El reto y la posibilidad de la hermandad mundial ya es posible. También lo es, con mayor razón, el de la integración regional y continental. Lo que hasta hace unos pocos años era una utopía ha dejado de serlo. Ahora es más que factible. Lo facilita la agonía de la forma Estado-nación, y con ella la crisis y agotamiento de varias de sus funciones reguladoras: el mundo del trabajo, las fronteras, el monopolio de los mercados y de la violencia.
La hermandad regional, continental y mundial, es posible, lo facilita, además, el potencial de la ciencia y la tecnología, y con éstas el desarrollo cada vez más vertiginoso de variedad de artefactos destinados a propiciar la comunicación y movilidad humana en su más amplia acepción. Con estos logros al alcance de crecientes sectores de la población mundial, el planeta que habitamos nos parece cada día más pequeño.
Si bien estos desarrollos acontecen por el afán del capital de reproducirse a través de ciclos cada vez más acelerados, rompiendo el ritmo de la naturaleza y el mismo derecho al placer y el descanso de los seres humanos, lo cierto es que tales logros también pueden ser disputados y apropiados en beneficio de una sociedad global donde reine la fraternidad.
Este es un reto. Pero una realidad palpable es que todo aquel que cuente con recursos para abordar un transporte aéreo -cada vez más veloces- puede recorrer el planeta, en cualquiera de sus coordenadas, en pocos días, quedando como un exceso los 80 de Julio Verne.
He aquí una realidad. Pero la otra es que todo aquel que tiene un familiar, amigo o conocido en cualquier rincón del mundo, por efecto de los satélites que hacen posible nuestra comunicación en tiempo real, puede escucharlo y verlo, compartir con él, como si estuviera a la vuelta de la esquina. La conciencia en formación producto de estas transformaciones es sustancial. Ahora nuestra casa es la tierra, como un solo territorio, y la patria ha quedado vetusta, desnudada como lo que en verdad ha sido y es: un recurso ideológico, maniqueo, para dividir y enemistar a los habitantes de la misma casa.
Esta es la realidad y la posibilidad. Pero por ahora, quienes se benefician del control y dominio de los Estados, se preocupan en grado sumo por propiciar la conformación de uniones regionales, tratados, pactos o similares, para potenciar el intercambio comercial, facilitar la defensa de sus territorios, permitir el flujo de divisas, crear moneda común, y similares, pero sin colocar como epicentro de sus acuerdos, a partir de romper sus fronteras, la construcción de un solo territorio, potenciando con esta empresa la conciencia de que somos los mismos, con iguales derechos y deberes, más allá de las aguas, montañas, desiertos, llanuras, etcétera, que nos separen.
Entonces, la hermandad global la permite la tecnología, pero también la conciencia humana, y la necesitan las mayorías que habitan el planeta, pero se le opone y la imposibilitan los intereses del poder de una minoría –el 1 por ciento-, que piensa y legisla desde el lucro y los beneficios derivados del mismo.
Tal vez en contra de esta lógica y dinámica común al poder hegemónico se ha pensado, a la hora de constituirla, la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), un esfuerzo que intenta articular a los países del sur del continente americano, propuesta desde la dirección de los Estados que tienen como faro una sociedad no capitalista.
Es un próposito que choca contra (debiendo romperlas) las inercias y los intereses creados. Inercia que imita y múltiplica una reproducción social que, aunque entre vecinos e iguales, la hace parecer entre desconocidos e incluso enemigos. Y unos intereses que más allá de las necesidades comunes de todos aquellos que habitan estos territorios, maniobra y decide políticas en beneficio de unos pocos. Así, los pueblos que habitan estos territorios, se conservan, viven y se reproducen desde hace siglos, divididos, cercados, aislados.
Para romper esta constante, no ha sido suficiente, ni siquiera, el hecho de compartir en su inmensa mayoría una misma lengua, la cual debiera posibilitar no sólo la comunicación sino, incluso –más allá de los acentos lingüísticos–, sentirnos los mismos.
Pero tampoco ha motivado su acercamiento, tratar de pensar y vivir como una sola y única sociedad, diversa, plural, pero única, el hecho de padecer el dominio y las maniobras de un mismo vecino, poderoso y letal. Un vecino que ha maniobrado para favorecerse a sí mismo y perjudicar a toda la región.
Pues bien, ahora, en medio de una crisis sistémica que afecta a este vecino, así como a otros países poderosos, llamados del centro, se presenta la oportunidad, y la necesidad, de acelerar un proceso dinámico y virtuoso que conduzca a los millones de seres humanos que habitan desde la Guajira hasta la Tierra del Fuego, a sentirse hermanados.
Pero para que el sueño en verdad se haga realidad, hay que romper la lógica dominante: el lucro, el beneficio particular, la preeminencia del desarrollo (medido como más carreteras, más velocidad, más cemento, más chimeneas, etcétera). Para acercar el sueño a la gente que debiera beneficiarse del mismo, al tiempo que posibilitarlo, es necesario priorizar otras categorías y otros intereses al momento de reglamentar el proceso: llamar y hacer posible la solidaridad en vez del lucro a la hora de los intercambios comerciales; movilizar las poblaciones para intercambiar saberes y construir proyectos comunes, sin potenciar el protagonismo de empresarios y negociantes, como es la constante; construir proyectos educativos y de investigación comunes antes que engendros militares; desmontar fronteras y las regulaciones que les dan asiento, permitiendo el libre flujo de todas las personas, facilitándoles gozar de trabajo y de la seguridad social en cualquiera de los territorios conocidos ahora como países.
En fin, estas y otras decenas de propuestas deberían ser el sentido y el motor de la integración regional, para que sus pueblos la sientan como necesaria y posible, pero, además, para superar el clásico: “negocio es negocio”, motivación real de no pocos de los países que dicen estar interesados en este tipo de acuerdos, tragándose por momentos su ideología y ocultando el juego de poder que les brinda oxígeno, con los cuales y por los cuales, los acuerdos de hermanamiento han fracaso y seguirán padeciendo tal destino.