“En cualquier parte del mundo, los gobernantes tienen como única preocupación su éxito personal, antes que el interés colectivo, y gastan la vida entera buscando los resultados que los favorezcan” (1).
Sin sorpresa. Con soporte en un balance ligero sobre su gestión de 39 meses al frente del gobierno, el pasado 20 de noviembre, Juan Manuel Santos le anunció al país su decisión de encabezar una campaña electoral reeleccionista 2014-2018.
El argumento central para aspirar a prolongar su estadía en la Casa de Nariño parte de que todo lo hecho por él marcha bien, pero su gestión apenas logra y cumple con una parte de sus propuestas. Tal como sucedió con su predecesor, un solo mandato le resulta insuficiente, motivo por el cual requiere otro período. Razón de la sinrazón.
Pero una suma de ocho años tampoco es suficiente. Su antecesor, al final de dos períodos, con el deseo vivo de más reelección, esgrimió la necesidad de otros tantos años para realizar su discurso a plenitud. Entonces, de resultar reelegido, y al final de su doble mandato, ¿qué sucederá con Santos? ¿Intentará, como el presidente anterior, reformar la Constitución y atornillarse al sillón presidencial? ¿Acudirá a otra maniobra legalista que satisfaga sus ansias de poder?
Para sustentar su actual decisión electoral –el papel puede con todo, igual que la comunicación unidireccional–, el Presidente les colgó un broche de oro a las políticas en despliegue bajo su mandato. Según su afirmación, en empleo, reducción de la pobreza y en materia de seguridad, “hemos cumplido”. Asimismo, con respecto a la reparación de las víctimas de la violencia. “Gracias a esto, salimos de ese vergonzoso puesto de ser uno de los países con mayor desigualdad y pobreza de la región” (2). Palabras, por supuesto, de un presidente que ya está en campaña.
Frases desmentidas –o polemizadas– por los centros de estudio, cuando reconfirman que el país mantiene un Gini del 0,539, cifra que no rebaja, luego de Honduras y Haití, el tercer puesto que Colombia ostenta como país más desigual de la región. Desigualdad reforzada porque “[…] el 2 por ciento de la población, o menos, se queda con la mayor parte de la riqueza que genera el país […], el mayor crecimiento de nuestra economía en los últimos años sólo beneficia a los empleadores”. De esta manera, y con respecto a la forma como se distribuye la nueva riqueza que genera el trabajo, “[…] el 63,2 por ciento va para los empleadores y el 34,6 por ciento para los trabajadores” (3). Con esto nada más, sus palabras rebotan necias o son apologéticas afirmaciones.
En cuanto al desempleo, las centrales de los trabajadores confirman que los indicadores de los cuales se ufana el Presidente candidato corresponden al empleo informal, que ahora es la norma. Es decir, el trabajo que crea el actual gobierno es mal pago, inseguro, temporal, sin derecho a sindicalización.
En el aspecto de la seguridad, si es medida en ataques contra la insurgencia, son innegables los golpes asestados a los alzados en armas. No es casual que con un ramo de olivo Santos interpele a Uribe así: “Hace siete años los colombianos dimos la oportunidad a mi antecesor de consolidar unas políticas de seguridad que resultaron exitosas y que seguimos fortaleciendo”. Y el aspirante a la reelección refuerza su ambición con el favor de un escenario continental donde, de manera contradictoria, con los tiempos de cambio que vivimos, el liderazgo personal es más característico y hondo: “Hoy, yo quiero esa misma oportunidad para consolidar la paz y la prosperidad para el país”.
Con supuesta humildad, el Presidente cobra por derecho propio. Pero no está de más preguntar: ¿En sus actuaciones hasta ahora premeditó un cálculo de la paz como botín político? ¿Tenía previsto desde hace muchos meses el presidente candidato el escenario de una nueva campaña electoral, centrada esta vez entre “amigos” y “enemigos” de la paz? ¿Utiliza, por tanto, de manera oportunista, el proceso en marcha en La Habana? Si así fuera, ¿no sería más lógico castigarlo no votándolo, pues denota que instrumentaliza un deseo nacional, sobre el cual antepone su inmediato interés personal para reelegirse? ¿Es carta de garantía para un país alguien que no abstiene, incluso, de manipular y engañar a la opinión pública?
Veamos que en materia de víctimas sus afirmaciones son contradictorias con la realidad. De los más de seis millones de hectáreas que en un mínimo de reparación les deben regresar, hasta ahora, y luego de tres años de propaganda, sólo les han restituido 12.657 hectáreas a sus verdaderos dueños, un número ínfimo que da grima. Y con el micrófono oficial que potencia todos sus programas y acciones, el Presidente no deja de exagerar. Por supuesto, y también, de contradecirse sin rubor: “Y la paz –no hay que olvidarlo– es la mejor seguridad: ES LA SEGURIDAD DEFINITIVA”, dice. Pero, como bien puede confirmar un estudioso desprevenido, este concepto es falaz. La paz absoluta no existe.
Así lo confirman países como Guatemala, donde hubo acuerdos de paz con grupos alzados en armas. Sin embargo, con posterioridad a los armisticios, la violencia social tiene un volumen que resulta norma. En Colombia, con una violencia múltiple y sus raíces, que son de inmensa complejidad, desde ahora podemos avizorar la ampliación de otras formas de violencia, asidas en sus casos, como recurso y método para la conservación de poderes locales, el afán de vida fácil y de riqueza rápida. El narcotráfico y el poder de las mafias, ligados al poder político tradicional, serán su cuna, alimentación y soporte. De circuitos y reconfiguración de violencia que tendrán vía y extensión por las ciudades, como revelan sus múltiples prácticas de control, chantaje y dominio que no cesarán de inmediato ni pronto.
Otras manifestaciones de violencia cotidiana, sobre todo urbanas, como el robo callejero, el hurto de casas, el fleteo, la falsificación, etcétera, proseguirán y tendrán prolongación; y sólo una conciencia y la insurgencia social que despierte identidad, y amor por la vida, solidaridad comunitaria y nuevos imaginarios juveniles, pudiera atravesarles una contención efectiva.
Sin tomar estas circunstancias en cuenta, con palabra ligera y contradicha por él mismo, el candidato a reelección prosigue: “Ustedes me eligieron para mejorar la calidad de vida de todos y cada uno de los colombianos”. “Hemos cumplido”. Y en otro aparte suyo amplía: “Pero somos muy conscientes de que todavía uno de cada tres colombianos es pobre, y uno de cada 10 vive en la pobreza extrema”. Cómo no hacer una pregunta sencilla: ¿Si mejoró la vida “…de todos y cada uno de los colombianos”, cómo es posible “…que uno de cada tres […] es pobre, y uno de cada 10 vive en la pobreza extrema?”. Si existe una realidad de este tamaño, ¿cómo afirmar el cumplimiento en la mejora de la calidad de vida de “todos y cada uno de los colombianos”? No es sino oír y ver para sorprenderse.
Tras la mampara
Con la astucia de todos los políticos, Juan Manuel Santos negó su voluntad de reelección durante más de 10 meses de 2013. Aunque ya tenía claro su escenario de final de año y de inicios de 2014, no les brindó oportunidad a sus oponentes para confrontarlo y criticarlo. Así ganó tiempo y redujo al mínimo posible una crítica por ambición de poder. Así jugó también con los tiempos de la negociación en curso en La Habana, que le favorecían desde cualquiera de sus escenarios posibles.
Habilidosa justificación: marchamos bien pero en todos los sectores falta algo por hacer. Por eso –según Santos– es necesaria la reelección: “[…] cuando se ve la luz al final del túnel, no se da marcha atrás”.
Ambición de poder. Sorprende entonces que, a la hora de tomar este tipo de decisiones, quienes encabezan la administración pública no confíen, para las políticas de Estado –es decir, de largo plazo–, en otro copartidario ni tengan base en su fementida pretensión de diálogo con sus gobernados, que, a cambio, sí deben sufrir y aguantar la gestión y la administración de un país. Siempre faltará algo por hacer.
El Presidente mismo sentencia la realidad que enfrenta un proyecto de gobierno: “…las grandes transformaciones no se logran en poco tiempo”. No obstante, con este argumento, la campaña reeleccionista tendría razones en cualquiera de los próximos cien años. O muchos más. Con toda seguridad –sin que suceda algo excepcional–, ningún proyecto político ni nadie podrán reducir de manera significativa, a través de pequeñas reformas, la desigualdad en Colombia, ni comprimir hasta su mínimo, en una sociedad justa, la violencia. Tampoco es posible romper por ese conducto la pobreza ni el desempleo. Claro, siempre y cuando no manipulen con las metodologías para su medición ni respondan con una formalidad laboral de mala calidad.
Con dejos de modestia, el presidente candidato, al igual que los políticos tradicionales y profesionales, arguye que su decisión de ir a una campaña reeleccionista no parte del interés personal (sic) sino que responde a la necesidad de quienes viven en mayor penuria: “¡Por ellos, por los que aún no tienen un trabajo digno! […] “¡Por ellos –sobre todo por ellos, por los más pobres de Colombia–, tenemos que continuar PARA TERMINAR LA TAREA!”. Sin duda alguna, como entona el habla popular, “para sufridos, el Nazareno y vos”: Juan Manuel Santos, el sacrificado.
Simples palabras. Al sustentar en tercera persona su ambición de proseguir al frente del gobierno, en Santos afloran sin tapujo las virtudes del político tradicional y profesional: “Hipocresía, doble moral, frialdad de espíritu, maquinación, estudiando y midiendo a sus víctimas, buscando o esperando la oportunidad más ventajosa: ¡he ahí las virtudes de un excelente gobernante o político! Salvo muy contadas excepciones, jamás, nadie en el poder busca el interés general, el bienestar del pueblo o de una sociedad” (4).
En el caso de aceptar el razonamiento del Presidente, tendríamos que admitir que en política no hay intereses personales, dada su referencia de grupo, pero, además, que el poder no engolosina. Pero la historia muestra todo lo contrario, y concluye que “la esencia de la política es el poder” (5), y el poder tiene un soporte en la falsedad y la violencia. En el caso moderno y con desarrollo, es en su despliegue legítimo a través del monopolio de las armas y la manipulación de los hechos por medio de los grandes medios de comunicación.
“Todos los políticos ambicionan el poder con una pasión entrañable, con interés visceral, con anhelo insaciable de gloria…” (6) y Juan Manuel Santos no rompe la constante histórica. En procura de su oportunidad, tuvo largos años de estudio y administró diversos entes gubernamentales, forjando el carácter que le permite encubrir su real faz, hasta el punto de tener la capacidad camaleónica de engañar –e ilusionar– a uno de los embusteros más radicalizados que lideran una agenda pública y secreta en Colombia: el expresidente con quien compartió durante varios años proyecto político, métodos de acción, y gobierno.
Apariencia y capacidad de engaño que no son fáciles de improvisar. ¿Si fue capaz de hacer esta mecánica con su jefe, qué no podrá hacer con nuestra sociedad, ahora que cuenta con todos los recursos del poder a su disposición?
1 Ballén, Rafael, La pequeña política de Uribe. ¿Qué hacer con la seguridad democrática?, Ediciones Desde Abajo, 2005, p. 32.
2 Santos, Juan Manuel, discurso 20 de noviembre de 2013, www.presidencia.gov.co (en adelante, a no ser que se indique lo contrario, las citas corresponden a este discurso, también las mayúsculas).
3 Escuela Nacional Sindical, “Salarios y costos laborales en la economía y en la competitividad de las empresas”, www.desdeabajo.info.
4 Ballén, Rafael, op. cit., p. 33.
5 “El poder es a los políticos lo que la luz del sol es a las plantas: tienden naturalmente a buscarlo”. Naím, Moisés, El fin del poder, Debate, 2013, p. 120.
6 Ballén, Rafael, op. cit., p. 32