Los Hermanos Musulmanes habían jurado que no iban a pelear por la presidencia egipcia. Una vez rota esta promesa, lo que debían aportar era “pan, libertad, justicia social”. Bajo su dominio, la inseguridad creció, la miseria también. Las multitudes entonces volvieron a tomar las calles para exigir la salida del presidente Mohammed Morsi (véase Alain Gresh, pág. 26). Algunas revoluciones empiezan así. Cuando triunfan, se las celebra durante siglos sin preocuparse demasiado por su espontaneidad relativa o por los fundamentos jurídicos que las desencadenaron. La historia no es un seminario de Derecho.
En los días que siguieron a la dictadura de Hosni Mubarak, era ilusorio imaginar que el ahogo prolongado de la vida política, del debate contradictorio, no pesaría en los primeros escrutinios. Con frecuencia, el electorado suele confirmar la influencia de las fuerzas sociales o institucionales mejor estructuradas (las grandes familias, el ejército, el viejo partido único) o la de los grupos organizados que tejen redes clandestinas para escapar a la represión (los Hermanos Musulmanes). El aprendizaje democrático desborda los tiempos de una elección (1).
¿Elecciones o golpe de Estado?
Promesas no cumplidas, dirigentes elegidos con lo justo (2) y que enseguida enfrentan el desafecto o la ira de la opinión pública, manifestaciones gigantescas organizadas por una coalición heteróclita: estos últimos años, otros países además de Egipto conocieron situaciones de este tipo sin que el ejército haya tomado el poder, encarcelado sin juicio al jefe de Estado, asesinado a militantes. A eso se lo llama golpe de Estado.
Los países occidentales no usan este término. Maestros de las sutilezas diplomáticas, parecen estimar que ciertos pronunciamientos militares –en Malí, en Honduras, en Egipto…– son menos inadmisibles que otros. En un principio, Estados Unidos apoyó a los Hermanos Musulmanes, luego mantuvo su ayuda militar en El Cairo cuando el presidente Morsi fue “destituido” por el ejército. Una alianza conservadora entre este último y los Hermanos Musulmanes hubiese sido el escenario soñado de Washington. Ya no es posible. Los nostálgicos del antiguo régimen se regocijan al mismo tiempo que los nacionalistas nasseristas, los neoliberales egipcios, los salafistas, la izquierda laica, los monarcas saudíes. Necesariamente, algunos de ellos van a quedar decepcionados…
Aunque Egipto está en bancarrota, el enfrentamiento entre los militares y los islamistas no concierne en lo más mínimo a las elecciones económicas y sociales, ampliamente intactas desde la caída de Mubarak. Desemboque en elecciones o recurra a un golpe de Estado, ¿de qué vale una revolución que no cambie nada en esos aspectos? Los nuevos dirigentes subordinan la salvación de su país a las ayudas financieras (12.000 millones de dólares) de los Estados del Golfo –en particular, de la muy reaccionaria Arabia Saudita (2)–. Si esta opinión se confirma, digan lo que digan los juristas, el pueblo egipcio va a volver a tomar el camino de la calle.
1 Véase Alexis de Tocqueville, “Chacun à son rang”, Le Monde diplomatique, París, abril de 1998.
2 Véase Serge Halimi, “Impunidad saudí”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, marzo de 2012.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Aldo Giacometti