En la noche del 25 al 26 de octubre pasado, una granada ofensiva de la gendarmería mató a Rémi Fraisse, un manifestante de 21 años. Pero el gobierno francés esperó dos días para reaccionar. Es infinitamente más rápido para honrar la memoria del patrón de una compañía petrolera fallecido en un accidente de avión. Por su parte, el presidente socialista del Consejo General del departamento de Tarn juzgó directamente que morir por las ideas es “estúpido y sin sentido”. A decir verdad, su propia idea –terminar la construcción de una represa reclamada por las personas importantes de su departamento– nunca lo expuso al mismo tipo de peligro. Incluso, acaba de favorecer su reelección al Senado. Sin embargo, desde entonces es probable que la granada que arrojaron los gendarmes también haya matado ese proyecto de represa. ¿Hace falta morir en una manifestación para hacer triunfar sus ideas?
En enero de 2011, la ministra de Relaciones Exteriores de Francia Michèle Alliot-Marie había sugerido al dictador tunecino Zine El Abidine Ben Ali que salvara su régimen agonizante inspirándose en la “experiencia, reconocida en el mundo entero, de nuestras fuerzas de seguridad”. Un savoir-faire intermitente: sin hablar de las decenas de argelinos asesinados en París el 17 de octubre de 1961 ni de las nueve personas asesinadas en la estación Charonne del metro en febrero del año siguiente, varios manifestantes franceses perdieron la vida durante enfrentamientos con la policía (1).
Rémi Fraisse será, pues, el quinto. Poco después de su muerte, el comandante del grupo de gendarmes móviles que operaba en el lugar declaró que el prefecto de Tarn había pedido a las fuerzas de seguridad “que dieran pruebas de una extrema firmeza frente a los opositores” a la represa. Esa noche se lanzaron cuarenta y dos granadas ofensivas.
La excepción permanente
El primer ministro Manuel Valls recurre regularmente a las declaraciones marciales que evocan, respecto de algunos islamistas, la amenaza de un “enemigo interno”. Y su gobierno hace recaer en “alborotadores” la responsabilidad del “drama” de Sivens. Prolongando su razonamiento en una amalgama erudita, un sindicato de policías finge alarmarse de que un “sector de los militantes verdes o rojos se vuelque hacia la acción armada, como en tiempos de los movimientos revolucionarios de la década de 1970” (2).
En ese clima, la Asamblea Nacional acaba de votar, prácticamente por unanimidad, una nueva ley antiterrorista. La decimoquinta de ese tipo desde 1986. Esta ley, oficialmente motivada por la voluntad de prohibirles a los franceses que se unan a las filas de la Organización del Estado Islámico, incluye disposiciones generales –prohibición administrativa de abandonar el territorio, “delito de empresa terrorista individual”– que pronto podrán aplicarse a cualquier otro combate.
En 2001, el Parlamento francés ya había adoptado una batería de medidas represivas de la misma índole. En ese entonces, un poco avergonzado, un senador socialista se justificaba así: “Hay medidas desagradables que se deben tomar de urgencia, pero espero que podamos volver a la legalidad republicana antes del fines de 2003” (3). Once años más tarde, un poder desacreditado y sin futuro ya no puede prescindir de un “enemigo interno”.
1 Dos en las fábricas Peugeot de Sochaux, el 11 de junio de 1968, uno en Creys-Malville, el 31 de julio de 1977, uno el 6 de diciembre de 1986 en París al término de una manifestación estudiantil, uno en noviembre de 1987 en Amiens a consecuencia de los golpes recibidos.
2 Patrice Ribeiro, secretario general del sindicato de policías Synergie-Officiers, citado por Le Figaro, París, 15-11-14.
3 Michel Dreyfus-Schmidt, citado por Le Monde, París, 29-10-01.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Bárbara Poey Sowerby