La candidatura de Donald Trump parece estar desinflándose, víctima de sus provocaciones e inconsistencias. Sin embargo, su arrasadora victoria en las primarias republicanas revela el fuerte desencanto de cierto electorado de derecha con el establishment.
Según las encuestas, a dos meses de las elecciones presidenciales del próximo 8 de noviembre en Estados Unidos, las cosas parecerían estar ya claras en lo que concierne el resultado: la candidata del Partido Demócrata Hillary Clinton resultaría electa y se convertiría así –venciendo toda una serie de prejuicios machistas–, en la primera mujer que gobernaría los destinos de la principal potencia mundial de nuestro tiempo.
La pregunta es: ¿qué ocurrió con el candidato del Partido Republicano, el tan “irresistible” y mediático Donald Trump? ¿Por qué, de pronto, el magnate se desplomó en las encuestas (1)? Siete de cada diez estadounidenses no se sentirían “orgullosos” de tenerlo como Presidente, y sólo el 43% lo juzgaría “calificado” para sentarse en el Despacho Oval (el 65% juzga, en cambio, que Hillary Clinton sí está calificada) (2).
Conviene recordar que en Estados Unidos las elecciones presidenciales no son nacionales, ni directas. Se trata más bien de cincuenta elecciones locales, una por Estado, que determinan un número preestablecido de 538 grandes electores, quienes son los que eligen al (o a la) jefe del Estado. Por lo cual, las encuestas de alcance nacional tienen un valor indicativo y relativo.
Un verdadero sismo
Ante sondeos tan negativos, el candidato republicano remodeló su equipo a mediados de agosto y nombró a un nuevo jefe de campaña, Steve Bannon, director del ultraconservador Breitbart News Network. También empezó a modificar su discurso en dirección de dos grupos de electores decisivos, los afroamericanos y los latinos.
¿Conseguirá Trump invertir la tendencia e imponerse en la recta final de la campaña? No se puede descartar. Este personaje atípico, con sus propuestas grotescas y sus ideas sensacionalistas, ha desbaratado hasta ahora todos los pronósticos. Frente a pesos pesados como Jeb Bush, Marco Rubio o Ted Cruz, que contaban además con el resuelto apoyo del establishment republicano, muy pocos lo veían imponerse en las primarias, y sin embargo carbonizó a sus adversarios, reduciéndolos a cenizas.
Hay que entender que desde la crisis financiera de 2008 (de la que aún no hemos salido) ya nada es igual en ninguna parte. Los ciudadanos están profundamente desencantados. La propia democracia, como modelo, ha perdido credibilidad. Los sistemas políticos han sido sacudidos hasta las raíces. En Europa, por ejemplo, se han multiplicado los terremotos electorales (entre ellos, el Brexit). Los grandes partidos tradicionales están en crisis. Y en todas partes se percibe el auge de formaciones de extrema derecha (en Francia, Austria y los países nórdicos) o de partidos antisistema y anticorrupción (Italia, España). El paisaje político aparece radicalmente transformado.
Ese fenómeno ha llegado a Estados Unidos, un país que ya conoció, en 2010, una ola populista devastadora, encarnada por el Tea Party. La irrupción del multimillonario Trump en la carrera por la Casa Blanca prolonga aquella situación y constituye una revolución electoral que ningún analista supo prever. Aunque pervive, en apariencias, la vieja bicefalia entre demócratas y republicanos, la ascensión de un candidato tan heterodoxo como Trump constituye un verdadero sismo. Su estilo directo, populachero, y su mensaje maniqueo y reduccionista, apelando a los bajos instintos de ciertos sectores de la sociedad, muy distinto del tono habitual de los políticos estadounidenses, le ha conferido un carácter de autenticidad a ojos del sector más decepcionado del electorado de derecha. Para muchos electores irritados por lo “políticamente correcto”, que creen que ya no se puede decir lo que se piensa so pena de ser acusado de racista, la “palabra libre” de Trump sobre los latinos, los inmigrantes o los musulmanes es percibida como un auténtico desahogo.
En ese aspecto, el candidato republicano ha sabido interpretar lo que podríamos llamar la “rebelión de las bases”. Mejor que nadie, percibió la fractura cada vez más amplia entre las élites políticas, económicas, intelectuales y mediáticas, y la base del electorado conservador. Su discurso violentamente anti-Washington y anti-Wall Street sedujo, en particular, a los electores blancos, poco cultos y empobrecidos por los efectos de la globalización económica.
Hay que precisar que el mensaje de Trump no se parece al de un partido neofascista europeo. No es un ultraderechista convencional. Él mismo se define como un “conservador con sentido común” y su posición, en el abanico de la política, se situaría más exactamente a la derecha de la derecha. Empresario multimillonario y estrella archipopular de la tele-realidad, Trump no es un antisistema, ni obviamente un revolucionario. No censura el modelo político en sí, sino a los políticos que lo han estado piloteando. Su discurso es emocional y espontáneo. Apela a los instintos, a las tripas, no a lo cerebral, ni a la razón. Habla para esa parte del pueblo estadounidense entre la cual ha empezado a cundir el desánimo y el descontento. Se dirige a la gente que está cansada de la vieja política, de la “casta”. Y promete inyectar honestidad en el sistema; renovar nombres, rostros y actitudes.
Los medios han dado gran difusión a algunas de sus declaraciones y propuestas más odiosas, patafísicas o ubuescas. Recordemos, por ejemplo, su afirmación de que todos los inmigrantes ilegales mexicanos son “corruptos, delincuentes y violadores”. O su proyecto de expulsar a los 11 millones de inmigrantes ilegales latinos a quienes quiere meter en autobuses y echar del país, mandándolos a México. O su propuesta, inspirada en Game of Thrones, de construir un muro fronterizo de 3.145 kilómetros a lo largo de valles, montañas y desiertos, para impedir la entrada de inmigrantes latinoamericanos y cuyo presupuesto de 21.000 millones de dólares sería financiado por el gobierno de México. En ese mismo orden de ideas: también anunció que prohibiría la entrada a todos los inmigrantes musulmanes… Y atacó con vehemencia a los padres de un oficial estadounidense de confesión musulmana, Humayun Khan, muerto en combate en Irak en 2004.
También su afirmación de que el matrimonio tradicional, formado por un hombre y una mujer, es “la base de una sociedad libre”, y su crítica de la decisión de la Corte Suprema de considerar que el matrimonio entre personas del mismo sexo es un derecho constitucional. Trump apoya las llamadas “leyes de libertad religiosa”, impulsadas por los conservadores en varios Estados, para denegar servicios a las personas Lgtb. Sin olvidar sus declaraciones sobre el “engaño” del cambio climático, que considera un concepto “creado por y para los chinos, para que el sector manufacturero estadounidense pierda competitividad”.
Este catálogo de necedades horripilantes y detestables ha sido masivamente difundido por los medios dominantes en Estados Unidos y en el resto del mundo. Y la principal pregunta que mucha gente se hace es: ¿cómo es posible que un personaje con tan lamentables ideas consiga una audiencia tan considerable entre los electores, que, obviamente, no pueden estar todos lobotomizados? Algo no cuadra.
Las razones del éxito
Para responder a esa pregunta ha sido necesario hendir la muralla informativa y analizar más de cerca el programa completo del candidato republicano y descubrir qué otros puntos fundamentales defiende, silenciados por los grandes medios de comunicación. Éstos no le perdonan, en primer lugar, que ataque de frente al poder mediático. Le reprochan que constantemente anime al público en sus mitines a abuchear a los “deshonestos” medios. Trump suele afirmar: “No estoy compitiendo contra Hillary Clinton, estoy compitiendo contra los corruptos medios de comunicación” (3). En un tuit reciente, por ejemplo, escribió: “Si los repugnantes y corruptos medios me cubrieran de forma honesta y no inyectaran significados falsos a las palabras que digo, estaría ganando a Hillary por un 20%”.
Por considerar injusta o sesgada la cobertura mediática, el candidato republicano no dudó en retirar las credenciales de prensa para cubrir sus actos de campaña a varios medios importantes, entre otros: The Washington Post, Politico, Huffington Post y BuzzFeed. Y hasta se ha atrevido a atacar a Fox News, la gran cadena del derechismo panfletario, a pesar de que lo apoya a fondo como candidato favorito…
Otra razón por la que los grandes medios atacan a Trump es porque denuncia la globalización, convencido de que ésta ha acabado con la clase media. Según él, la economía globalizada está fallando cada vez a más gente y, en los últimos quince años, en Estados Unidos, más de 60.000 fábricas tuvieron que cerrar y casi cinco millones de empleos industriales bien pagos desaparecieron. Es un ferviente proteccionista: propone aumentar las tasas sobre todos los productos importados. “Vamos a recuperar el control del país, haremos que Estados Unidos vuelva a ser un gran país”, suele afirmar, retomando su eslogan de campaña.
Partidario del Brexit, Trump ha revelado que, si llega a ser Presidente, tratará de sacar a Estados Unidos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, en inglés). También arremetió contra el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, en inglés), y aseguró que, de alcanzar la Presidencia, sacará al país del mismo: “El TPP sería un golpe mortal para la industria manufacturera de Estados Unidos”.
En regiones como el rust belt, el “cinturón del óxido” del Noreste, donde las deslocalizaciones y el cierre de fábricas manufactureras dejaron altos niveles de desempleo y de pobreza, este mensaje de Trump está calando hondo. Así como su rechazo a los recortes neoliberales en materia de seguridad social. Muchos electores republicanos, víctimas de la crisis económica del 2008 o que tienen más de 65 años, necesitan beneficiarse de la Social Security (jubilación) y del Medicare (seguro de salud) que desarrolló el presidente Barack Obama y que otros líderes republicanos desean suprimir. Trump ha prometido no tocar estos avances sociales, bajar el precio de los medicamentos, ayudar a resolver los problemas de los “sin techo”, reformar la fiscalidad de los pequeños contribuyentes y suprimir el impuesto federal que afecta a 73 millones de hogares modestos.
Contra la arrogancia de Wall Street, Trump propone aumentar significativamente los impuestos de los corredores de hedge funds que ganan fortunas, y apoya el restablecimiento de la Ley Glass-Steagall. Aprobada en 1933, en plena Depresión, esta ley separó la banca tradicional de la banca de inversiones para evitar que la primera pudiera hacer inversiones de alto riesgo. Obviamente, todo el sector financiero se opone al restablecimiento de esta medida.
En política internacional, Trump quiere establecer una alianza con Rusia para combatir con eficacia al Estado Islámico. Aunque para ello Washington tenga que reconocer la anexión de Crimea por Moscú. También, contrariamente a muchos líderes de su partido, ha declarado aprobar el restablecimiento de relaciones con Cuba.
Todas estas propuestas no invalidan las inaceptables y odiosas declaraciones del candidato republicano difundidas a bombo y platillo por los grandes medios dominantes. Pero sí explican el porqué de su éxito en amplios sectores del electorado.
1 A fines de agosto, Hillary Clinton le llevaba a Donald Trump, a nivel nacional, una ventaja de 6,8 puntos, según la media de sondeos que elabora la web RealClearPolitics.
2 Varios estudios revelan también que el tándem demócrata Hillary Clinton-Tim Kaine derrotaría, por el momento, al “ticket” republicano Donald Trump-Mike Pence en algunos segmentos sociológicos determinantes: las mujeres (51% contra 35%), los afroamericanos (91% contra 1%), las minorías étnicas (69% contra 17%), los jóvenes (46% contra 34%), los electores con diploma universitario (47% contra 40%) y los hombres (43% contra 42%). Donald Trump sólo vencería entre los electores blancos (45% contra 40%), los mayores de sesenta años (46% contra 43%) y los electores blancos sin diploma (49% contra 39%).
3 En su mitin del 13 de agosto, en Fairfield (Connecticut).
*Director de Le Monde diplomatique, edición española.
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