Una biblioteca no es extensible. Hay que determinar las obras que se retiran y en beneficio de qué novedades. Cuando la elección viene dictada por el éxito comercial, se olvida la misión original de la biblioteca pública. El reciclaje de los libros desechados confirma la tendencia: solo se conservarán los que se puedan vender.
“Desherbar: arrancar las hierbas perjudiciales de un terreno. Sinónimo: escardar”. El diccionario Larousse añade una definición menos conocida [en el original francés, désherber]: “Retirar las obras vetustas u obsoletas de las colecciones de una biblioteca”. Esta práctica siempre ha existido. El escritor y especialista en bibliotecas Eugène Morel (1869-1934) ya la promovía en 1908 por razones de eficiencia y ahorro de una lógica irrefutable: “Un gran número de libros no solo incrementa el tiempo que se tarda en encontrarlos, el número de estanterías necesarias, y de edificios, el coste de mantenimiento de los edificios, la limpieza y todo lo que conlleva, sino que vuelve más difícil clasificar y reordenar, y más largo y más caro el Catálogo” (1).
Pero desde hace unos años, esta actividad, hoy en día debidamente documentada y planificada, se ha convertido en una cuestión primordial. Mientras que en el pasado se trataba sobre todo de vaciar las estanterías de libros objetivamente caducos (de destruirlos), o de guardar en los depósitos textos poco consultados, parece que en la actualidad esa tarea de “limpieza” sea casi sinónimo de dispersión del bien común, especialmente cuando se trata de bibliotecas públicas.
Es cierto que las bibliotecas, mediatecas, etcétera, se enfrentan a una sobreproducción editorial desenfrenada –que roza el suicidio colectivo por asfixia, pero que permite aumentos en la facturación superiores al 9% desde 2019…–. Desde hace lustros, en Francia, cada rentrée literaria se traduce en unas 600 nuevas novelas, salvo este otoño, en el que hay que conformarse con 498 títulos (sin contar los 78 ensayos literarios), la cifra más baja en veinte años –una “sobriedad” que se explica en parte por la subida del precio del papel–. A esta avalancha de propuestas hay que sumar la producción habitual del resto de meses en todos los ámbitos: si queremos apoyar la producción, falta sitio, y hay que ganar espacio. Con más motivo si se tiene en cuenta que la moda, incluso la institucionalización, de la doctrina del “tercer lugar” (2), que presenta la biblioteca como un “lugar de encuentros informales y de convivencia” que trata de “situarse lo más cerca posible de los hábitos de los que la frecuentan” y “más cerca de las necesidades y expectativas de los usuarios”, como especifica un texto de la Escuela Nacional Superior de Ciencias de la Información y Bibliotecas (ENSSIB por sus siglas en francés), anima a imaginar espacios de acogida lo más abiertos posible, libres del “opresivo” recordatorio del saber libresco. Y así, osadamente, se deshierba, se quitan de las espigas de los estantes sobrecargados las “malas hierbas”, esas obras que, se supone, son ya inútiles. ¿Qué justifica la elección de los libros eliminados?
El Código de deontología de los bibliotecarios de Francia, en su actualización de 2020, subraya que es importante esforzarse en “satisfacer las necesidades y demandas del conjunto de la población a la que se atiende”, y “garantizar la actualidad de los recursos, colecciones y servicios” (3). Los libros de acceso libre, sometidos a la curiosidad o necesidad de los lectores, deben responder a criterios de deseabilidad o funcionalidad.
El método generalmente aceptado, importado de Estados Unidos, se denomina “IOUPI” en su versión francesa, acrónimo que resume la apasionante perspectiva que se abre para los bibliotecarios que estén buscándole un nuevo sentido a su actividad. Este término se forma como sigue: i por incorrecto (información falsa), o por ordinario (o superficial), u por usado (estropeado), p por pasado (caduco) e i por inadecuado. Encontramos detallado el método en Désherber en bibliothèque. Manuel pratique de révision des collections (4), lo que deja claro que se trata ya de un nuevo dogma profesional: hay que expulsar de las mediatecas públicas libros adquiridos con dinero público, fundamentalmente en base a estadísticas de consulta. Ahora bien, durante mucho tiempo el papel del bibliotecario fue tratar de contribuir a la emancipación crítica de los lectores, en particular, ofreciéndoles libros a los que no tenían un acceso inmediato. Las bibliotecas municipales, cuyo origen en muchos casos se remonta a la Revolución francesa, también querían ser instrumentos de educación pública… Contentarse con responder a la demanda, en gran medida generada por el mercado, dista mucho de la misión inicial, pero esta ha “evolucionado”, algo que parece confirmar la lectura del Código de deontología, donde el interés por “favorecer” el “desarrollo del pensamiento crítico” solo aparece en el penúltimo punto, al mismo nivel que la “construcción del yo”. Las bibliotecas municipales, de ámbito regional, etcétera, también están, como muchas otras instituciones, sujetas al imperativo de “rentabilidad”: es necesario que la asistencia aumente, que los libros se presten, que el conjunto sea un negocio que funcione permitiendo mostrar buenos resultados…
La primera consecuencia de las grandes campañas de deshierbe es la limitación de los fondos a los superventas (por otro lado, los libros menos permanentes de las colecciones) y a los libros de éxito moderado y pasajero, de unos pocos lustros de duración. Así, un autor poco relevante de hoy día tendrá más posibilidades de mantenerse que un premio nobel cuya actualidad editorial data de hace diez años. ¿Acaso las bibliotecas siguen ofreciendo de manera ostensible la obra de José Saramago, por ejemplo? Pero si, entre tantos otros y citando al azar, Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, al igual que Carlo Emilio Gadda, Arno Schmidt o, en un registro del todo diferente, Barbara Pym, corren más peligro de desaparecer que ciertas glorias pasajeras de las librerías, ¿será el éxito comercial, la facilidad de la lectura y la adecuación a la ideología dominante lo que establece el valor de una obra? La segunda consecuencia es la marginación de los “clásicos”, cuya lectura ya encontraba un tanto tediosa el presidente Nicolas Sarkozy. ¡Ioupi! (‘yupi’). Anticuado, difícil… Los frescos novelescos de un Georges Duhamel (Crónica de los Pasquier), de un Roger Martin du Gard (Los Thibault), por ejemplo, que datan fundamentalmente del periodo de entreguerras, pueden retirarse.
Sin embargo, hay un beneficio evidente en esas nuevas medidas, pero no para las bibliotecas. Ya que la ley francesa vela por que así sea: desde 2006, el Código de la propiedad de la persona pública (Ordenanza n.º 2006-460 del 21 de abril de 2006) autoriza la venta de las “colecciones corrientes, enajenables” de la producción industrial banal y contemporánea, por contraposición a los “documentos antiguos, raros o valiosos” que forman parte del dominio público (artículo L2112-1) y están sujetos a la norma de la inalienabilidad. Desde entonces se han introducido diversos ajustes y matices, pero lo fundamental se mantiene. Las empresas privadas especializadas en los libros de segunda mano compran o recuperan conjuntos de documentos, a menudo todavía atractivos, y los revenden, sellados como están, sin la menor marca, pese a ser obligatoria según la ley de “desafectación”. Uno esperaría que la Administración pública francesa se ocupase de esas ventas, pero parece que no es en absoluto el caso. Lo más llamativo es que algunas de estas empresas privadas emplean un marketing caritativo y ecorresponsable para atraer a los responsables de las bibliotecas. El sitio web Recyclivre es digno de mención en ese sentido. Creado en 2008 como un “servicio gratuito de recogida de libros a domicilio”, se dirige a gente que acaba de heredar, deseosa de vaciar casas y apartamentos, así como a los “deshierbadores”. Presentada a menudo como “la alternativa solidaria a Amazon”, esta empresa de una treintena de asalariados presume en su sitio web de “60.425 árboles salvados” (cifra que debe entenderse como el equivalente al número de libros no impresos al no haber sido destruidos) y destaca que el 10% del precio de las ventas netas se dona, entre otras organizaciones, a asociaciones de lucha contra el analfabetismo. La facturación de 2020 fue, según su fundador, de 9 millones de euros. “Hemos diseñado algoritmos que permiten clasificar los libros y determinar su precio. Los que tienen grandes posibilidades de venderse, los que nunca se venderán y los que podrían venderse pero son menos demandados” (5). Una práctica que no es ajena a Amazon o Momox, y que refuerza la invisibilización de títulos menos comerciales.
En cuanto al argumento de la economía social y solidaria, basada en la explotación de las riquezas creadas por la colectividad, funciona. Ecorresponsable, miembro de la red One Percent for the Planet, atenta a su balance de carbono, la empresa que se presenta como “el primer vendedor francés concienciado de libros de segunda mano en línea” emplea por añadidura en su almacén, donde se acumulan alrededor de un millón y medio de ejemplares, asalariados en situación de discapacidad. “Hacer que las cosas avancen para las personas y el planeta sin dejar de ganar dinero”, como se explica en el blog e-Recycle: la divisa del jefe de Recyclivre es a todas luces un modelo “inspirador”. Por otro lado, los libros de ocasión no son tan económicos teniendo en cuenta su estado. En ese mercado extremadamente competitivo que gradualmente ha eliminado a los libreros tradicionales todavía presentes en Internet, Recyclivre triunfa. Su modelo de negocio le ha valido ser galardonado con un Business Award, y con sus 900.000 referencias, sus siete delegaciones locales y una filial en España, ha demostrado sobradamente que hay maneras de “compartir el saber” (su eslogan) agradablemente provechosas. Sobre todo cuando ese “compartir” se preocupa por los bosques y las personas analfabetas. Los empresarios siempre se han adornado con grandes principios, ¿pero qué opina el contribuyente? Puesto que, como escribía el escritor húngaro Sándor Márai, “en este mundo de locura las bibliotecas son los últimos iglús, donde algo todavía nos protege de la indiferencia glacial del mundo” (6), probablemente es hora de encontrar otra solución a la hipertrofia de las mediatecas. Las donaciones a prisiones, centros educativos, países francófonos en vías de desarrollo o asociaciones de enseñanza del francés parece ser una solución equitativa y de economía perfectamente circular, pero quedará la cuestión de la elección de los profesionales de la lectura pública en lo que respecta a la sobreproducción, así como el tema del transporte: ¿quién lo pagará?
Entre tanto, visto cómo se aplica el deshierbe, es probable que muchos transmisores de conocimiento, desde el humanista Étienne Dolet, que editó entre otros textos traducciones de Platón y Cicerón y fue quemado, con sus libros, el 3 de agosto de 1546 en la plaza Maubert, hasta el bibliófilo Umberto Eco, no hubieran apreciado esta práctica, justificada con malas razones y aplicada de mala manera.
(1) Eugène Morel, Bibliothèques. Essai sur le développement des bibliothèques publiques et de la librairie dans les deux mondes, Mercure de France, París, 1908-1909.
(2) Véase Éric Dussert y Cristina Ion, “Buena siesta en la biblioteca”, Le Monde diplomatique en español, junio de 2018.
(3) En el sitio web de la Association des Bibliothécaires de France (ABF), abf.asso.fr
(4) Françoise Gaudet y Claudine Lieber (bajo la dir.), Désherber en bibliothèques. Manuel pratique de révision des collections, bajo la dirección de Éditions du Cercle de la Librairie, París, 2013 (3ª edición).
(5) Entrevista en Dirigeant.fr, 24 de mayo de 2021.
(6) Sándor Márai, Journal. Les années d’exil: 1949-1967, Albin Michel, París, 2021.
*Escritor y crítico literario, autor de Cachées par la forêt, 138 femmes de lettres oubliées, La Table ronde, París, 2018.