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El fracaso de la intelligentsia estadounidense

El fracaso de la intelligentsia estadounidense

La reacción de la mayoría de los comentaristas ante la victoria de Trump refleja lo que Pierre Bourdieu llamaba el “racismo de la inteligencia”: el pueblo inculto no merece la democracia. Haciendo énfasis en la identidad, pocos han sabido ver las profundas razones de clase que llevaron al candidato republicano a la Presidencia.

 

Existe al menos un país donde las elecciones tienen efectos rápidos. Desde la victoria de Donald Trump, el peso mexicano se derrumba, el costo de los préstamos inmobiliarios se eleva en Francia, la Comisión Europea afloja el torniquete presupuestario, los encuestadores y los adeptos al microtargeting electoral buscan hacerse invisibles, el escaso crédito concedido a los periodistas agoniza, Japón se siente alentado a rearmarse, Israel espera la mudanza de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén y el Acuerdo Transpacífico ha muerto.

Este torbellino de acontecimientos y de conjeturas suscita una fantasía mezclada de inquietud: si un hombre casi universalmente descrito como incompetente y vulgar pudo convertirse en presidente de Estados Unidos es porque, ahora, todo es posible. Un contagio del escrutinio estadounidense parece incluso tanto más concebible cuanto que su desenlace imprevisto fue destacado en el mundo entero, y no solamente por los expertos en política exterior.

Desde hace unos diez años, son innumerables las sorpresas electorales de este tipo, casi siempre seguidas por tres días de remordimiento de los dirigentes incriminados, y luego por la plácida reanudación de las políticas desaprobadas. La persistencia de semejante malentendido –o la repetición de semejante simulacro– se comprende tanto mejor cuanto que la mayoría de los electores protestatarios a menudo residen muy lejos de los grandes centros de poder económico y financiero, pero también artístico, mediático, universitario. Nueva York y San Francisco han plebiscitado a Hillary Clinton; Londres se pronunció masivamente contra el “Brexit” en junio pasado; hace dos años, París renovaba su municipalidad de izquierda luego de un escrutinio nacional triunfal para la derecha. Lo que equivale a decir que, apenas pasada la elección, es posible que la gente feliz siga gobernando en un círculo cerrado distendido, siempre tan atentos a las recomendaciones de la prensa y de la Comisión Europea, siempre tan dispuestos a atribuir a los sublevados de las urnas carencias psicológicas o culturales que descalifican su cólera: en el fondo, no serían más que retrasados mentales manipulados por demagogos.

 

El “racismo de la inteligencia”

 

Este tipo de percepción es antiguo, en particular en los cenáculos cultivados. A tal punto que el análisis de la “personalidad autoritaria” del votante popular de Trump llevado a cabo desde hace meses se parece al retrato psicológico que los guardianes del orden intelectual trazaban de los “subversivos” tanto de derecha como de izquierda durante la Guerra Fría. Al analizar la preponderancia de estos últimos en el mundo obrero más que en el seno de las clases medias, el politólogo estadounidense Seymour Martin Lipset infería en 1960: “En suma, una persona surgida de los medios populares es susceptible de haber sido expuesta a castigos, a una ausencia de amor y a una atmósfera general de tensión y de agresividad desde la infancia que tienden a producir sentimientos profundos de hostilidad, los cuales se expresan en la forma de prejuicios étnicos, de autoritarismo político y de fe religiosa milenarista” (1).
En abril de 2008, ocho años antes de que Hillary Clinton deposite a la mayoría de los 62 millones que votaron a Trump en el “canasto de la gente deplorable”, Barack Obama había atribuido la paradoja del voto republicano en el medio popular al hecho de que la gente vote en contra de sus intereses cuando, “para expresar su frustración, se aferran a sus fusiles o a su religión, o a una forma de antipatía para con los que no son como ellos, o a un sentimiento hostil a los inmigrantes o al comercio internacional”. Frustración contra razón: las personas instruidas, a menudo convencidas de la racionalidad de sus preferencias, se sienten desconcertadas por los filisteos que desconfían de ellas.
Nada refleja mejor lo que el sociólogo Pierre Bourdieu llamaba el “racismo de la inteligencia” (2) –cada vez más predominante entre los neoliberales de izquierda pero también entre cantidad de intelectuales y universitarios radicales– que un comentario de la elección estadounidense aparecido en el sitio de la prestigiosa revista Foreign Policy. Suponiendo que el título –”Trump ganó porque sus electores son ignorantes, literalmente”– no devele instantáneamente su propósito, un resumen de dos líneas disipa las dudas: “La democracia tiene la vocación de llevar a cabo la voluntad popular. Pero, ¿qué pasa si el pueblo no sabe lo que hace?” (3).
Como corresponde, una batería de cifras y reflexiones poderosas apoya la argumentación. El autor, Jason Brennan, un profesor de Filosofía, emprendía un fuerte ataque: “¡Y bien! Ocurrió. Donald Trump siempre se benefició con el apoyo masivo de los blancos poco instruidos y mal informados. Una encuesta de Bloomberg Politics indicaba que en agosto Hillary Clinton disponía de una ventaja masiva del 25% entre los votantes de nivel universitario. Por contraste, en la elección de 2012, éstos favorecían por poco margen a Barack Obama antes que a Mitt Romney. Anoche vivimos algo histórico: la danza de los burros. Nunca antes la gente instruida había rechazado un candidato tan uniformemente. Nunca antes la gente menos instruida había tan uniformemente apoyado a otro”.
Brennan se muestra más enardecido que aturdido por una comprobación que lo ratifica en su credo antidemocrático. En efecto, respaldado por “más de sesenta y cinco años” de estudios llevados a cabo por investigadores en ciencias políticas, ya adquirió la certidumbre de que la “terrorífica” ausencia de conocimientos de la mayoría de los electores descalifica su elección: “Por lo general, saben quién es el Presidente, pero no mucho más que eso. Ignoran qué partido controla el Congreso, lo que éste hizo recientemente, o si la economía está mejor o peor”.
No obstante, algunos se aplican más que otros. Republicanos o demócratas, son también los más diplomados. Y, por el más feliz de los azares, la gente educada se muestra más bien favorable, como Brennan, al libre comercio, a la inmigración, a un aumento de los impuestos para reducir los déficits, a los derechos de los homosexuales, a la reforma –progresista– del sistema penal y a aquella –conservadora– del Estado de Bienestar. Lo que equivale a decir que, si la información, la educación y la inteligencia hubiesen prevalecido el 8 de noviembre, un individuo tan grosero y poco preocupado por instruirse como Trump, “cuyo programa, hostil al comercio internacional y a la inmigración, se opone al consenso de los economistas de izquierda, de derecha y de centro”, no se dispondría a abandonar su triplex de Nueva York por la oficina oval de la Casa Blanca. Durante uno de sus mítines, el multimillonario, por otra parte, había exclamado: “Amo a la gente poco educada”.
¿Con qué objeto levantar una objeción, señalar por ejemplo que Obama, que enseñó Derecho en la Universidad de Chicago, fue sin embargo elegido y reelegido gracias al voto de millones de individuos poco o no diplomados y que una gran cantidad de mentes brillantes recién salidas de Harvard, Stanford y Yale sucesivamente pensaron la Guerra de Vietnam, prepararon la invasión a Irak y crearon las condiciones de la crisis financiera del siglo (4)? En el fondo, un análisis del escrutinio estadounidense que lleve a desconfiar de la falta de juicio del pueblo tiene como principal interés el de reflejar el clima de época, y la principal ventaja de ratificar el sentimiento de superioridad de la persona forzosamente cultivada que habrá de leerlo. Pero implica un riesgo político: en tiempos de crisis el “racismo de la inteligencia”, que pretende privilegiar el reino de la méritocracia, de la gente bien educada, de los expertos, a menudo les hace el juego a los hombres duros, más preocupados por ser reclutados que instruidos.

Más allá de la identidad

La mayoría de los comentaristas prefirieron apuntar los proyectores a la dimensión racista y sexista del escrutinio. En el fondo, poco les importa que, a despecho del carácter histórico de la candidatura de Hillary Clinton, la brecha entre el voto de los hombres y las mujeres apenas haya progresado y que aquella entre electores blancos y negros, abismal, por su parte, haya levemente involucionado (Karabel, pág. 26). El cineasta Michael Moore, que había previsto la victoria de Trump, no dejó de señalarlo en MSNBC el 11 de noviembre: “Tienen que aceptar que millones de personas que habían votado por Barack Obama esta vez cambiaron de opinión. No son racistas”.
Negro, progresista, musulmán, representante de Minnesota, Keith Ellison inmediatamente prolongó ese análisis: “No logramos un buen resultado entre los latinos y los afroamericanos. Por consiguiente, esa visión que pretendería imputar todo a la clase obrera blanca es errónea” (5). Actualmente candidato a la dirección de su partido, quiere que éste vaya “más allá de las políticas identitarias”. Ésa es también la voluntad de Bernie Sanders, a quien Ellison apoyó en las primarias –uno de los muy pocos parlamentarios en haberlo hecho–. Al dirigirse a sus partidarios estudiantiles, el heraldo de la izquierda demócrata, en efecto, acaba de declarar: “No alcanza con decirle a alguien: ‘Soy una mujer, voten por mí’. No, eso no basta. Lo que necesitamos es una mujer que tenga el coraje de oponerse a Wall Street, a las compañías de seguros, a la industria de las energías fósiles”. Al ser la universidad estadounidense uno de los lugares donde la preocupación por la diversidad prevalece de buena gana sobre la de por la igualdad y donde los prejuicios culturales no son menos numerosos que en otras partes, pero invertidos, ese día Sanders no predicó forzosamente a convencidos.
Sin embargo, de nada sirve: para muchos demócratas, cada cual pertenece a un grupo único, que nunca es económico. Por consiguiente, si los negros votaron contra Clinton, es porque eran misóginos; si los blancos votaron por Trump, es porque eran racistas. La idea de que los primeros también pueden ser siderúrgicos sensibles al discurso proteccionista del candidato republicano, y los segundos contribuyentes acomodados atentos a sus promesas de reducción de impuestos, no parece tener muchas posibilidades de inmiscuirse en su universo mental.
Este año, sin embargo, el nivel de instrucción y de ingreso tuvo más incidencia en el resultado que el género o el color de piel, puesto que es la variable que más evolucionó de un escrutinio al otro. En el grupo de los blancos sin diploma, la ventaja de los republicanos era del 25% hace cuatro años, y acaba de alcanzar el 39% (6). Hasta una fecha reciente, un demócrata no podía ser elegido sin ellos. Debido a que su proporción en la población estadounidense declina (7), a que su encuadre sindical se deshace y a que votan cada vez “peor”, algunos demócratas, cuya estrategia se reduce a su insistencia en el tema de la diversidad, ¿se adaptarán en adelante a la idea de tener que ser elegidos en contra de ellos?
Ese desafío político no se presenta solamente en Estados Unidos. Al evocar a sus estudiantes de ambas orillas del Atlántico, el historiador italiano Enzo Traverso manifiesta: “Nadie diría jamás que votó a Trump. Todos sostienen más o menos el mismo discurso: ‘Somos cultivados, respetables, inteligentes y ricos; los otros, los de enfrente, son patanes’, ‘sucios, feos y malos’, para retomar el título de una famosa película italiana. Sin embargo, ése era en otros tiempos el discurso de los nacionalistas contra los sectores populares” (8).
No obstante, para recriminar útilmente a los “patanes”, mejor sería que sus censores dispongan de algún crédito ante ellos. Porque cuanto más se encierran en discursos abstractos y opacos, cuanto más se hunden en un verbalismo radical y elegante, tanto menos se hacen escuchar por el Estados Unidos tranquilo de las pequeñas ciudades o aquel de los condados devastados, donde la tasa de suicidio aumenta y donde la gente se preocupa ante todo por sus condiciones de existencia.

Comprobación sociológica

Resultado: la derecha logró transformar el anti-intelectualismo en arma política eficaz, en identidad cultural reivindicada (9). En 2002, en un texto ampliamente difundido, los republicanos, que “ven rojo” (el color que les está asociado en los mapas electorales), vuelven en su provecho el estigma del “patán”: “La mayoría de los habitantes de la América roja no saben deconstruir la literatura posmoderna, dar las instrucciones necesarias a una gobernanta ni escoger un cabernet con gusto a regaliz. Pero sí sabemos educar a nuestros hijos, instalar el cableado de nuestras casas, hablar de Dios con facilidad y sencillez, reparar un motor, utilizar un fusil o una sierra eléctrica, cultivar espárragos y vivir tranquilos sin sistema de seguridad ni psicoanalista” (10).
La mayoría de los habitantes de la América roja tampoco lee la prensa, a la que Trump consideró “torcida”, “corrupta” y “deshonesta”, y a la que hizo abuchear en sus mítines. Puesto que había mentido como un sacamuelas a lo largo de toda su campaña, el candidato republicano merecía ser desmentido por los periodistas. Pero aparte del hecho de que la verdad no constituye la producción más universal de la prensa estadounidense, ni la más lucrativa, el compromiso de los medios de comunicación en favor de Hillary Clinton y su incomprensión de los que votan a Trump son una vez más el resultado de un aislamiento social y cultural. El editorialista de The New York Times Nicholas Kristof se explicaba sobre esto el 17 de noviembre en Fox News: “El problema del periodismo es que favorece todo tipo de diversidades a expensas de la diversidad económica. No contamos con suficientes personas surgidas de las comunidades obreras y rurales”. Como ese sesgo sociológico fue documentado y comentado en Estados Unidos desde hace un cuarto de siglo, podemos apostar que sobre este punto el cambio no está a la vuelta de la esquina.
Pero de ahora en más, los candidatos “anti-sistema” no vacilan en valerse del odio que inspiran a los medios. En Italia, Giuseppe (“Beppe”) Grillo extrajo una lección reconfortante para él y su partido de la elección estadounidense: “Ellos pretenden que somos sexistas, homófobos, demagogos y populistas. No se dan cuenta de que millones de personas ya no leen sus diarios ni miran su televisión” (11).
Algunos finalmente lo perciben. El 10 de noviembre, en France Inter, Frédéric Beigbeder, ex publicitario convertido en escritor y periodista, admitía con una desconcertante lucidez su pérdida de influencia y la de sus congéneres: “La semana pasada yo explicaba, con toda la seguridad de los ignorantes, que Donald Trump iba a perder la elección presidencial estadounidense. […] Ningún intelectual pudo escribir nada para impedir su victoria. […] El gobierno del pueblo por el pueblo es el único sistema en el cual tengo ganas de vivir, pero en el fondo, ¿qué conozco yo del pueblo? Vivo en París, después me voy a Ginebra; frecuento a escritores, periodistas, cineastas. Vivo completamente desconectado del sufrimiento del pueblo. No es una autocrítica, es una simple comprobación sociológica. Recorro el país, pero la gente con la que me encuentro se interesa en la cultura, una minoría de intelectuales que no son representativos de la rabia profunda del país”.
California votó masivamente por Hillary Clinton, que tuvo resultados espectaculares entre las poblaciones diplomadas de los condados más prósperos, a menudo casi totalmente blancos. Horrorizados por el resultado nacional, algunos habitantes reclaman una secesión de su Estado, un “Calexit”. Gavin Newsom, gobernador adjunto de California y ex alcalde de San Francisco, ciudad donde Trump no obtuvo más que el 9,78% de los sufragios, no comparte su opinión. Pero ya pretende combatir las políticas del nuevo presidente acercándose a “dirigentes esclarecidos” del mundo occidental. Lo único que le falta es encontrarlos. γ

1 Seymour Martin Lipset, Political Man: The Social Bases of Politics, Doubleday, Nueva York, 1960.
2. Pierre Bourdieu, Cuestiones de sociología, Editorial Istmo, Madrid, 2000.
3. Jason Brennan, “Trump won because voters are ignorant, literally”, Foreign Policy, Washington, DC, 10-11-16.
4. Lambert Strether, “Three myths about Clinton’s defeat in election 2016 debunked”, Naked Capitalism, 14-11-16, www.nakedcapitalism.com
5 “Vice News”, HBO, 16-11-16.
6 Thomas Edsall, “The not-so-silent white majority”, The New York Times, 18-11-16. La diferencia favorable a los republicanos, en cambio, se redujo entre los blancos diplomados, pasando del 14% a 4%.
7 Pasó del 83% en 1960 al 34% en 2016.
8 Politis, París, 17-11-16.
9 Véase Serge Halimi, “Buena receta de la derecha estadounidense: el pueblo contra los intelectuales”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, mayo de 2006.
10 Blake Hurst, “Seeing red”, The American Enterprise, Washington, DC, marzo de 2002. Texto publicado en parte en “Une droite éperdue de simplicité”, Le Monde diplomatique, París, mayo de 2006.
11 Citado por The International New York Times, 14-11-16.

*Director de Le Monde diplomatique.

Traducción: Víctor Goldstein

 

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