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Entre el desprecio y el reconocimiento: un país enfermo de patologías sociales

Entre el desprecio y el reconocimiento: un país enfermo de patologías sociales

 

 

Los diálogos que en este momento cursan el La Habana entre el Gobierno y las Farc ha suscitado múltiples debates y opiniones. Aquí una, a propósito del libro Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia, Comisión Histórica del Conflicto y sus víctimas, ediciones Desde Abajo, 2015.

 

 

En 1962 Alejandro Obregón gana el Salón Nacional de Artistas con un cuadro desgarrador: el cadáver de una mujer mutilada. La muerte ni siquiera ha respetado su avanzado estado de gravidez. El rostro está destrozado, su cuerpo desmembrado. Hay rastros de sangre, testimonio de la barbarie de asesinos que demuestran un absoluto desprecio por la vida, por la mujer y por la dignidad humana, aún en el momento más sublime cuando una vida gesta otra. La obra, titulada Violencia, representa una época, un conflicto que, incluso, cincuenta y más años después de potenciado, no ha dejado de asolar a Colombia. Tampoco es el primer cuadro de Obregón en el que representa la brutalidad que desangra al país desde tiempos inmemoriales. En 1948 pintó, Masacre del 10 de abril, sobre los acontecimientos del Bogotazo, y en 1956, Estudiante Muerto, en alusión a la matanza de estudiantes durante la dictadura de Rojas Pinilla.

 

La obra de arte puede convertirse en un dispositivo hermenéutico que integra muchas disciplinas, la sociología, la filosofía política, la filosofía social, para interpretar los tiempos y los hechos de una sociedad. Así lo han confirmado, entre otros, Adorno, en su obra póstuma, Teoría Estética, Gadamer, en Verdad y Método y, por supuesto, Benjamin, en innumerables artículos y ensayos.

 

No es fácil descifrar la complejidad del conflicto armado colombiano; por ejemplo, es casi imposible determinar los orígenes y fechas que marcan el comienzo del mismo. La sociedad colombiana está aquejada, en términos del filosofo alemán Axel Honneth, principal representante de la tercera generación de la Escuela de Frankfurt, por una serie de patologías sociales. Honneth, en sus obra filosófica que cubre desde los años ochenta hasta el presente, y en la que se destaca La sociedad del desprecio, La lucha por el reconocimiento y El derecho a la libertad, ha forjado una teoría a partir del pensamiento del joven Hegel, sobre el reconocimiento de sí mismo y del otro; lo que hoy día llaman El giro del reconocimiento, un andamiaje filosófico que resuelve las carencias de la Teoría Critica de Horkheimer, Adorno y Marcuse, y también las de su propio maestro Habermas. 

 

Allí Honneth intenta realizar un diagnóstico social de nuestra época e identifica nociones radicales como el desgarramiento y la desintegración social; en una palabra, caracteriza a una sociedad ajena a las necesidades del otro, que ve al débil con desprecio y en la que éste, al no ser reconocido como sujeto de derechos, en especial, el más primordial, el de la vida digna, busca formas de exigirle ese reconocimiento a los actores hegemónicos de la sociedad. De esa forma la crítica y el cambio social se constituyen en la piedra angular de una falta de comunidad que llevan al ciudadano agraviado y despreciado, a buscar su pleno reconocimiento social.

 

Este giro del reconocimiento bien puede aprovecharse como una clave esencial para la lectura del voluminoso estudio, de más de ochocientas páginas, que acaba de publicar ediciones desde abajo sobre el informe encargado por la Mesa de Conversaciones de La Habana a la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (Chev) –hasta la fecha solo podía consultarse por Internet, desde cuando fue presentado oficialmente en febrero del 2015–. 

 

Esta Comisión, nombrada de manera conjunta por el Gobierno Nacional y los delegados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, integra a catorce expertos en el tema del conflicto nacional. Siete fueron nombrados por carta parte, lo cual aseguró que se constituyera un amplio espectro de perspectivas, posturas e interpretaciones sobre el tema a trabajar. En síntesis, la tarea de la Comisión fue ocuparse de tres temas específicos: los orígenes y causas múltiples del conflicto, los principales factores y condiciones que han facilitado o contribuido a su persistencia, y los efectos e impactos más notorios del mismo sobre la población colombiana. Una tarea nada fácil para realizar por parte de los expertos en el plazo dado de seis meses. Dos fueron nombrados como relatores, Eduardo Pizarro Leongómez y Víctor Manuel Moncayo Cruz. Los demás son personalidades rodeadas, al igual que los relatores, de respetabilidad y credibilidad, si bien cada uno representa un pensamiento diferente y una postura ideológica y política que cubren el amplio espectro del pensamiento nacional. Se trata de Sergio de Zubiría Samper, Gustavo Duncan, Jairo Estrada Álvarez, Darío Fajardo M., Javier Giraldo, S.J., Jorge Giraldo Ramírez, Francisco Gutiérrez Sanín, Alfredo Molano Bravo, Daniel Pécaut, Vicente Torrijos, Renán Vega Cantor y María Emma Wills Obregón.

 

El primer acuerdo aceptado, una vez conformada la Comisión, fue la inviabilidad de producir un único informe, dado el rango de diferencias entre las perspectivas e interpretaciones del conflicto que emanarían de perspectivas individuales. Por ello, se convino que cada cual produjera un informe separado, y que al final, los dos relatores hicieran, de igual modo, trabajos separados. Lo anterior evidencia dos cosas: por una parte, la gran pluralidad de aproximaciones teóricas al tema, lo cual es una realidad positiva que apunta a dejar a un lado la intolerancia, el desprecio por el otro y el propiciar un diálogo intercultural, en el sentido propugnado por el filósofo latinoamericano Raúl Fornet-Betancourt. 

 

Desde esta perspectiva la Comisión da testimonio del reconocimiento al otro, de la posibilidad del diálogo no asimétrico, del respeto a la diferencia de opinión y al propio entendimiento de la situación filtrada por diferentes experiencias y visiones del país; pero, por otra parte, también queda en evidencia algo sintomático del conflicto colombiano que vale la pena reconocer, casi como una verdad de perogrullo, y es su inextricable dificultad para lograr consensos que lleven a un acuerdo final que asegure una paz duradera.

 

El propósito de la Mesa de Conversaciones de La Habana al nombrar la Chev y comisionar el trabajo, fue poner al alcance de todos los colombianos una interpretación pluralista y amplia del conflicto, sus causas, su persistencia y el impacto en las víctimas, en lugar de tener perspectivas filtradas por los grandes medios de comunicación, o por algunos ambientes académicos o por opiniones de salón. Cabe a cada quien que decida embarcarse en su lectura y análisis, hacerse una idea amplia, comprensiva y contrastada, de la complejidad del conflicto armado, el mismo que la gran mayoría de los colombianos, por no decir la totalidad, ha vivido desde que nació y que hoy, cincuenta, setenta o más años después –es imposible precisar cuando comenzó todo, afirman varios de los comisionados en sus informes, pues mientras unos datan el origen del conflicto en el año 64 con el surgimiento de la guerrilla de las Farc, otros retrotraen el origen a los años veinte del siglo pasado y algunos aún más, al sistema capitalista que marcó el nacimiento del Estado Nación a mediados del siglo diecinueve–, el país sigue albergando el deseo de una paz duradera, más allá de las estériles disquisiciones  sobre cese al fuego, bien sea unilaterales o bilaterales, que parecen preocupar por estos días al gobierno y a muchos actores sociales del país.

 

Y es que lo que resulta indiscutible, después de analizar los informes de los comisionados y de los relatores, es la incongruencia manifestada en las últimas semanas, entre un afán desmesurado del Gobierno de acelerar las conversaciones, de llegar a acuerdos rápidos, de firmar un documento que se llama “acuerdo de paz”, con lo que en realidad demuestra el informe –y en eso parecen estar todos de acuerdo–, y es que las causas del conflicto son profundas, de carácter estructural y consustanciales a un modelo económico y social que ha dejado de ser viable para esta nación enferma de patologías sociales; a un persistente e inveterado despojo de la tierra a los campesinos, colonos, indígenas y desprotegidos por parte de fuerzas dominantes, llámense hacendados, latifundistas, paramilitares, narcotraficantes u oportunistas; a un sistema de exclusión donde la mayoría de los colombianos no tienen acceso a los elementos más básicos de la vida digna, como son casa, tierra para trabajar, servicios públicos, educación, salud; a una notoria ausencia de Estado en demasiados lugares y confines de la geografía nacional; a prácticas de corrupción por una casta política enquistada en la sociedad en donde políticos y ciudadanos, empresarios y contratistas, se usufructúan de los bienes y activos del Estado en provecho propio bajo la más grande impunidad. Ninguna de estas causas estructurales se resuelve en un documento firmado en una mesa. Lo que dice el informe, en cada una de sus páginas, es que en Colombia no habrá paz mientras subsistan las patologías sociales, de las que habla Honneth en su obra; el filósofo alemán, que si bien jamás se ha ocupado del tema particular colombiano, ni tampoco del latinoamericano,  sí pareciera retratarlas, sin expresarlo, con una precisión casi que radiográfica.

 

La obra de arte y el conflicto, ya hemos dicho, están necesariamente ligadas en la historia reciente del país. Por ello, es un acierto que en la elegante edición realizada por ediciones desde debajo de este volumen, se hayan incluido láminas con quince obras de ocho artistas nacionales, que se aproximan y dan fe, desde sus respectivas estéticas, del conflicto y sus desoladoras consciencias para Colombia; ellos son, con sus respectivas obras: Miguel Ángel Echeverría, con una obra de la serie Caídas que ilustra la carátula, Augusto Rendón, con Homenaje al cadete de la paz y Nocturno, Fernando Botero, El pájaro, Omar Rivillas, Rapaz, Eduardo Esparza, una sin título, otras dos, Espantamos la muerte y Visibles, Adriana Gómez, Clamor y Lo que no tiene nombre, Walter Tello, Mercado macabro y otra sin título, Augusto Rendón, Tríptico de La Gabarra y Nicolás de la Hoz, con una sin título.

 

La lectura de estos informes académicos, la polémica que debe despertar en diversos espacios educativos y comunitarios, debe motivar el acercamiento y compromiso de la sociedad colombiana con los diálogos que ahora están en curso en La Habana, los cuales, por un motivo u otro la han mantenido alejada de los mismos, impidiendo así que los posibles cambios que allí se acuerden encuentren piso social, pero también, que las generaciones actuales y futuras asuman un compromiso, desde la comprensión de los orígenes del actual conflicto, para que el mismo llegue de verdad a su total erradicación.

 

*Escritor, periodista.

 

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