontaría Familias en Acción.
Un cuarto de siglo, en tiempo histórico, es un breve lapso, sin embargo, una mirada a las promesas de “modernización” con las que se justificó el llamado proceso aperturista, nos muestran un panorama sombrío. La economía no encuentra una forma de integración estable en un mundo ahora multipolar, pese a lo cual el monroísmo extremo de nuestras clases dirigentes sigue colocando por encima de los intereses materiales sus prejuicios ideológicos: si se excluyen las exportaciones tradicionales más las flores y el banano, los principales destinos de las ventas externas del país son Ecuador y Venezuela, países agredidos frecuentemente por representantes del gobierno y el periodismo oficialista. De otro lado, la academia asume un tono complaciente frente a hechos como ser el segundo país con más desplazados en el mundo, ocupar el puesto doce en desigualdad entre 168 naciones y el tercer lugar en América Latina según Onu-Habitat, además, de ser el que tiene la mayor tasa de desempleo de la región. Pese a eso, la ortodoxia económica no sólo se mantiene sino que se auto-elogia y frente a los pocos problemas que reconoce, concluye que lo que falta es aún más ultra-liberalismo.
En este marco, los ajustes severos adicionales a los que será sometida la población colombiana en el futuro próximo, como consecuencia de la aguda contracción que padece el sector externo, auguran un escenario de fuerte conflictividad social. Razón de más para oponerse al uso del término post-conflicto cuando se alude a la etapa que debe seguir a la firma de un posible acuerdo para el cese del enfrentamiento armado entre la insurgencia y el Gobierno, pues el bienvenido fin de los disparos no es el de las contradicciones sociales que los alimentaron.
Ante esta realidad histórica y presente, ¿estarán buscando las elites en la altillanura una alternativa en la agricultura de gran escala, ante los magros resultados de la explotación del subsuelo? ¿Serán la soja transgénica y los agrocombustibles la nueva apuesta?
Como en la etapa pre-cafetera, las élites confían en su suerte, y en que el azar les deparará una carta ganadora. No obstante, también es claro que los movimientos sociales están en condiciones de entender que la autonomía económica es posible, y que la soberanía alimentaria, y una valoración multidimensional de los recursos de todo tipo, que trascienda su reducción a simples mercancías, es un buen principio para empezar a entender que de verdad un mundo mejor es posible.
1 “Según un autor de la época, el valor de las exportaciones por habitante del Virreinato de la Nueva Granada era sólo de $1.75, el cual se comparaba muy desfavorablemente con los $6.25 para Venezuela, $8.5 para Estados Unidos, $17.5 para Cuba, $40 para Jamaica y $133.3 para Haití, antes de la revolución. (José Antonio Ocampo, Colombia y la Economía Mundial 1830-1910, Siglo XXI editores y Fedesarrollo, 1984, P. 25)
2 “Característica común a las economías exportadoras latinoamericanas, que se mantiene a lo largo del siglo veinte, es la estrecha vulnerabilidad del fisco al ciclo del comercio exterior. Una caída o una alza violenta en los ingresos por exportaciones que,con rezagos se manifiesta en la capacidad exportadora y en la balanza de pagos, afecta los ingresos fiscales ”crea presupuestos inflacionarios”, incrementa la deuda pública y genera consiguientes presiones políticas que casi siempre desembocan en conflicto y, alimentan la inestabilidad institucional.” (Marco Palacios, El café en Colombia 1850-1970: una historia económica, social y política, El colegio de México/Áncora editores, 1983, P. 57-58)
3 “El oro sirvió de base y tres productos se sustituyeron como el “motor del crecimiento”: el tabaco, las quinas y el café. La trayectoria exportadora muestra una serie quebrada en que movimientos coyunturales muy fuertes provocaban una crisis ininterrumpida y motivaban conductas empresariales que se fijaban objetivos especulativos de corto plazo más que metas de inversión productiva de largo plazo.” (Ibíd, p. 42)
4 En 1990 se da el punto de igualación entre el PIB industrial y el de servicios, en la actualidad la relación Servicios·/PIB total es cercana al 58%, mientras que la de la industria es cercana al 12% (ver el estudio de Anif, La desindustrialización en Colombia, análisis cuantitativo de sus determinantes).
5 Ocampo Gaviria José Antonio (compilador), Historia económica de Colombia, Planeta Y Fedesarrollo, Bogotá, 2007. (El capítulo VIII, La búsqueda, larga e inconclusa de un nuevo modelo (1981-2006), es ilustrativo de lo que en algunos aspectos importantes fue el efecto de la llamada Apertura económica)
6 Centro de Estudios Monetarios latinoamericanos, Remesas Internacionales en Colombia, BID, México, 2007.
7 Garavito Aarón, et al., Inversión extranjera directa en Colombia: evolución reciente y marco normativo, Borradores de Economía Nº 713, Banco de la República, 2012, pp. 37-38.
*Economista, integrante del Consejo de redacción, Le Monde diplomatique, edición Colombia