En un Seminario sobre el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), convocado por la Cepal hace unas semanas, uno de sus funcionarios decía que si la globalización del siglo XX se había centrado en el comercio de bienes y servicios, la del siglo XXI se definía principalmente por ideas, información e innovación1 (no sobra aclarar que el Seminario estuvo encaminado a promocionar las ventajas y oportunidades que se abrían para América Latina, por cierto ya después de firmado el Acuerdo, tal como allí mismo se denunció). Y explicaba el funcionario que ello correspondía a una radical mutación de la economía que hoy bien podría calificarse de digital, en la cual dejan de ser importantes los bienes tangibles. La melodía no deja de sonar harto familiar. De nuevo, la tesis de la ‘desmaterialización’ del trabajo, sólo que ahora aparece en forma normativa, como un objetivo de política económica, pues el contexto de la presentación era evidentemente la general preocupación acerca de la urgencia que tienen nuestros países de avanzar en una diversificación productiva, única forma de insertarse en las cadenas internacionales de valor.
La tesis de la supuesta primacía del trabajo intelectual sobre el trabajo manual y de sus impactos en el conjunto de la economía y de la sociedad no es muy novedosa. Baste recordar que la primera edición de la voluminosa y exitosa obra de M. Castells, La era de la información, es de 1996. Y no era la única. Hacía parte de una explosión de libros, folletos y artículos periodísticos que desde hacía varios años venían consagrándose, con cierto tono de ciencia ficción, a ponderar las virtudes de la nueva sociedad computarizada y robotizada. El viejo proletariado probablemente no había desaparecido pero, en todo caso, le quedaban pocos años de vida. Desde luego, hay una enorme distancia, en punto a seriedad y rigor científico, entre la obra de Castells y la mayoría de los escritos que adquirieron popularidad. Lo mismo se debe decir de quienes inauguraron la corriente que postula como nueva etapa histórica el “capitalismo cognitivo”, apoyándose en buena parte en las ideas planteadas por A. Gorz y A. Negri en aquella época2.
Cabe subrayar que aquí el motivo de la controversia no reside en el reconocimiento de la importancia creciente del trabajo intelectual y del renovado papel del conocimiento en la acumulación de capital, que es innegable, sino en su impacto social, en las supuestas transformaciones del mundo del trabajo, especialmente en la estructura ocupacional que conllevaría la pretendida desaparición progresiva del trabajo material. La fragilidad de los argumentos se descubre fácilmente al considerar, entre otras cosas, la acumulación en la escala mundial, es decir, como sistema economía-mundo. Y es curioso porque estas tesis van generalmente acompañadas del habitual elogio de la globalización.
En este sentido, la ocasión escogida por la Cepal para volver sobre esta vieja tesis no podía ser peor. Se trataba precisamente de encontrar alternativas de desarrollo para los países de América Latina ante el agotamiento del ciclo de precios altos de las materias primas. ¡Parece una broma mencionar ahora aquello de la pérdida de importancia de los bienes tangibles! La primera idea que viene a la cabeza es, como ya se dijo, la de la diversificación productiva, pero su simple enunciado equivale al reconocimiento de que hemos tenido un modelo basado en lo contrario. En efecto, con fundadas razones, a propósito de esta década ‘gloriosa’ hemos hablado de “reprimerización” de nuestras economías. Y esa es la mayor prueba de que el trabajo material, más rudo y elemental, no sólo no desapareció sino que, gracias al apetito voraz de recursos naturales, viejos y nuevos, ha sido en esta década la base de la acumulación en el ámbito mundial.
Lo único cierto es que, en nuestros países, la industria manufacturera y hasta cierto punto la agricultura (principalmente la campesina) se han estancado o han tendido a reducirse. Pero no por obra del progreso, del desarrollo tecnológico, sino como resultado del modelo adoptado. Por ello no debe extrañar que la ocupación en dichas actividades también haya tendido a disminuir. Y es aquí donde aparece el hecho más sorprendente y en apariencia paradójico: es cierto que la ocupación total aumentó durante los últimos 10 años en todos los países, con la consecuente reducción de las tasas de desempleo. Es uno de los indicadores que han merecido de nuestra parte los mayores elogios, atribuyéndole este éxito a la gestión de los gobiernos llamados progresistas (a veces llegamos a sacrificar niveles de salario real, condiciones de trabajo y garantías de seguridad social, a cambio del empleo en sí mismo. Tal es la condición de indefensión a la que nos hemos visto reducidos). Sin embargo, no es en los sectores privilegiados del modelo, hidrocarburos, minería, agricultura de monocultivos para la exportación, donde más ha crecido el empleo3. Es en el comercio, las finanzas, el sector público y, en general, en los servicios.
Y no es tan paradójico. Resulta claro que en la bonanza de los commodities el efecto precio es mucho más importante que el componente cantidad. Por otra parte, la verdad es que tales sectores no son tan intensivos en trabajo como se cree. En cambio, es gracias a la renta –que en manos privadas ha permanecido en el país o que, a través del Estado, ha sido redistribuida, como han crecido los sectores llamados “terciarios”. El clásico efecto multiplicador o de eslabonamiento. Todo esto refuerza la imagen de un cambio estructural modernizante en la distribución y la calidad del empleo, adobado con el argumento, últimamente de moda, del crecimiento de la clase media. Pero sabemos que no es así. En todo lo ocurrido, hay mucho más de “rebusque” exitoso que de ampliación y cualificación del empleo. Los indicadores de productividad no lucieron muy halagüeños. La involución que, desde ahora se prevé, en las tasas de desempleo y en el volumen y calidad de la ocupación van a corroborarlo brutalmente.
Un hecho que va junto con este proceso debe también preocuparnos. Es el relativo a la organización de los trabajadores. Al contrario de lo sucedido a finales del siglo XIX y principios del XX, el modelo primario exportador no dio lugar ahora a la construcción y el fortalecimiento de grandes organizaciones de los trabajadores (como se recordará, fueron poderosas, entonces, justamente en los sectores básicos, en el transporte y los puertos). El sindicalismo, que sigue siendo protagonista en Uruguay y todavía poderoso en Brasil, se mantiene, en general, estancado. En la mayoría de los países recibe sus escasos alientos de los empleados estatales, por lo general de los maestros. Colombia es un patético ejemplo. Y es lamentable ver cómo, en un período en cual el país dependió casi de manera absoluta de la exportación de petróleo, se registró también, junto con la privatización de Ecopetrol, la multiplicación de trabajadores temporales y el debilitamiento de la Unión Sindical Obrera, el sindicato del sector.
Sin duda tiene que ver con la escasa dinámica ocupacional en los sectores básicos que se acaba de señalar, pero también con las profundas reformas neoliberales que en la práctica liquidaron el derecho laboral. Sin contar la represión y la violencia, de las cuales también somos ejemplo. Pero, principalmente por la incapacidad organizativa de amplios sectores de trabajadores que sí se han multiplicado. En ellos mismos no parece haber siquiera voluntad, y por parte del sindicalismo existente se prolonga la ausencia total de ideas.
Tocamos aquí el nudo de la cuestión de la desmaterialización enunciada al principio. Ahí se trataba de propuestas y acá de realidades, pero precisamente por ello resulta útil para aclarar equívocos. No es necesario recurrir a la tesis de la desmaterialización del trabajo para entender la hipertrofia del sector terciario en América Latina. Y frecuentemente se toma una cosa por otra. Es, además, lo que ha ocurrido en todo el mundo. Se trata de la ampliación del concepto y de la realidad de los servicios, y de manera notable del sector financiero, que es donde mayormente se han aplicado las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Pero principalmente de una transformación institucional. Se trata de una fragmentación exacerbada de los procesos de trabajo y de producción, de manera tal que los fragmentos se convierten en unidades vendedoras de “servicios”, ya sea como trabajadores independientes o como microempresas. Por otra parte, en condiciones de oligopolios y predominio de grandes corporaciones transnacionales, es claro que se trata hoy de la redistribución de las ganancias extraordinarias y su realización en las formas más amplias y sofisticadas de consumo.
Sin duda, todo esto da para una prolongada discusión que no pretendemos aquí ni siquiera iniciar. Lo que aspiramos a resaltar es la innegable ruptura institucional. Al tiempo que en el mundo del trabajo aumenta la densidad, es decir, las relaciones de interdependencia, el trabajo, intelectual o material, se individualiza cada vez más. Y esto por obra de una contratación cada vez más individualizada y precaria. Esto es lo más importante en lo que a nosotros compete.
Por el momento, llama la atención la interiorización de esta condición angustiosa, como algo natural, por parte de los mismos trabajadores. Hace poco, en un diario colombiano, apareció un artículo tomado de El Mercurio de Chile donde se registraba la opinión de una trabajadora, socióloga de profesión: “Cuando eres independiente, tienes que jugar con todos tus recursos. Todos tenemos más de un talento. Que sea tendencia es bonito, porque te permite desarrollar distintos aspectos a la vez. Tienes la posibilidad de encontrar satisfacción en distintas áreas, y se amplía tu círculo social”. La tendencia a la que se refiere, como propia de la modernidad y que han denominado “slashing”, consiste en tener más de un trabajo a la vez, precisamente lo que quieren celebrar los diarios citados. ¡Qué maravilla! Ignoran deliberadamente lo que ella misma decía en otro aparte de su nota: “Aunque tener más de una actividad está en mi naturaleza, lo principal ha sido buscar nuevas fuentes de ingreso porque me casé y me separé muy joven”4.
Este es apenas un ejemplo de lo que ha sucedido en el mundo del trabajo, que incluye además, como sabemos desde Marx, la fracción desempleada. Plantea seguramente numerosos problemas tanto teóricos como prácticos pero uno en particular nos interesa. Incapacidad de organizarse, decíamos antes. Sin embargo, hubo un tiempo, ya remoto, en que tampoco existía la contratación colectiva y ello no impidió notables procesos organizativos. La explicación tal vez reside en que en aquella época lo social, y lo que llamamos político, estaban en el punto de partida y no como ahora, que es la meta (inalcanzable) o, mejor, algo que delegan a los partidos. Mientras tanto la función de los sindicatos se reduce a ‘operativizar’ la contratación colectiva allí donde se conserva.
En el fondo, nos queda una pregunta: ¿Es posible la acción colectiva? ¿Ahora, cuando la naturaleza social de la producción no se observa primordialmente en la unidad fábrica o la unidad empresa sino en el proceso económico en su conjunto? Sin duda. Lo que sucede es que las formas organizativas y de acción que eran apropiadas, o por lo menos funcionales, para la etapa anterior, dejaron de ser útiles en la actualidad. En el caso colombiano, la situación es tan ilustrativa como patética. Llevamos casi un siglo dependiendo de la figura jurídica del sindicato “de empresa” y por eso no es de extrañar que no se nos ocurra otra cosa. Es así como diseñamos nuestras reivindicaciones (salariales estrictamente) e identificamos el ‘enemigo’, que es el patrón. Y en ambos casos ya ni siquiera es aplicable. En el mundo de hoy se está tratando de encontrar pistas en dos sentidos. Por una parte, en la consideración de que la reproducción de la fuerza de trabajo es hoy más compleja que lo salarial e incluye aspectos de lo que llamamos necesidades básicas y modalidades de consumo. Y, por otra parte, en la idea de que los procesos organizativos, justamente por lo anterior, deben anclarse más bien en lo territorial, asimilando la realidad de la ciudad (los indignados), e incluso del territorio rural (contra el despojo). ¿Y el enemigo? La realidad del poder en su conjunto, en su forma corporativa o directamente política (de Estado).
Entre tanto, es difícil saber el rumbo que tomará América Latina después de la actual crisis que es, por lo pronto, más de objetivos que propiamente económica. Sabemos que se impone un período terrible de ajuste. Con desempleo. La diversificación productiva seguirá siendo un sueño. En todo caso, las luchas del posmodelo tendrán que ubicarse en la continuidad de las resistencias contra el modelo. En fin, son apenas ideas o pistas. Lo cierto es que, para enunciarlo en forma enigmática, que el sindicalismo, para volver a ser, debe dejar de ser.
1 Presentación de Mario Cimoli, oficial a cargo de la División de Comercio Internacional e Integración de la Cepal, en el Seminario, “El Acuerdo de Asociación Transpacífico: impactos para América Latina y el Caribe”. Santiago de Chile, abril 2 de 2016.
2 Ver Moncayo, H.L. et al. “Trabajo y capital en el siglo XXI” Ed. Ilsa, Bogotá, julio 2010.
3 Ver a este respecto las referencias del artículo de S. Chaparro en este mismo número de Le Monde diplomatique, p. 4.
4 El Tiempo, domingo 24 de abril de 2016. “Slashing: cuando tener un solo trabajo no nos llena”.