Home Ediciones Anteriores Edición impresa Nº 107 El derecho contra las privatizaciones: Una constitución de los bienes comunes

El derecho contra las privatizaciones: Una constitución de los bienes comunes

 

¿Cómo proteger la propiedad colectiva en un momento en que los gobiernos se deshacen de los servicios públicos y dilapidan los recursos naturales que heredaron, por ejemplo, para ‘equilibrar’ su presupuesto? Forjada en el mundo anglosajón, y desarrollada en países con Estados poco centralizados como Italia, la noción de “bienes comunes” propone superar la antinomia entre propiedad pública y propiedad privada.

Cuando el Estado privatiza una vía de ferrocarril, una línea de transporte aéreo o un hospital; cuando cede la distribución de agua potable o vende universidades, expropia a la comunidad de una parte de sus bienes. Es una expropiación simétrica que realiza sobre la propiedad privada cuando desea construir un camino o alguna otra obra pública. En un proceso de privatización, el gobierno vende algo que no le pertenece sino que pertenece proporcionalmente a cada uno de los miembros de la comunidad, de la misma manera que, cuando se apropia de un campo para construir una autopista, adquiere mediante la coerción una propiedad que no es suya.

Por tanto, toda privatización decidida por la autoridad pública –representada por el gobierno de turno– priva a cada ciudadano de su cuota del bien común, exactamente como en el caso de una expropiación de un bien privado. Pero con una diferencia importante: la tradición constitucional liberal protege al propietario privado del Estado constructor, instituyendo la indemnización por expropiación, mientras que ninguna disposición jurídica –y menos aún constitucional– ofrece protección alguna del Estado neoliberal cuando éste traslada al sector privado los bienes de la colectividad.

Debido a la evolución actual de la relación de fuerzas entre los Estados y las grandes empresas transnacionales, esta asimetría representa un anacronismo jurídico y político. La misma irresponsabilidad constitucional autoriza a los gobiernos a vender libremente el bien de todos para financiar su política económica. Nos hace olvidar que los poderes políticos debieran ponerse al servicio del pueblo soberano, y no a la inversa. En efecto, el sirviente (el gobierno) debe poder disponer de bienes de sus mandatarios (los ciudadanos) para cumplir correctamente su servicio; pero su papel es el de un administrador de confianza, no el de un propietario libre de abusar de su patrimonio.

Una vez enajenados, maltratados o destruidos, los bienes comunes dejan de existir para la colectividad. No son reproducibles y difícilmente serán recuperables para la generación presente –en el caso de que se dé cuenta de que ha escogido mayoritariamente a un sirviente malvado– y para las que vienen, a las cuales ni siquiera se les puede reprochar una elección que no hizo. El tema de los bienes comunes pasa primero por una forma constitucional, ya que es en las constituciones donde los sistemas políticos fijan las decisiones de largo plazo que quieren sustraer de la arbitrariedad de los gobiernos sucesivos (1).

Así, pues, es importante desarrollar una elaboración teórica, acompañada por una defensa militante que trate los “bienes comunes” como categoría con autonomía jurídica que constituya una solución de recambio para la propiedad privada y para la propiedad pública (2). Esta tarea se revela más necesaria en la medida en que el sirviente hoy padece el vicio mortal del juego (el crédito, más que el impuesto, financia sus actividades), lo cual lo hizo caer en manos de usureros claramente más fuertes que él. En la aplastante mayoría de los Estados, en efecto, el gobierno, sometido por muchos canales a los intereses financieros globales, liquida los bienes comunes por fuera de todo control, y ofrece como explicación la necesidad de pagar sus deudas de juego. Esta lógica enmascara como natural y obligatorio un estado de cosas que en realidad resulta de elecciones políticas constantes y deliberadas.

Conciencia del bien común

La conciencia de los bienes comunes, es decir, el hecho de ver en ellos instrumentos para satisfacción de las necesidades y derechos fundamentales de la colectividad, no es algo que se decida en los papeles (3). Se forma en el marco de las luchas –a menudo derrotas pero siempre emancipaciones– para defenderlos en el mundo entero. En muchos casos, los verdaderos enemigos son justamente esos Estados que debieran ser sus fieles guardianes. Así, la expropiación de los bienes comunes a favor de intereses privados –multinacionales, otros– a menudo es obra de gobiernos ubicados en una posición de creciente dependencia (y por tanto de debilidad) respecto a las empresas que les dictan políticas de privatización, de consumo del territorio y de explotación. Desde este punto de vista, la situación de Grecia e Irlanda es particularmente emblemática.

La tradición occidental moderna se desarrolló en el marco de la dialéctica Estado-propiedad privada, en un momento histórico en que sólo esta última parecía necesitar protección frente a gobiernos autoritarios y omnipotentes. De ahí provienen las garantías constitucionales que son la utilidad pública, el ámbito reservado a la ley (que le garantiza al legislador el monopolio de ciertas cuestiones si se excluyen las intervenciones de otros poderes del Estado en forma de decretos o regulaciones) y la indemnización. Pero ahora que la relación de fuerza entre Estado y sector privado evolucionó, la propiedad pública también requiere protecciones y garantías a largo plazo. Mas, he aquí que estas son difíciles de concebir en el marco tradicional, que restringe la cosa pública al Estado. Es por eso que la protección liberal clásica de la intimidad con relación al Estado ya no alcanza.

La conciencia política de la expropiación o del saqueo de los bienes comunes en el marco de las luchas actuales (por el agua, la universidad pública, la alimentación, contra las grandes obras que degradan los territorios) emerge a menudo de manera difusa, sin por ello desembocar en la elaboración de nuevas herramientas teóricas capaces de representar esa conciencia y de indicar una dirección común para esas movilizaciones. La categoría de los bienes comunes es llamada a cumplir esta nueva función constitucional de protección del público frente al Estado neoliberal y el poder privado.

La ciencia en escena

Esta noción hizo un salto cualitativo cuando, en 2009, la economista norteamericana Elinor Ostrom recibió el Premio Nobel de Economía por sus trabajos sobre los commons, y en particular por su libro La gobernanza de los bienes comunes (4). La especialista se convirtió incluso en palabra clave del paisaje internacional. No obstante, esta consagración borró ampliamente su potencial crítico. En la comunidad científica, la obra de Ostrom no se tradujo en un reconocimiento pleno y entero de las consecuencias revolucionarias de la ubicación en posición central de los bienes comunes entre las categorías de lo jurídico y lo político.

La “tragedia de los bienes comunes” (5) –idea según la cual el libre acceso de los individuos a los recursos comunes provoca su sobreexplotación y amenaza su existencia– también llevó a la corriente universitaria dominante a considerar lo común como el lugar del no derecho por excelencia. Desde esta óptica, un gran número de economistas y especialistas de las ciencias sociales acabó fundando sus teorías sobre la imagen de una persona que, invitada a un almuerzo donde hay disponible gran cantidad de comida, se abalanza sobre ella, procurando así maximizar la suma de calorías que puede almacenar a costa de los demás. El Homo economicus glotón consumiría el máximo de alimento en un mínimo del tiempo. Ostrom mostró hasta qué punto este modelo de comportamiento falla al intentar describir la relación entre el hombre de carne y hueso y el mundo real.

No obstante, no extrajo consecuencias políticas del hecho de que el modelo describe muy bien las conductas de las dos instituciones más importantes que rigen nuestro mundo. En efecto, tanto la empresa como el Estado neoliberal tienden a actuar, frente a los bienes comunes, exactamente como el glotón invitado al almuerzo: procuran adquirir el máximo de recursos a costa de los demás. Impulsados por el interés de los gerentes y los accionistas en un caso, y de la nación y los dirigentes políticos en el otro, adoptan comportamientos miopes y egoístas que la mayoría de las veces esconden detrás de una espesa niebla ideológica.

Una vez dentro de la corriente académica y científica dominante, el discurso sobre el bien común corre el riesgo de convertirse en uno de los registros de moda de la poscrisis, como la “sustentabilidad” o la “economía verde”. En efecto, las generaciones que sucedieron a la “revolución científica” encontraron el modo de abrir una caja fuerte donde había guardadas inmensas fortunas que las generaciones anteriores no sabían que tenían y no sabían cómo explotar (6). La primera modernidad (siglos XVI-XVIII), a través de la alianza entre el Derecho, la técnica y la economía, forjó un imaginario que presenta como “ciencia” el hecho de sacar provecho –derrochándolas– de las riquezas contenidas en esa caja fuerte (carbón, petróleo, gas, agua dulce profunda), recursos naturales que no podemos producir y no se reproducen naturalmente, salvo a lo largo de millones de años. Sobre este imaginario se funda esta ciencia de la explotación rápida y eficaz del tesoro que, desde hace 300 años, llamamos economía.

En la mentalidad moderna, explotar bienes comunes –mediante un consumo que inevitablemente desemboca en su privatización a favor de los que consiguen explotarlos y aprovecharlos más eficazmente– se considera natural. El proceso de acumulación llama a la mercantilización, cuyos supuestos son la moneda, la propiedad privada del suelo y el trabajo asalariado, invenciones humanas que desvían hacia fines comerciales ciertos valores cualitativos únicos y no reproducibles, como la tierra, el tiempo de vida y el intercambio cualitativo.

Carlos Marx describió el proceso de acumulación primitiva –en particular la expoliación de las tierras comunes en Inglaterra, en el siglo XVI– como la etapa inicial del desarrollo capitalista, que permitió el avance de un capital suficiente para impulsar la revolución industrial. No obstante, podemos extender la definición y considerar que la acumulación primitiva, mediante la conquista de los bienes, también engloba la privatización de lo que ha sido edificado en común gracias al sistema de contribuciones, fruto del trabajo de todos: transportes y servicios públicos, telecomunicaciones, mantenimiento urbano, bienes culturales y paisajísticos, escuelas (y más ampliamente todo lo que tiene que ver con la cultura y el conocimiento), hospitales; en resumen, todas las estructuras que rigen la vida social, hasta la defensa y las cárceles (7).

Un cambio general de sensibilidad, que pudiera convertir el bien común en la perspectiva central, sentaría las bases para un profundo cambio que se desarrolle en el plano técnico-jurídico. Se trata, entonces, de develar, denunciar y superar la paradoja heredada de la tradición constitucional liberal: la de una propiedad privada más protegida que la propiedad común.

 


1 Esta protección, que es necesaria, no por ello es menos frágil. En Francia, la constitucionalización de los monopolios de los servicios públicos, en 1946, no impidió formas posteriores de desmantelamiento.
2 Michael Hardt y Antonio Negri, Commonwealth, Harvard University Press, 2009.
3 Ugo Mattei y Laura Nader, Plunder. When the rule of law is illegal, Blackwell, Oxford, 2008.
4 Governing the commons, Cambridge University Press, 1990.
5 Garrett Hardin, “The tragedy of the commons”, Science, vol. 162, número 3859, Washington, diciembre de 1968.
6 Carlo M. Cipolla, The economic history of world population, Penguin, Londres, 1962.
7 Elisabetta Grande, Il terzo strike, Sellerio, Palermo, 2007. Cf. también las reflexiones de David Harvey sobre la “acumulación por desposesión”, en El nuevo imperialismo, Akal, Madrid, 2004.

* Profesor de Derecho Internacional Comparado en el Hastings College of the a Law de la Universidad de California, autor de Beni comuni. Un manifesto, Laterza, Bari-Roma, 2011.

Traducción: Mariana Saúl.

 

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