El orden neoliberal recuperó su ritmo de crucero, la crisis financiera no parece que le hace mella. A menos de esperar que levantamientos espontáneos produzcan una revuelta general, ¿cuáles son las prioridades y los métodos imaginables para cambiar las reglas de juego?
Cinco años pasaron desde la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008. La legitimidad del capitalismo como modo de organización social se quebró; sus promesas de prosperidad, de movilidad social, de democracia, ya no ilusionan a nadie. Y sin embargo, el gran cambio no se dio. Las acusaciones contra el sistema se sucedieron sin lograr derrotarlo. El precio de sus fracasos se pagó, incluso, con la cancelación de parte de las conquistas sociales que le habían sido arrancadas. “Los fundamentalistas del mercado se equivocaron en casi todo, y sin embargo siguen dominando la escena política más a fondo que nunca”, constataba el economista estadounidense Paul Krugman hace ya casi tres años (1). En suma, el sistema se mantiene firme y en piloto automático. Esto no habla muy bien de sus adversarios. ¿Qué pasó? ¿Y qué se puede hacer?
La izquierda anticapitalista rechaza la idea de una fatalidad económica porque entiende que hay voluntades políticas que la organizan. Hubiera debido concluir, entonces, que la crisis financiera de 2007-2008 no abriría un camino real a sus proyectos. El precedente de los años 1930 ya lo había sugerido: según las circunstancias nacionales, las alianzas sociales y las estrategias políticas, una misma crisis económica puede conducir a respuestas tan diversas como la llegada de Adolf Hitler al poder en Alemania, el New Deal en Estados Unidos, el Frente Popular en Francia y poca cosa en el Reino Unido. Mucho después, y en cada caso con pocos meses de diferencia, Ronald Reagan accedió a la Casa Blanca y François Mitterrand al Elíseo; Nicolas Sarkozy fue derrotado en Francia y Barack Obama reelecto en Estados Unidos. Es decir que la suerte, el talento y la estrategia política no son variables accesorias que suplantarían la sociología de un país o el estado de su economía.
La victoria de los neoliberales desde 2008 le debe mucho a la ayuda de la caballería de los países emergentes. Pues el “vuelco del mundo” también significó la entrada en el baile capitalista de los grandes destacamentos de productores y consumidores chinos, indios, brasileños. Ellos fueron el ejército de reserva cuando parecía que el sistema agonizaba. Sólo en la última década, la participación en la producción mundial de los principales países emergentes aumentó de un 38% a un 50%. El nuevo taller del mundo se convirtió también en uno de sus principales mercados: en 2009, Alemania ya exportaba más a China que a Estados Unidos.
Así, la existencia de las “burguesías nacionales” –y la implementación de soluciones nacionales– chocan con el hecho de que las clases dominantes del mundo entero están implicadas. A menos de permanecer mentalmente atascado en el antiimperialismo de los años 1960, ¿cómo esperar, por ejemplo, que una resolución progresiva de los problemas actuales pueda ser concebida por las elites políticas chinas, rusas e indias, que son tan mercantilistas y corruptas como sus homólogos occidentales?
El reflujo, sin embargo, no fue universal. “América Latina –sostenía hace tres años el sociólogo Immanuel Wallerstein– fue la success story de la izquierda mundial durante la primera década del siglo XXI. Esto es cierto por dos razones. La primera –y la más evidente– es que los partidos de izquierda o de centroizquierda ganaron una impresionante seguidilla de elecciones. La segunda, que, por primera vez, los gobiernos de América Latina se distanciaron colectivamente de Estados Unidos. América Latina se convirtió en una fuerza geopolítica relativamente autónoma” (2).
Sin embargo, la integración regional, que para los más atrevidos prefigura el “socialismo del siglo XXI”, para otros prepara el camino para uno de los mercados más grandes del mundo (3). De todos modos, el juego sigue estando más abierto en el ex patio trasero de Estados Unidos que en el interior del ectoplasma europeo. Y si América Latina sufrió seis intentos de golpe de Estado en menos de diez años (Venezuela, Haití, Bolivia, Honduras, Ecuador y Paraguay), quizá se deba a que los cambios políticos impulsados por fuerzas de izquierda realmente amenazan el orden social y transforman las condiciones de vida de las personas.
Así, demuestran que efectivamente existe una alternativa, que no todo es imposible, pero que para crear las condiciones del éxito hay que encarar reformas estructurales, económicas y políticas. Reformas que vuelven a movilizar a las capas populares a las que la falta de perspectiva había encerrado en la apatía, el misticismo o la tendencia a arreglárselas de cualquier manera. Seguramente también sea así como se combate a la derecha extrema.
Rechazar el orden mercantil
Cambios estructurales, sí, pero ¿cuáles? Los neoliberales tuvieron tanto éxito al arraigar la idea de que “no había alternativa”, que hasta convencieron de ello a sus adversarios, a tal punto que a veces estos últimos olvidan sus propias propuestas. Recordemos algunas de ellas, sin perder de vista que cuanto más ambiciosas parecen hoy, más importante resulta aggiornarlas inmediatamente. Y sin nunca olvidar que su eventual dureza debe verse a la luz de la violencia del orden social que quieren combatir.
Pero, ¿cómo contener primero y luego suprimir este orden? La ampliación del sector no mercantil, así como la extensión de la gratuidad, responderían a este doble objetivo. El economista André Orléan recuerda que en el siglo XVI “la tierra no era un bien intercambiable, sino un bien colectivo y no negociable, lo cual explica la fuerte resistencia contra la ley sobre el cercamiento del pastoreo comunal”. Y añade: “Lo mismo pasa hoy con la mercantilización de la vida. Un brazo o la sangre no se nos aparecen como mercancías, pero ¿qué pasará mañana?” (4).
Para contrarrestar esta ofensiva, quizá sería conveniente definir democráticamente algunas necesidades básicas (vivienda, alimentación, cultura, comunicaciones, transporte), financiadas por la comunidad, y ofrecerlas para todos. O incluso, según lo recomendado por el sociólogo Alain Accardo, “extender de forma rápida y continua el servicio público hasta obtener la ‘gratuidad’ de todas las necesidades básicas en la medida de su evolución histórica, que sólo es económicamente concebible a través de la restitución a la comunidad de todos los recursos y todas las riquezas que sirven para el trabajo social y son producidas por el esfuerzo de todos” (5). Así, más que solventar la demanda aumentando considerablemente los salarios, habría que socializar la oferta y garantizarles a todos nuevos beneficios en especie.
Pero, ¿cómo evitar entonces oscilar entre una tiranía de los mercados y un absolutismo estatal? Empecemos, dice el sociólogo Bernard Friot, por generalizar el modelo de las conquistas populares que operan a la vista, por ejemplo la seguridad social, contra la cual la emprenden los gobiernos de todas las tendencias. Esta “existencia emancipatoria” que, gracias al principio de contribución, socializa parte importante de la riqueza, financia las pensiones de los jubilados, las asignaciones de los enfermos, el seguro de los desempleados. A diferencia de los impuestos recaudados y gastados por el Estado, la contribución no está sujeta a la acumulación y, en sus inicios, fue manejada principalmente por los propios trabajadores. ¿Por qué no ir aun más allá? (6)
Un programa semejante, deliberadamente ofensivo, tendría tres ventajas. Primero, política: aunque podría reunir una coalición social muy amplia, es irrecuperable para los liberales o la extrema derecha. En segundo lugar, ecológica: evita un estímulo keynesiano que, al prolongar el modelo existente, significaría que “una suma de dinero importante se inyectara en las cuentas bancarias para ser redirigida al consumo mercantil por la policía publicitaria” (7). También hace hincapié en las necesidades que no se ven satisfechas por la producción de bienes en los países de bajos ingresos, seguida de sus contenedores de transporte de un lado al otro de la Tierra. Por último, una ventaja democrática: la definición de prioridades colectivas (lo que será gratis, lo que no lo será) ya no quedaría reservada a unos pocos, a los accionistas ni a los mandarines intelectuales salidos de esos mismos círculos sociales.
Un enfoque de este tipo resulta urgente. En el estado actual de la relación de fuerzas sociales mundial, la acelerada robotización del empleo industrial (pero también de los servicios) amenaza con crear a la vez un ingreso nuevo para el capital (baja del “costo del trabajo”) y un desempleo masivo cada vez menos indemnizado. Amazon y los motores de búsqueda demuestran cada día que cientos de millones de clientes confían en robots para elegir sus salidas, sus viajes, sus lecturas, la música que escuchan. Librerías, periódicos y agencias de viajes ya están pagando el precio. “Las diez mayores compañías de Internet, como Google, Facebook o Amazon –dice Dominic Barton, director ejecutivo de McKinsey– crearon apenas doscientos mil puestos de trabajo”. Pero ganaron “cientos de miles de millones de dólares en capitalización bursátil” (8).
Para hacer frente al problema del desempleo, la clase dirigente puede hacer realidad el escenario temido por el filósofo André Gorz: la invasión continua de áreas que aún se rigen por la gratuidad y el regalo. “¿Dónde se detendrá la transformación de todas las actividades en actividades pagas cuya razón de ser es la remuneración y cuyo propósito es el máximo rendimiento? ¿Cuánto tiempo podrán resistir las frágiles barreras que aún impiden la profesionalización de la maternidad y la paternidad, la reproducción comercial de los embriones, la venta de niños, el comercio de órganos?” (9).
El tema de la deuda, así como el de la gratuidad, también se beneficia si se revela cuál es su trasfondo político y social. Nada más común en la historia que un Estado acorralado por sus acreedores y que, de una manera u otra, se libra del aprieto para no infligir a su pueblo una austeridad perpetua. Así, la República de los Soviets al negarse a honrar los préstamos rusos firmados por el zar. Así, Raymond Poincaré, que salvó el franco… devaluándolo en un 80% y amputando la carga financiera de Francia, que luego fue cancelada en moneda depreciada. Así también el Estados Unidos y el Reino Unido de la posguerra, que, sin plan de austeridad pero dejando aumentar la inflación, redujeron casi a la mitad el peso de su deuda pública (10).
Desde entonces, dominio del monetarismo obliga, la quiebra se ha convertido en sacrilegio, la inflación se rehúye (incluso cuando su tasa roza el cero), la devaluación está prohibida. Pero aunque los acreedores hayan sido liberados del riesgo de default, siguen reclamando una “prima de crédito”. “En una situación de sobreendeudamiento histórico –señala, sin embargo, el economista Frédéric Lordon–, sólo se puede elegir entre el ajuste estructural al servicio de los acreedores y una forma u otra de su ruina” (11). La anulación de una parte o de toda la deuda equivaldría a expoliar a los rentistas y financistas, independientemente de su nacionalidad, después de haberles concedido todo.
El garrote impuesto a la comunidad se aflojará con mayor rapidez en la medida en que ésta recupere los ingresos fiscales que dilapidaron treinta años de neoliberalismo. No sólo cuando se cuestionó la progresividad fiscal y se dio cabida a la extensión del fraude, sino también cuando se creó un sistema tentacular en el cual la mitad del comercio internacional de bienes y servicios opera a través de paraísos fiscales. Los beneficiarios no se limitan a los oligarcas rusos o un ex ministro de Presupuesto francés: consisten principalmente en empresas tan protegidas por el Estado (y tan influyentes en los medios de comunicación) como Total, Apple, Google, Citigroup y BNP Paribas.
Optimización fiscal, “precios de transferencia” (que permiten ubicar las ganancias de las filiales donde los impuestos son más bajos), reubicación de sedes sociales: los importes así sustraídos a la comunidad –con total legalidad– se acercan al billón de euros, solo en la Unión Europea. Lo cual equivale, en muchos países, a una pérdida de ingresos mayor que el total de la carga de su deuda nacional. En Francia, señalan muchos economistas, “incluso si se recuperara solamente la mitad de las sumas en juego, el equilibrio presupuestario se restablecería sin sacrificar jubilaciones, empleo público ni inversiones ecológicas futuras” (12). Cien veces anunciada y cien veces diferida (y cien veces más lucrativa que el sempiterno “fraude a la ayuda social”), la “recuperación” en cuestión sería popular e igualitaria, sobre todo en la medida en que los contribuyentes comunes no pueden, por su parte, reducir su base imponible mediante el pago de royalties ficticias a sus filiales de las Islas Caimán.
Se podría añadir a la lista de prioridades la congelación de los salarios altos, el cierre de la Bolsa, la nacionalización de los bancos, el cuestionamiento del librecomercio, la salida del euro, el control de los capitales, etc. Muchas de las opciones que ya hemos presentado en estas columnas. ¿Por qué, entonces, privilegiar la gratuidad, la anulación de la deuda pública y la recuperación fiscal? Simplemente porque, para elaborar una estrategia, imaginar su base social y sus condiciones de implementación políticas, es mejor elegir un número reducido de prioridades que componer un catálogo destinado a reunir en las calles una multitud heteróclita de indignados que se dispersaría con la primera tormenta.
La salida del euro sin duda merece figurar entre las urgencias (13). Ahora todo el mundo entiende que la moneda única y el armado institucional y legal que la sostiene (Banco Central independiente, Pacto de Estabilidad) impiden cualquier política que ataque a la vez el aumento de la desigualdad y la confiscación de la soberanía por una clase dominante subordinada a las exigencias del mundo de las finanzas.
Sin embargo, por más necesario que sea, el cuestionamiento de la moneda única no garantiza ninguna victoria en este doble frente, como lo demuestra la política económica y social del Reino Unido o de Suiza. La salida del euro, un poco como el proteccionismo, está basada en una coalición política que combina lo peor y lo mejor, y en cuyo interior el primer término se impone sobre el segundo. El salario universal, la amputación de la deuda y la recuperación fiscal permiten barrer igual de amplio, o más, pero sin los invitados no deseados.
Inútil pretender que este “programa” disponga de una mayoría en el Parlamento de cualquier país del mundo. Las transgresiones que prevé incluyen varias reglas que se presentan como intocables. No obstante, cuando se trató de salvar su sistema en peligro, a los liberales no les faltó audacia. No se amedrentaron ante un aumento significativo de la deuda (de la cual habían dicho que dispararía las tasas de interés). Ni ante un fuerte estímulo fiscal (que, habían afirmado, desataría la inflación). Ni ante el aumento de los impuestos, la nacionalización de los bancos en quiebra, una exacción forzada de los depósitos, el restablecimiento del control de capitales (Chipre). En suma, “cuando las papas queman” nadie se anda con vueltas. Y lo que es bueno para ellos lo es también para nosotros, que somos demasiado modestos… Sin embargo, ni fantaseando con un retorno al pasado ni esperando reducir la magnitud de la catástrofe podremos restablecer la confianza, ni podremos combatir la resignación sin otra opción en definitiva que la alternancia entre una izquierda y una derecha que aplican más o menos el mismo programa.
Sí, audacia. Refiriéndose al medio ambiente, André Gorz reclamaba en 1974 “que un ataque político a todos los niveles le arranque [al capitalismo] el control de las operaciones y le oponga un proyecto de sociedad y civilización”. Porque, para él, convenía evitar que una reforma en el frente del medio ambiente se pagara con un deterioro inmediato de la situación social: “La lucha ecológica puede crearle problemas al capitalismo y obligarlo a cambiar; pero cuando, después de mucho resistir por la fuerza y la astucia, finalmente ceda porque el impasse ecológico sea inevitable, entonces incorporará esta restricción como cuando antes integró las otras. […] El poder adquisitivo popular se verá comprimido y todo sucederá como si el costo de la descontaminación fuera tomado de los recursos de los que dispone la gente para comprar mercancías” (14). Desde entonces, la resiliencia del sistema quedó demostrada cuando la descontaminación se convirtió a su vez en un mercado. Por ejemplo en Shenzhen, donde las empresas menos contaminantes venden a otras el derecho a superar su cuota reglamentaria. Mientras tanto, el aire viciado mata a más de un millón de chinos por año.
Encajar las piezas
Si bien no faltan ideas para poner el mundo en su lugar, ¿cómo se las puede hacer escapar del museo de las potencialidades incumplidas? Últimamente, el orden social ha suscitado un sinnúmero de protestas, desde las revueltas árabes hasta los movimientos de los “indignados”. Desde 2003 y aquellas grandes multitudes reunidas contra la guerra de Irak, decenas de millones de manifestantes invadieron las calles, de España a Egipto, pasando por Estados Unidos, Turquía y Brasil. Llamaron la atención, pero no consiguieron mucho. Su fracaso estratégico es una ayuda para trazar el camino a seguir.
Lo propio de las grandes coaliciones de protesta es pretender consolidar su número evitando las cuestiones que pueden dividirlas. Cada cual adivina qué temas harían estallar una alianza que a veces sólo tiene objetivos generosos pero imprecisos: una mejor distribución del ingreso, una democracia menos mutilada, el rechazo de la discriminación y del autoritarismo. A medida que se contrae la base social de las políticas neoliberales y que las clases medias, a su vez, pagan el precio de la precariedad, el librecomercio y el alto costo de la educación, se hace cada vez más fácil pretender reunir una coalición mayoritaria.
Reunirla, pero ¿para hacer qué? Las reivindicaciones demasiado generales o demasiado numerosas tienen problemas para encontrar una expresión política e inscribirse en el largo plazo. “En una reunión de todos los líderes de los movimientos sociales –explicaba recientemente Arthur Enrique, ex presidente de la Central Única de Trabajadores (CUT), el principal sindicato de Brasil–, reuní todos los textos. El programa de las centrales sindicales tenía 230 puntos; el de los campesinos, 77, y así sucesivamente. Sumé todo: teníamos más de 900 prioridades. Y pregunté: ‘Concretamente, ¿qué hacemos con todo esto?’.” En Egipto, la respuesta la dieron… los militares. La mayoría del pueblo se oponía, con todo tipo de excelentes razones, al presidente Mohammed Morsi, pero, a falta de cualquier otro propósito que el de asegurar su caída, le entregó el poder al ejército, a riesgo de convertirse en su rehén hoy, y en su víctima mañana. Porque a menudo, no tener una hoja de ruta equivale a depender de aquellos que sí la tienen.
La espontaneidad y la improvisación pueden favorecer un momento revolucionario, pero no garantizan una revolución. Las redes sociales impulsaron la organización lateral de las manifestaciones; la ausencia de organización formal permitió escapar –por un tiempo– de la vigilancia de la policía. Pero el poder se sigue conquistando con estructuras piramidales, dinero, militantes, máquinas electorales y una estrategia: ¿qué bloque social y qué alianza para qué proyecto? La metáfora de Accardo aplica aquí: “La presencia en una mesa de todas las partes de un reloj no le permite hacerlo funcionar a alguien que no tiene un plan de montaje. Un plan de montaje es una estrategia. En política, puede uno ponerse a gritar o puede pensar en el montaje de las piezas” (15).
Establecer algunas prioridades, reconstruir la lucha en torno a ellas, dejar de complicar todo para demostrar el propio virtuosismo es desempeñar el papel de relojero. Pues una “revolución Wikipedia en la que cada cual añade contenido” (16) no reparará el reloj. Estos últimos años, algunas acciones localizadas, aisladas, febriles, dieron origen a una protesta enamorada de sí misma, una galaxia de impaciencias e impotencias, una sucesión de desalientos (17). En la medida en que las clases medias a menudo constituyen la columna vertebral de estos movimientos, tal inconstancia no sorprende: éstas solo se alían con las categorías populares en un contexto de peligro extremo, y siempre que puedan recuperar rápidamente la dirección de las operaciones (18).
No obstante, también se plantea cada vez más la cuestión de la relación con el poder. Desde el momento que ya nadie imagina aun que los principales partidos y las instituciones actuales modifican siquiera un poco el orden neoliberal, aumenta la tentación de privilegiar el cambio de mentalidades por sobre las estructuras y las leyes, de ceder el terreno nacional para reinvertir a nivel local o comunitario, con la esperanza de crear allí algunos laboratorios de futuras victorias. “Un grupo apuesta a los movimientos, a la diversidad sin organización central –resume Wallerstein–, y otro sugiere que sin poder político, no se puede cambiar nada. Todos los gobiernos de América Latina tienen este debate” (19).
Es evidente, sin embargo, la dificultad de esa primera apuesta. Por un lado, una clase dirigente solidaria, consciente de sus intereses, movilizada, dueña de la tierra y de la fuerza pública; por el otro, un sinnúmero de asociaciones, sindicatos, partidos políticos, tan tentados de defender su parcela, su individualidad, su autonomía, que temen ser recuperados por el poder político. Probablemente por eso es que a veces se intoxican con la ilusión Internet de que tienen algún peso sólo porque tienen un sitio en la Red. Lo que ellos llaman la “organización en red” se convierte en máscara teórica para la falta de organización, de reflexión estratégica, pues la red no tiene más realidad que el flujo circular de comunicados electrónicos que todo el mundo reenvía y nadie lee.
Existencias frías y muertas
El vínculo entre movimientos sociales e intermediarios institucionales, contrapoderes y partidos, siempre fue problemático. Cuando ya no existe un objetivo principal, una “línea general” –y menos que nunca un partido o un cartel que la encarnen–, hay que “preguntarse cómo crear lo global a partir de lo particular” (20). La definición de algunas prioridades que cuestionen directamente el poder del capital permitiría darles armas a las buenas intenciones, atacar el sistema central, identificar las fuerzas políticas que también están dispuestas.
Sin embargo, será importante exigirles que sus votantes puedan, mediante referéndum, revocar el mandato de sus funcionarios antes de término; desde 1999, la Constitución de Venezuela contempla una disposición de este tipo. Muchos gobernantes han tomado decisiones importantes (edad de jubilación, compromisos militares, tratados constitucionales) sin haber recibido antes el mandato de su pueblo. Así, este último podría vengarse de un modo que no implique reinstalar en el poder a los hermanos gemelos de los que acaban de traicionar su confianza.
¿Alcanza, pues, con esperar el momento oportuno? “A principios de 2011 no éramos más de seis personas las que adheríamos al Congreso Para la República [CPR] –recuerda el presidente tunecino Moncef Marzouki–. Ello no impidió que el CPR obtuviera el segundo puntaje más alto en las primeras elecciones democráticas organizadas en Túnez, pocos meses después…” (21). En el contexto actual, el riesgo de una espera demasiado pasiva, demasiado poética, sería ver a otros –menos pacientes, menos vacilantes, más peligrosos– aprovechar el momento para explotar en provecho propio una furia desesperada que busca su blanco, no necesariamente el mejor. Y como, por otra parte, los trabajos de demolición social nunca se detienen sin ayuda, los puntos de apoyo o focos de resistencia desde los cuales podría partir una posible reconquista (actividades no comerciales, servicios públicos, derechos democráticos) pueden ser aniquilados. Lo cual volvería aun más difícil una victoria ulterior.
Pero la partida no está perdida. La utopía liberal quemó su parte de sueño, de absoluto, de ideal, sin la cual los proyectos de sociedad se marchitan y mueren. Ya no produce más que privilegios, existencias frías y muertas. Entonces se producirá un cambio. Todos podemos hacer que llegue un poco antes.
1 Paul Krugman, “When zombies win”, The New York Times, 19-12-10.
2 Immanuel Wallerstein, “Latin America’s leftist divide”, International Herald Tribune, Neuilly-sur-Seine, 18-8-10.
3 Renaud Lambert, “El sueño bolivariano de Brasil”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, junio de 2013.
4 Le Nouvel Observateur, París, 5-7-12.
5 Alain Accardo, “La gratuité contre les eaux tièdes du réformisme”, Le Sarkophage, Nº 20, Lyon, septiembre de 2010.
6 Véase Bernard Friot, “La cotisation, levier d’émancipation” y el dossier sobre ingreso garantizado, Le Monde diplomatique, París, febrero de 2012 y mayo de 2013, respectivamente.
7 “Pourquoi le Plan B n’augmentera pas les salaires”, Le Plan B, Nº 22, París, febrero-marzo de 2010.
8 Les Echos, París, 13-5-13.
9 André Gorz, “Pourquoi la société salariale a besoin de nouveaux valets”, Le Monde diplomatique, París, junio de 1990.
10 Entre el 116% y el 66% del Producto Interno Bruto entre 1945 y 1955 en el primer caso, entre el 216% y el 138% en el segundo. Véase Serge Halimi, “El sueño de una sociedad de mercado”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, julio de 2011.
11 “En sortir”, La pompe à phynance, 26-9-12, http://blog.mondediplo.net
12 “‘Eradiquer les paradis fiscaux’ rendrait la rigueur inutile”, Libération, París, 30-4-13.
13 Frédéric Lordon, “El euro no es reformable”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, agosto de 2013.
14 André Gorz, en Le Sauvage, París, abril de 1974. Reeditado bajo el título “Leur écologie et la nôtre”, Le Monde diplomatique, París, abril de 2010.
15 Alain Accardo, “L’organisation et le nombre”, La Traverse, Nº 1, Grenoble, verano de 2010, www.les-reinsegnements-genereux.org
16 Expresión de Wael Ghonim, ciberdisidente egipcio y director de marketing de Google.
17 Thomas Frank, “Nacimiento, auge y ocaso de Occupy Wall Street”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, febrero de 2013.
18 Dominique Pinsolle, “Entre soumission et rébellion”, Le Monde diplomatique, París, mayo de 2012.
19 L’Humanité, Saint-Denis, 31-7-13.
20 Franck Poupeau, Les mésaventures de la critique, Raisons d’agir, París, 2012.
21 Moncef Marzouki, L’Invention d’une démocratie. Les leçons de l’expérience tunisienne, La Découverte, París, 2013.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Mariana Saúl