Descripción:
Si no hubiera guerra,
ni humo que cubriera
de ceniza el campo
No es frecuente que un poemario impacte desde su primera lectura en forma tan profunda y completa como lo hace En tierra, el pájaro olvida cantar de Luisa Fernanda Trujillo Amaya. La poesía, como género, siempre íntima y personal –como debe ser–, vive aquí un gran momento. Trujillo es heredera de la dilatada tradición mística reservada a unos pocos poetas, héroes, religiosos, místicos e iniciados: aquella que los sitúa en diálogo directo con el canto de las aves. Casi en toda cultura histórica existe un personaje, mítico, épico o religioso que logra, a través del sacrificio, la introspección, el ayuno, la oración o la derrota del monstruo, la claridad espiritual para entender el secreto y misterioso canto de las aves y así acceder a la sabiduría más profunda, la que reside en el interior del ser humano.
En el poema germánico de Los Nibelungos, el héroe Sigfrido, tras matar al dragón Fafner, cocina su corazón y durante el proceso, una gota de sangre de la víscera cae en su boca –el dragón hasta entonces ha sido el guardián del anillo de los Nibelungos–; a partir de ese instante Sigfrido adquiere el don de comprender el canto de las aves.
En el catolicismo, san Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, santa Hildegarda de Bingen, entre muchos de sus místicos más insignes, llegaron a ese estado superior. En el sufismo, el poeta Farid ud-Din Attar escribió el célebre poema, La conferencia de las aves, en diez mil versos donde da cuenta cómo las aves, buscan entre ellas a su propio rey para que dé respuesta a sus más profundos interrogantes. En realidad se trata de una alegoría al conocimiento interior. La respuesta jamás está por fuera del ser humano, es en lo más recóndito de su alma donde puede encontrar solución a sus preguntas más existenciales.
Entre los modernos, Vicente Huidobro, con su célebre poema en siete cantos, Altazor, se inscribe en la misma tradición. El viaje que recrea en la obra culmina con un crípitico (pero hermoso) Canto VII, en donde entra en comunión con el canto de las aves usando el lenguaje de ellas.
Por supuesto, alcanzar esas latitudes, en donde se roza lo sobrenatural, es labor ardua e ingrata. No podría ser de otra forma, mucho menos en épocas modernas cuando todo (el conocimiento, la inspiración y hasta la felicidad) suele estar a un clic de distancia; vivimos la vulgarización de la cultura, el conocimiento y la espiritualidad en el mundo del “ready-made”.
El libro de Trujillo (A terra, l’uccello dimentica di cantare) ha sido recientemente publicado en Italia en una pulida y magnífica edición bilingüe italiano-español por Raffaelli Editore, en traducción de Emilio Coco, un luminoso editor que dedica hoy día su vida a “pescar” grandes voces en español y verterlas al italiano.
Trujillo no ha accedido al don mediante un certificado tras un curso de dieciséis horas un fin de semana o a través de una app descargada en su móvil. Todo lo contrario. Es a través de la más penosa y difícil prueba que pueda vivir el ser humano, el diagnóstico, tratamiento, padecimiento y sufrimiento de un mal artero que arrincona la salud y acecha la vida; así, de manera sombría, ella comulga la gota de sangre del dragón Fafner y la recibe en sus labios, en su lengua, en su boca para entrar al diáfano mundo de los iniciados.
Luisa Fernanda ha tenido que soportar los días que se llueven a pedazos, las mañanas que asedian los refugios de su habitáculo, y la tarde añosa que se bate a ciegas con su propia vida para poder traspasar el umbral de la poesía devenida en canto de aves. Su lucha no es de ayer, es necesario haber prendido el fuego a la memoria, volverla ceniza y hacer de cada paso el bálsamo para recorrer, una y otra vez, todos los meses, para someterse en un ir y venir –quizás no son más de cinco cuadras–, de agonía y penuria, los nefastos, y a la vez, esperanzadores procesos químicos para poder observar el vuelo de las aves que ofrendan sus alas y pierden su canto en los atajos de la vida. El agotamiento, el cansancio, eleva sus peldaños y compacta el mundo en un ladrillo; la vida, tan sólida y tan efímera, se siente cada vez que se pisa el pavimento para recorrer ese infame viaje de ida y vuelta.
Esta poesía dialoga, en cada estrofa, en cada verso, en cada palabra, con la vida y la muerte, recuerda, cual canto del cisne, un mismo y eterno adiós. Esta poesía lamenta al pájaro muerto, aquel que “copulaba con el viento en la mañana”, el mismo que en las mañanas picotea contra la ventana de la poeta, la avecilla que perdió su Norte, y hoy, exangüe, se desvanece en plumas desmadejadas sobre el frío pavimento. Al abrir la ventana, está allí, helada, quemada por el frío de la madrugada; el sereno ha congelado sus ojos, su pico astillado apunta a la ventana, al interior de la vivienda, donde la vida se escapa.
A veces las guerras y las batallas no se libran en campo abierto. A veces, como sucede a la poeta Trujillo, se dan en la más íntima de todas las casas: el cuerpo humano. Un cuerpo que entra en conflicto consigo mismo. La guerra, entonces, ha llegado a ella, como cuando en la noche hay la toma clandestina de un pueblo remoto, en una guerra que no da cuartel y que llega sin anunciarse, justo en el momento de los besos con el amado, justo en el momento en que se apresta ella, la amante, a dormir desnuda en los pastizales.
Y, con todo, la batalla no es solitaria. La guerra no es una sola. Hay otras que ya se han perdido. La guerra es amplia y llega a muchos, incluso al ser más amado, un posible Fermín, y se lo lleva; se lo lleva de la manera más agobiante; aquella que no da confirmación de los hechos, aquella que obliga a la espera, “esperé tanto y por tanto tiempo, que perdí la cuenta de los días”, una espera llena de esperanza, que se achica y se vuelve cada día más pequeña, en donde las veladoras se van apagando sin ilusión y sin tiempo, de la misma forma que se apaga el fuego que alguna vez vivió en los ojos del amor.
¿Es posible respirar bajo la hojarasca, cobijada de humedad? ¿Es posible vivir y ser rastrojo apagado en el canto de las ranas? ¿Es posible sobrevivir el brutal fuego que nos convierte en cenizas cuando se han consumido los recuerdos en secreta complicidad con las hojas? Trujillo afronta estas preguntas con valentía y coraje; mira de frente la vida y la otra vida. El resultado es claro y a la vez, doloroso, ominoso, profundo. El legado que entrega Trujillo, En tierra, el pájaro olvida cantar, es sublime, excelso.
Las aves, con su canto, abren la puerta a esa dimensión sobrenatural tan esquiva a la racionalidad. Con este poemario tenemos de nuevo, como sucede de tanto en tanto, una respuesta clara a la pregunta: ¿Para qué sirve la poesía? Basta leerlo para encontrar una maravillosa respuesta.
Philip Potdevin
Bogotá, noviembre de 2011
335 páginas