El reto mayor: traspasar la apatía urbana

El reto mayor: traspasar la apatía urbana

 

Como en la década de los años 90 del siglo XX, ahora, 25 años después, la “apertura democrática”, como consigna, reivindicación y esperanza de sectores políticos de izquierda, vuelve y gana espacio en Colombia. Igual deseo y esperanza, pero con un mayor fervor social/urbano, embargaba al país en 1990-1991.

 

Era el ambiente, en el momento de firmar la paz entre el establecimiento y las insurgencias de procedencia urbana, en especial con el M-19, que destacó en liderazgo e iniciativa. Fue anhelo multiplicado, una vez que tomó forma la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente. Demanda o reivindicación soportada en profundas razones. Por ejemplo, sobre la memoria aún fresca de varias generaciones latían los efectos de luto, heridas y cicatrices, de la norma que se suponía excepcional pero que en la práctica era rigor cotidiano: el estado de sitio. Y con su aplicación, la represión a la mayoría de expresiones reivindicativas, el encarcelamiento masivo de todo tipo de críticos y disidentes del régimen, las torturas y la violación general de los derechos humanos, la desaparición de infinidad de connacionales. En fin, la imposición con “militarización ascendente” o dictadura civil era un hecho consumado.

 

En un régimen sin posibilidad de crítica abierta ni de participación libre y autónoma, con un bipartidismo que de facto monopolizaba el poder, la vía armada era la puerta abierta para todos aquellos que soñaban con una sociedad organizada bajo los presupuestos de igualdad, justicia y soberanía.

 

Tras varias décadas de confrontación y activación de sujetos en resistencia, el paso bajo una presidencia tripartita (Álvaro Gómez, Antonio Navarro, Horacio Serpa) a un evento constituyente, con reconocimiento e incorporación a la nueva Carta de 1991 de un extenso rosario de derechos –humanos, económicos y sociales, así como de los conocidos como de tercera generación– adentró al país en un discurso y acomodo de apertura democrática, además de poner a mano otro conjunto de normas que recogían aspiraciones históricas y latentes desde los diversos territorios del país, en expresión de su diversidad regional, social y cultural.

 

Entonces, la demanda que hoy late en el ambiente nacional, así no tenga la misma fuerza que otrora, de la necesidad de ese genérico conocido como apertura democrática, es clara expresión de que lo consumado en la letra constitucional que aún nos rige no logró una concreción profunda, en muchos casos ni siquiera parcial, con cambios positivos en la estructura socioeconómica reinante y en el régimen político. En parte, la crítica pudo expresarse de manera abierta, al menos en las grandes ciudades, pero aún a riesgo de la propia vida. La disidencia ganó protección en algunos casos. Las torturas mermaron pero los asesinatos aleves se multiplicaron. Sin embargo, la dictadura bipartidista liberal-conservadora, que cedió espacio, pasó a ser sustituida por el engendro estatal paramilitar, con su dominio de facto en extensos territorios del país, incomparablemente polarizado. Ahora, en otro capítulo de la historia nacional, con el deseo de otra democracia y luego de dos décadas, el Gobierno y las Farc acordaron pasar de la armas a la disputa política, legal y pública.

 

El papel puede con todo. El Acuerdo deja constancias de reforzados derechos humanos de diverso tipo y variada generación, y también procura reglamentaciones para la participación política de la oposición, con financiación y protección estatales. Asimismo, abre campo para remover la memoria nacional y establecer las causas del conflicto, así como para señalar a los propiciadores y actores directos de infinidad de víctimas que enlutaron familias por doquier, además de otra cantidad de acuerdos, normas y beneficios inmediatos para sus bases directas y para quienes habitan los territorios que pudiéramos denominar como de la guerra. Por supuesto, son logros importantes aunque inquietantes.

 

Inquietan por su escaso impacto sobre la mentalidad y la disposición de quienes habitan la geografía nacional, característica que suscita un gran interrogante: ¿Por qué el proceso de negociación de la guerra entre Gobierno y las Farc no despertó el entusiasmo que un suceso de estos debiera suscitar? Este interrogante, presente desde los primeros meses de instalada la mesa en La Habana, se prolongó con el paso de los años y aún está presente: ¿Por qué el Acuerdo firmado entre estas dos partes, y sus desarrollos legislativos y legales en general, no despiertan fervor alguno en el país, y trasciende poco, más allá del círculo activo y organizado de la actividad social y la política?

 

Las explicaciones pudieran ser diversas. Cabe relacionar las derivadas de las experiencias de negociación anteriores. Los tránsitos, por sus exiguos resultados, indicaban que se debía actuar de manera distinta y contraria: negociar allende las fronteras; guardar el secreto de lo avanzado parcialmente, y sólo transmitirlo al público de común acuerdo entre las partes. Pero también hay otras explicaciones: no abordar temas estructurales, limitación que excluye de plano la motivación profunda de vida en justicia y dignidad que pudiera sembrar en las mayorías nacionales la esperanza de un futuro mejor para los suyos. Asimismo, afecta la irrenunciable guerra política ejercida desde el alto gobierno contra las Farc, producto de la cual el enemigo nunca fue tratado con dignidad, profundizando en amplios sectores sociales el rechazo que con acciones indebidas generó el grupo insurgente.

 

Hay una razón, tal vez no considerada, para explicar el notorio desinterés en el proceso: las Farc no llamaron a que la sociedad planteara sus demandas, en procura de una profunda apertura democrática, resaltándolas como prioritarias para negociar en La Habana. De esa manera, el contenido difundido de la negociación creó la imagen de que lo prioritario para la insurgencia fariana era negociar su proyecto con fundamento en largos años y el tamaño de su aparato orgánico, relegando a un segundo plano la identificación de las expectativas del país nacional.

 

¿Significó el modelo de negociación una expresión sintética de su visión sobre la relación actor político-sociedad? La Agenda que guió la negociación entre las partes no arrojó signos diferentes en este aspecto. Tampoco ayudó en vía contraria el método de foros con el que citaron a los sectores sociales organizados en movimientos sociales a opinar sobre el particular, cuya voz y protagonismo no implicaron compromisos constituyentes para la Mesa. Así, el resultado finalmente obtenido es preocupante por cuanto sus énfasis versan sobre una participación prioritaria de los otrora insurgentes, con prioridad de lo formal-institucional y una preocupación que parece excesiva en el interés por lo estatal.

 

De hecho, ahora mismo –al escribir esta editorial– se debate en el Congreso de la República una ley para garantizar la participación de las Farc como partido: derecho a congresistas propios por dos períodos de gobierno, además de otras arandelas demandadas y acordadas en el afán por arrancar o tener algún juego político institucional. Es éste un logro importante para los exguerrilleros como tales, pero no necesariamente para el conjunto social, prevenido y descreído de los partidos políticos y de su rol gubernamental, en un marco de distancia con los beneficios de la paz.

 

Flota en la situación una gran disparidad sobre la manera de proceder para reencauzar y superar la democracia realmente existente en Colombia. El interrogante desprendido de la negociación fariana es cómo garantizar que las propuestas sentidas y originadas desde los movimientos sociales y desde la sociedad civil en general sean retomadas en la mesa ecuatoriana (Gobierno-Eln) como hechos constituyentes, dilema que debe sopesar el Eln en su negociación en curso. La agenda firmada por esta otra agrupación insurgente brinda luces sobre el particular: “Agenda. Participación de la Sociedad en la Construcción de la Paz. La participación de la sociedad será: […] c. Un ejercicio dinámico y activo, incluyente y pluralista, que permita construir una visión común de paz que propicie las transformaciones para la nación y las regiones”.

 

En consideración de Héctor Moncayo (pág. 6-7), en algún momento la negociación Gobierno-Eln debe suscitar alguna inquietud social. Según su conclusión, los elenos comportan en este aspecto tres diferencias con las Farc: prioridad a la reforma socio-económica antes que a las facilidades para el actuar de su organización. Reformas más allá del ámbito agrario, que impacten al conjunto de las estructuras económicas y sociales. Reformas que deben resultar, directamente, de las demandas de las mayorías del país y no por mediación del grupo insurgente. Tal vez, si esta proyección encuentra eco social, por primera vez la apertura democrática pudiera encontrar un mayor espacio.

 

En efecto, toda reforma real, con fondo, demanda una correlación de fuerzas diferente de la actual entre quienes detentan el poder y quienes lo padecen. Presión y actuación social que, al decir de Philip Potdevin (pág. 4), implica que una cultura antagonista gane espacio entre nosotros, factor sine qua non para que la democracia reconforme su esencia, y así, desde lo recogido en la Carta Política de 1991, tome forma –en su plazo conveniente de maduración, no sólo de agitación– un nuevo acto constituyente que arroje una distinta naturaleza del poder.

 

De un escenario, evento y disposición en la pugna de poder que permita recoger las demandas germinadas y exigidas por diversos conglomerados sociales en estos últimos 25 años, a lo largo y ancho de las coordenadas globales: poner fin al ciclo neoliberal; lograr la desconcentración y la redistribución de la riqueza en cada sociedad; conseguir respeto y protección efectiva para el medio ambiente, nueva dirección que implica una certera reforma agraria y urbana, y el desestímulo en la cotidianidad al uso del vehículo particular. A la vez, proyectar una participación decisiva de las mayorías sociales en el diseño y la conducción de su presente y su destino futuro; con soberanía(s) efectiva(s) –alimentaria, territorial, en el conocimiento, etcétera. De disponibles consultas refrendatarias ante todos y cada uno de los aspectos económicos, políticos y territoriales que impliquen al conjunto social; con respeto efectivo a la privacidad, así como control al espionaje electrónico hoy reinante por doquier. Y en un lugar que no es secundario, contener la corrupción y obtener, contra el privilegio, que los congresistas devenguen como máximo cuatro veces el salario de un obrero profesional.

 

Seguramente, otras muchas son las demandas que por todo el mundo ganaron cuerpo en las últimas décadas. Para el caso de Colombia: ¿terminará el ciclo insurgente, llevando al Estado a retomarlas? ¿Dará paso el cierre del ciclo armado a una disposición económica con territorios alternos de gestión, solidaridad, cooperativismo y construcción de redes en el ciclo de la producción, el acopio y la comercialización, y, en su relación, de otra democracia, diferente de la realmente existente, en crisis como producto de la intensa y compleja transformación tecno-científica que sacude al capitalismo?

 

  • https://www.mesadeconversaciones.com.co/sites/default/files/AcuerdoGeneralTerminacionConflicto.pdf.
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