Escrito por César Guzmán-Concha* y Fabio Andrés Díaz Pabón**

La intensificación del conflicto social tanto en Chile como en Colombia responde a una doble crisis: de representación política, que se ha incubado durante décadas, y de injusticia y concentración de riqueza potenciada por el modelo económico neoliberal ¿En qué consiste, cómo emergió y qué implicaciones tiene esta doble crisis?, son los interrogantes que despeja este artículo.

Zulma Delgado, Encuentro, grabado en metal (Cortesía de la autora)

Colombia atraviesa un periodo de intensificación de la protesta social, similar al vivido a fines de 2019, aunque esta vez en medio de una crisis económica, social y sanitaria sin precedentes en la historia del país. Las grandes movilizaciones ciudadanas que, ahora y entonces, se observan en sus grandes ciudades evocan a las protestas de 2019 en Chile. En efecto, tanto en Colombia como en Chile las movilizaciones sociales de 2021 y 2019 se caracterizan por su magnitud e intensidad, y por el hecho de que las elites políticas dan repetidas muestras de incapacidad para comprender las causas de la presión popular. La eficacia del rótulo “estallido social”, como expresión que sintetiza estos eventos, explica su rápida adopción por los medios de comunicación y por varios analistas. Sin embargo, aunque las causas inmediatas que gatillaron estos “estallidos” difieren en cada país, las causas estructurales son similares.

Colombia atraviesa un periodo de intensificación de la protesta social, similar al vivido a fines de 2019, aunque esta vez en medio de una crisis económica, social y sanitaria sin precedentes en la historia del país. Las grandes movilizaciones ciudadanas que, ahora y entonces, se observan en sus grandes ciudades evocan a las protestas de 2019 en Chile. En efecto, tanto en Colombia como en Chile las movilizaciones sociales de 2021 y 2019 se caracterizan por su magnitud e intensidad, y por el hecho de que las elites políticas dan repetidas muestras de incapacidad para comprender las causas de la presión popular. La eficacia del rótulo “estallido social”, como expresión que sintetiza estos eventos, explica su rápida adopción por los medios de comunicación y por varios analistas. Sin embargo, aunque las causas inmediatas que gatillaron estos “estallidos” difieren en cada país, las causas estructurales son similares.

Los estallidos sociales de Chile y Colombia emergen de las tensiones causadas por una doble crisis de representación política incubada durante décadas, y del modelo económico neoliberal –que combina la mercantilización de una amplia gama de áreas de la vida social, con un débil sistema de protección social–. La intensificación del conflicto social, entonces, es consecuencia de la superposición y profundización de ambas crisis. ¿En qué consiste, cómo emergió y qué implicaciones tiene esta doble crisis?

Para responder a esta pregunta conviene volver la vista al pasado. A diferencia del ciclo de agitación social de fines de los 1990 en América Latina, en la actualidad se observa gran descontento en países que no fueron parte de dicho ciclo. En el ciclo anterior, la movilización popular en países como Bolivia, Ecuador y Venezuela derivó en el cambio del sistema de representación que predominó en estos países durante la mayor parte del siglo XX, la emergencia de nuevos partidos, y la apertura de un nuevo ciclo político que se conoció como el giro a la izquierda en América Latina. Precisamente por no haber experimentado tal ciclo de inestabilidad social y haber evitado la emergencia de liderazgos considerados “populistas”, Chile y Colombia con frecuencia fueron presentados en los foros internacionales como alumnos destacados de la clase, promovidos como ejemplos a seguir por la solidez de sus políticas económicas y la estabilidad de sus sistemas políticos. Pese a esta aparente excepcionalidad, a fines de la década anterior el descontento social masivo irrumpió en las calles.

Los estallidos

Las protestas y movilizaciones que están teniendo lugar en Colombia en las últimas semanas, con un importante saldo de víctimas fatales, lesionados y desaparecidos, fueron convocadas de manera colectiva por sindicatos, organizaciones de la sociedad civil, movimientos estudiantiles, entre otras organizaciones, y su punto de identidad fue el rechazo a la impopular reforma tributaria propuesta por el gobierno de Iván Duque. El descontento social, que ya se había expresado con fuerza en 2019 y 2020 en demandas de justicia social, reemergió en la mitad de la tercera ola de la pandemia. Las movilizaciones de 2021 forman parte de un mismo ciclo de movilización que tiene ya dos años. El gobierno retiró la propuesta después de la primera semana de movilizaciones, pero la fisura entre éste y la población ya se había hecho manifiesta. El anuncio del gobierno fue visto como indolencia frente a la precariedad de 3,6 millones de personas que cayeron en la pobreza en el último año debido a la pandemia, y frente a quienes tenían dificultades para mantener sus condiciones de vida.

En Chile, el estallido del 18 de octubre de 2019, fue precedido por una serie de protestas de estudiantes secundarios contra una modesta alza del pasaje del metro de la capital. Los secundarios, muy activos políticamente desde la primera rebelión de los “pingüinos” de 2006, iniciaron unas protestas a principios de octubre, que consistían en el ingreso masivo a las estaciones del metro saltando por encima de los torniquetes de acceso. Aunque la seguridad de las estaciones fue reforzada, estos dispositivos no pudieron contener a un movimiento cada vez más numeroso.

Tras dos semanas de escaramuzas, el 18 de octubre una multitud se unió a los estudiantes para mostrar su indignación contra el abuso, las desigualdades, y contra una elite política vista como indolente frente a las recurrentes demandas sociales. En cuestión de horas, el descontento escaló en protestas masivas en el centro de la ciudad, saqueos a supermercados en diversos puntos de la periferia, y la vandalización de varias estaciones del metro. El gobierno de Sebastián Piñera declaró el estado de emergencia, desplegó a los militares en las calles e impuso un toque de queda. Pese a la militarización de las ciudades y la represión, las protestas continuaron. La represión se cobró un alto costo, con manifestantes muertos, heridos, mutilados y centenares de denuncias de tortura. El anuncio, a mediados de noviembre, de un proceso institucional de revisión y reemplazo de la Constitución –impuesta por la dictadura de Pinochet en 1980– no apaciguó las tensiones. Si bien la intensidad de las protestas empezó a decaer a finales del 2019, solo el arribo de la pandemia de covid-19 consiguió poner un transitorio fin a la agitación social. Pero el conflicto social se mantuvo latente y reemergió apenas las condiciones mejoraron.

La crisis política

Una crisis de representación consiste en la existencia de una brecha entre los representantes políticos y la ciudadanía. En tal situación, las élites en el poder dejan de responder a las demandas e inquietudes de la ciudadanía, los partidos políticos se oligarquizan o se transforman en herramientas de grupos de interés muy definidos, y las organizaciones populares del más diverso carácter se muestran ineficaces a la hora de incidir en las decisiones de política pública. La separación entre élites y ciudadanía deriva en una masiva concentración de poder en las manos de una elite restringida, endogámica, e ideológicamente homogénea. Este proceso no ocurre de la noche a la mañana, se larva en el tiempo, normalmente a través de la captura progresiva de las instituciones, o del diseño deliberado de reglas contra-mayoritarias, que protegen a las elites de cambios en las preferencias del electorado o de nuevas mayorías políticas que amenacen sus privilegios, y que facilitan la reproducción de privilegios, derechos y beneficios que, a su vez, producen inequidades perdurables.

En Chile, la dictadura de Pinochet, a pesar de su derrota en las urnas en el plebiscito de 1988, consagró un sistema político e institucional en el que la minoría (de derecha) contaba con eficaces instrumentos para contrarrestar a las mayorías. Dichos instrumentos se reflejaron en toda la institucionalidad del país, pero especialmente en la Constitución de 1980, en el sistema electoral, y en el sistema de relaciones laborales. Una de las principales consecuencias de este orden político fue la progresiva separación entre élites y ciudadanos. Dicha desconexión se expresa con claridad en indicadores como la participación electoral, y la identificación con los partidos y las instituciones. El porcentaje de ciudadanos que vota en elecciones, como proporción de la población en edad de hacerlo, ha bajado en forma consistente desde 1989. La participación alcanzó un impresionante 89 por ciento en las elecciones presidenciales de 1989, y a partir de entonces solo se redujo: 82 en las presidenciales de 1993, 72 en 1999, 64 en 2005, 59 en 2009, 51 en 2013 y 47 por ciento en 2017.

La caída de la participación es más dramática en las elecciones municipales, pues sólo un 36 por ciento de la población en edad de votar lo hizo en los comicios de 2016. En las décadas de 1990 y 2000, el número absoluto de ciudadanos ejerciendo el derecho a voto permaneció en un nivel relativamente constante (alrededor de los 7 millones). En parte, la caída de la participación se explica por la reforma que abolió el voto obligatorio en 2012. La población que ejerció este derecho cayó a 5,9 millones en las elecciones municipales de 2012. Mientras entre 1990 y 2016 la participación electoral en América Latina aumentó en 10 puntos porcentuales, en Chile cayó 36 puntos porcentuales (PNUD 2017). Igualmente, la identificación con partidos políticos, y la identificación ideológica, han caído dramáticamente desde la década de 1990.

La brecha entre élites y ciudadanos se refleja también en visiones contrapuestas en temas cruciales de política social y económica. Un estudio del Pnud (2015) mostraba que mientras solo un 3 por ciento de la elite económica y un 27 de la elite política apoyaban un sistema público de pensiones, esta idea recibía el respaldo del 80 por ciento de la población. Esta divergencia se repite en casi todos los asuntos concernientes a servicios públicos privatizados durante las décadas anteriores (como la asistencia sanitaria y la educación, además de las pensiones). Al mismo tiempo, la desconfianza hacia las instituciones políticas, incluyendo gobierno, parlamento y partidos políticos se incrementaba, alcanzando niveles cercanos al 80 por ciento de rechazo, tal como lo muestran las encuestas de opinión publica más importantes.

En Colombia, el sistema político e institucional cambió con la carta magna de 1991. Una Constitución que emergió como resultado de los procesos de paz a finales de la década de 1980 y que abocó a Colombia al prospecto de una democracia representativa. Sin embargo, como este país lo ilustra, “el papel aguanta todo”, y el otorgamiento de derechos, garantías e instituciones son condiciones necesarias, pero no suficientes para un régimen democrático en plenitud.

El caso colombiano se torna más complicado por la intersección de diferentes conflictos armados, incluyendo la guerra contra las drogas patrocinada por Estados Unidos, y el conflicto entre guerrillas, paramilitares y ejército. Los diferentes grupos armados se lograron articular con intereses y élites políticas en la década de los 1980 y 1990. La combinación de diferentes grupos armados sofocó la expresión de nuevas voces frente a la apertura de nuevos espacios de participación y permitió a elites y gobernantes usar el discurso del orden público para cerrar espacios democráticos a nuevas voces y consolidar su poder. Cabe anotar que, a finales de siglo, los grupos paramilitares y guerrilleros ejercieron control político y económico sobre amplios territorios en el país. Sin embargo, las élites colombianas usaron esos conflictos como coartada para restringir o ignorar las demandas de participación de la sociedad civil y estigmatizar a la izquierda política.

El marco institucional de la Constitución de 1991 creó oportunidades para la participación ciudadana, lo que derivó en un aumento de las protestas sociales. Si bien la participación de la ciudadanía en elecciones en el periodo 1991 y 2018 osciló entre el 44 y el 59 por ciento con una leve tendencia decreciente en comparación con la década de 1990, la movilización social aumenta su ritmo significativamente. Las movilizaciones ciudadanas han denunciado a los grupos armados, a los abusos del Estado y han demandado el cumplimiento de las obligaciones del Estado de acuerdo con la Constitución de 1991.

Sin embargo, la legitimidad del sistema político se ha visto fuertemente afectada desde el 2018. Este quiebre es resultado directo de los Acuerdos de Paz del 2016 y la entrada del nuevo gobierno en 2018. Al incorporarse las Farc a la política institucional fruto de los acuerdos de 2016, los gobiernos colombianos perdieron acceso a la herramienta más efectiva con la que contaban para silenciar a opositores y ciudadanos clamando por democracia y transparencia –la acusación de estar afiliados o infiltrados por grupos guerrilleros o tener agendas pro-comunistas (el espantapájaros del “castrochavismo”).

La falta de liderazgo gubernamental, junto a unas instituciones públicas ya debilitadas por políticas que han deshuesado al aparato estatal y de servicios públicos, constituían una combinación altamente inestable ya existente antes de la pandemia. Su explosión social en 2021 emerge en un contexto en que a estas condiciones preexistentes se agregan 3.6 millones más de pobres. Esto explica por qué los colombianos se movilizan en medio del tercer pico de la pandemia. El hambre es más fuerte que el miedo. En abril, de acuerdo con una encuesta realizada antes de las protestas, la desaprobación del gobierno era superior al 60 por ciento. Un 81,9 de la población declaraba su insatisfacción con la labor del gobierno, con los niveles más altos de desaprobación en la población en el rango de 25-34 años de edad. Una reciente encuesta revela que el 81 por ciento de la población en este rango de edad apoya las protestas.

Neoliberalismos criollos

En Colombia y Chile, la apertura comercial, las privatizaciones y el impulso al sector privado promovidos durante los años 90 y 2000 produjeron dinamismo económico, expansión del empleo y reducción de la pobreza, hasta que los mercados internacionales fueron favorables. Pero tal modelo económico no produjo cohesión social y tuvo un pobre desempeño en reducción de las desigualdades. Su paradigma de lo público es de un sistema de protección social residual, subsidiario, con extrema focalización y ausencia de servicios públicos verdaderamente universales. Un gran número de autores, desde Piketty a Milanovic, pasando por Palma, han argumentado que altos niveles de desigualdad y concentración del ingreso y la riqueza producen consecuencias políticas significativas, y son inherentemente inestables en el largo plazo. Cualquier sociedad con un débil sistema de protección social que sea sometida a un shock externo prolongado (por ejemplo, una pandemia), inevitablemente observarán fuertes tensiones políticas, sociales y económicas. Numerosos países han visto recrudecer la conflictividad social durante la pandemia, precisamente por el empeoramiento abrupto de las condiciones de vida de grandes grupos de la población.

Perspectivas

Los estallidos sociales pueden ser vistos como coyunturas críticas, es decir, como eventos que alteran el curso de las tendencias históricas precedentes, inauguran nuevas trayectorias, y potencialmente producen transformaciones estructurales. A la luz de los rotundos resultados del plebiscito constitucional de octubre de 2020 en Chile, y de las elecciones de miembros de la convención constituyente del 15 y 16 de mayo de 2021, se puede afirmar que este país asiste a un proceso de transformación política de proporciones. En efecto, en el plebiscito constitucional, un 80 por ciento se pronunció a favor de acabar con la Constitución de la dictadura de Pinochet, mientras que en las elecciones de mayo de 2021 los partidos de la derecha obtuvieron solo un 21 por ciento del voto popular. Los grandes triunfadores fueron los partidos de la izquierda y los independientes de todas las inclinaciones. Los resultados consagran el fracaso de la derecha en conseguir el tercio de los convencionales, que confiere poder de veto contra propuestas que afecten sus intereses.

En la nueva configuración de poder que refleja la convención constituyente, las viejas elites políticas se redimensionan, pierden poder, mientras que grupos emergentes, rebeldes y excluidos lo ganan. La bancada de los pueblos originarios, y el grupo de líderes sociales electos, son ejemplos de esto. De cara a las elecciones presidenciales de noviembre de este año, las perspectivas no son particularmente favorables ni para la derecha ni para los partidos de la antigua coalición de centro-izquierda que lideró la transición a la democracia en los 90. Estas elecciones serán cruciales en términos de confirmar la profundidad de estas transformaciones, incluyendo el cambio en el sistema de partidos y de los clivajes que le dan sentido.

En Colombia, el panorama se asemeja a aquel que emergió después del plebiscito de 2016 que rechazó los Acuerdos de Paz con las Farc. Colombia continúa siendo una sociedad al borde de dos alternativas: 1) Profundizar la democracia, opción que pasa por una apertura del gobierno y de las élites en el poder a transformaciones conducentes a un nuevo pacto social, y a nuevos arreglos institucionales y políticos. Como menciona el ex comisionado de paz, Sergio Jaramillo, “el reconocimiento es el mejor antídoto contra el resentimiento”. 2) Optar por una guerra de desgaste, en la cual el gobierno espere que los manifestantes se cansen de expresar sus demandas, o en el peor de los casos, que profundice la represión hacia éstos. Una alternativa extremadamente riesgosa dado que el cierre del Estado podría volver a dar justificación a los grupos armados, deslegitimando el aparato estatal más allá del desempeño del actual gobierno.

Quienes hoy gobiernan olvidan que para 21 millones de personas que ya viven en la pobreza y han sido víctimas de la violencia, la supervivencia diaria es una guerra de desgaste a la que están habituados. Por lo tanto, es probable que la resiliencia de aquellos que han vivido y caído en la pobreza sea mucho más alta que la tolerancia de las élites a los impactos económicos de la prolongación de la inestabilidad social. El gobierno colombiano parece creer que es posible volver a meter el genio en la botella, sin embargo, la sociedad colombiana ha reconocido su poder en las calles.

*César Guzmán-Concha es investigador Marie Skłodowska-Curie del Instituto de Estudios de la Ciudadanía de la Universidad de Ginebra (Suiza), y miembro del Center of Social Movement Studies COSMOS, de la Scuola Normale Superiore (Italia).
**Fabio Andrés Díaz Pabón es investigador del African Centre of Excellence for Inequality Research (ACEIR) de la Universidad de Ciudad del Cabo e investigador asociado del Departamento de Estudios Políticos y Relaciones internacionales de la Universidad de Rhodes en Sudáfrica

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