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Foucault-Nietzsche. La verdad no es una variable cultural

Foucault-Nietzsche. La verdad no es una variable cultural

Durante su primer año de cátedra en el Collège de France, Michel Foucault dio una idea muy clara de la manera en que él se representaba la situación de lo que, a sus ojos, podrían ser los móviles y los fines reales que se esconden detrás de la supuesta investigación de la verdad: “Lo que hay que saber es si la voluntad de verdad no ejerce, en relación con el discurso, un rol de exclusión análogo al que pueden jugar la oposición entre locura y razón o el sistema de las prohibiciones. Dicho de otra manera, se trataría de saber si la voluntad de verdad no es tan profundamente histórica como cualquier otro sistema de exclusión; si, en su raíz, no es tan arbitraria como ellos; si no es modificable como ellos en el curso de la historia” (1). En un planteo como este, el gran descubrimiento, debido fundamentalmente a Nietzsche, es el hecho de que la utilización de la distinción verdadero-falso sería, justamente, el resultado de una suerte de violencia originaria cometida contra la realidad, a la que “falsifica” de manera esencial: “Si el conocimiento se da como conocimiento de la verdad, es que produce la verdad por el juego de una falsificación primera y siempre renovada que plantea la distinción entre lo verdadero y lo falso” (2).

Un partidario de una teoría realista de la verdad diría sin duda que la oposición de lo verdadero y lo falso en el lenguaje está ligada intrínsecamente a la pretensión que tiene el lenguaje de representar la realidad. Antes de que nosotros interviniéramos de una manera u otra, la realidad, independientemente de nosotros, ya dividió los hechos entre los que son realizados y los que no lo son. Aristóteles dice en una célebre fórmula: “No es que tú eres blanco porque nosotros pensamos de manera verdadera que tú eres blanco; sino que, porque tú eres blanco, estamos en la verdad diciendo que lo eres” (3). No vemos bien dónde –siguiendo a Foucault– se podría buscar y encontrar una razón que impida decir, por el contrario, que es sólo porque nosotros decimos que tú eres blanco y decimos de esta aserción que es verdadera que tú eres blanco: existe lo verdadero porque existe lo que llamamos el “decir verdadero”; y es mejor renunciar a considerar que hay un “decir verdadero” porque hay una verdad por decir.

El realismo demanda que se distinga claramente entre los medios y los procedimientos de que disponemos en un momento dado para decidir si una proposición es verdadera o falsa, y que son históricamente determinados, contingentes, modificables, imperfectos y falibles, y la verdad o la falsedad de la proposición que puede muy bien estar determinada sin que nosotros tengamos nada que ver. Pero no es así, sin duda, como Foucault ve las cosas. Para él, la llamada verdad no es una cosa que resulte de una confrontación entre el lenguaje y la realidad, sino más bien, según una expresión que se ha hecho célebre, un efecto del propio discurso. Él piensa que nosotros estamos obligados a elegir entre dos posibilidades que se excluyen: o bien la creencia ingenua e idealista en un sujeto de la verdad, concebido según el modelo que construye la filosofía tradicional, y en la idea de que la verdad es esencialmente el producto de un deseo de la verdad misma por el cual el sujeto es inspirado y animado; o bien la aceptación de aquello de lo cual esta idea constituye justamente la denegación, a saber la realidad del discurso, de sus condiciones y de sus leyes de producción que, cuando se la toma en serio, hace surgir la voluntad de verdad que actúa como lo que es realmente, a saber “una prodigiosa máquina de excluir”. Yo no veo personalmente ninguna razón para creer que estamos necesariamente encerrados en una alternativa de ese tipo, y pienso que las dos opciones deben ser rechazadas por igual.

El punto de vista realista implica que lo que hace de la verdad una verdad es también lo que hace que la verdad no pueda ser el “efecto” de cualquier cosa, y sobre todo del discurso. Puede, por cierto, haber una historia de la creencia o del conocimiento de la verdad, pero de ninguna manera de la producción de la verdad y en último término de la verdad misma. Y puede también, por supuesto, haber una política de la búsqueda y de la utilización de la verdad, pero no lo que Foucault llama una “política de la verdad”, una expresión a la que, confieso, nunca fui capaz de encontrar algún sentido. No sería difícil mostrar, sin duda, que la mayoría de las expresiones foucaultianas típicas en las que la palabra “verdad” interviene como complemento de nombre –”producción de la verdad”, “historia de la verdad”, “política de la verdad”, “juegos de la verdad”, etc.–descansan sobre una confusión, quizás deliberada, entre dos cosas que el lógico Gottlob Frege consideraba esencial distinguir: el ser verdadero y el asentimiento dado a una proposición considerada como verdadera, una distinción que conlleva leyes del ser verdadero y leyes del asentimiento. Lo que un filósofo como Frege reprocharía a Foucault es probablemente no haber tratado nunca sino mecanismos, leyes y condiciones históricas y sociales de producción del asentimiento y de la creencia, y de haber extraído abusivamente de ello conclusiones que conciernen a la verdad misma.

De acuerdo con la manera más usual de expresarse, se diría que Nietzsche demostró que la mayoría de las cosas que nosotros reconocemos como verdaderas y que llamamos “verdades” –e incluso, en la hipótesis más pesimista, todas– son en realidad falsas y constituyen por consecuencia errores. Lo que nos dice Foucault es que Nietzsche demostró que nosotros erróneamente creemos conocer, porque ignoramos que lo que nosotros creemos conocer es en realidad falso. La manera más natural de dar cuenta de esto sería decir que cometemos en este caso el error de tener por verdadero algo que no lo es. Pero Foucault no se expresa nunca de esta manera, prefiere, en todos los casos, hablar de verdades que no son verdaderas, lo que se explica muy bien si se tiene en cuenta la tendencia que tiene también a identificar la verdad con el conocimiento (real o supuesto) que tenemos de ella. En efecto, para Foucault, solo por el conocimiento que tenemos de ella la verdad parece adquirir una realidad y, con bastante frecuencia, se expresa incluso como si ella se redujera a eso en todo y para todo.

Lo que se dijo a propósito de la distinción (que podría parecer evidente pero que, a todas luces lo es cada vez menos, y a veces nada) entre la verdad y la creencia en la verdad constituye una incitación a desconfiar también de otra confusión que se comete regularmente a propósito del lazo intrínseco que se supone existe entre la verdad y el poder, dado que el segundo tiene necesidad de apoyarse sobre la primera para lograr legitimar su existencia y su ejercicio, y la primera necesita la ayuda del segundo para lograr imponerse. “A diferentes deberes corresponden diferentes méritos: al amor, la amabilidad; al temor, la fuerza; a la credibilidad, la ciencia”, dice Pascal. “Debemos cumplir con esos deberes; somos injustos al rechazarlos e injustos al pedir otros” (4). No tenemos pues deber de creencia (y evidentemente tampoco el deber de amor, aun si es un deber que es capaz de exigir también,) hacia el poder. Pero tenemos uno respecto de la verdad, y el poder tiene en consecuencia mucho interés en tratar de convencer a las personas sobre las que ejerce su dominación de que lo hace en nombre de verdades de cierto tipo, que no pueden dejar de reconocer. No hay que apurarse a concluir de allí, sin embargo, que tiene necesidad de la verdad misma. De lo que tiene necesidad, en realidad, es solo de la creencia, lo que implica de su parte la capacidad de hacer reconocer y aceptar como verdaderas cosas que no lo son forzosamente y que pueden, incluso, ser completamente falsas.

No sería una objeción destacar que creer una proposición es equivalente a creer que ella es verdadera, y que por lo tanto es necesario que el concepto de verdad exista. Pues decir que el poder tiene una necesidad esencial del concepto, sea o no demostrado, no es en absoluto idéntico a decir que tiene necesidad de la cosa, de la cual en general, puede prescindir. No son las ventajas de la verdad, sino las de la creencia en la verdad las que el poder tiene necesidad de investigar y de explotar. Y es el propio Nietzsche quien subraya en el Anticristo que, sobre todo, no hay que confundir la verdad con la creencia de que algo es verdadero. Las dos cosas son, en efecto, completamente diferentes y los caminos que llevan respectivamente a una y a otra lo son también.

De todas formas, el hecho de que esté establecido que la verdad es por naturaleza un sistema de poder o, por lo menos, que está ligada a sistemas de poder que la producen y la soportan y que, en consecuencia, es esencialmente un instrumento que el poder necesita para sus propios fines no autorizaría, desde el punto de vista nietzscheano, a utilizar esta circunstancia como un argumento contra ella.

Foucault explicó que si Marx era el “filósofo de las relaciones de producción”, Nietzsche era, en cambio, “el filósofo del poder”. Pero, como lo subrayó con razón Domenico Losurdo, no estamos obligados a aceptar “el deslizamiento que se verifica en el análisis de Foucault en el que de ‘filósofo del poder’, Nietzsche se transforma subrepticiamente en un ‘crítico del poder’. La primera definición es justa y termina por confirmar el carácter íntegramente político de Nietzsche. La segunda es profundamente errónea” (6).

Nietzsche no tiene, en efecto nada que reprochar al poder en cuanto tal, y lo que lo escandaliza no es, sin duda, el hecho de que sea capaz de afirmarse y de ejercitarse sin tener necesidad de proporcionar para ello justificación alguna. Lo que lo inquieta es mucho menos el uso instrumental que el poder pudiera hacer del concepto de verdad que el uso “trascendente” y mistificador que los inferiores y los dominados tienen interés en construir y en imponer como conceptos generales que él estima de naturaleza plebeya, como los de “verdad”, “razón”, “ciencia”, “justicia”, etc., que pertenecen a la misma familia, y en los cuales se afirmarían también, bajo un disfraz engañoso, antes que nada su propia voluntad de poder y su deseo de oponerse a la superioridad de los mejores y de los más fuertes.

Presentar la voluntad de verdad encarnando un “rol de exclusión” e imponer a la realidad la distinción de lo verdadero y lo falso como resultado de una operación vinculada a un acto de poder de naturaleza más o menos autoritaria y arbitraria tiene por efecto volverlos, por lo menos, sospechosos y produce con frecuencia en un espíritu filosófico el deseo de tomar partido de lo que hemos tratado de disimular, de rebajar o de excluir y de tratar de restablecer cierta igualdad de dignidad y de tratamiento que parece amenazada. Pero hay que recordar aquí que lo que molesta a Nietzsche no es que haya asimetrías, jerarquías y desigualdades; es más bien, que ya no haya las suficientes y que nos encaminemos hacia una situación en la cual, incluso, quizás no haya ninguna. Elegir como amigos a los dominados y a los excluidos, y tratar por principio como sus enemigos a los dominadores y a los amos –los que detentan el poder y lo ejercen con ausencia de escrúpulos, falta de compasión y la crueldad que eso implica casi siempre– es prácticamente lo contrario de lo que hay que hacer, según él.

Hablar de violencia y de exclusión, a propósito de la introducción de una distinción como la de verdadero o falso, no nos dice, pues, en realidad, gran cosa. Llevar la marca del poder, de la fuerza, de la autoridad y del gobierno no tiene en sí, para Nietzsche, nada de infamante ni siquiera de sospechoso.

 

 

1. Michel Foucault, Leçons sur la volonté de savoir, Gallimard-Seuil, París, 2001 (1a. edición 1971).
2. Ibid.
3. Aristóteles, Métaphysique, Vrin, París, 1986.
4. Blaise Pascal, Pensées sur la religion et sur quelques autres sujets, prólogo y notas de Louis Lafuma, 2a. edición, Delmas, París, 1952.
5. Friedrich Nietzsche, L’Antechrist, Flammarion, París, 1993.
6. Domenico Losurdo, Nietzsche, il ribelle aristocratico. Biografia intellettuale e bilancio critico, Bollati Boringhieri, Turín, 2002.

Traducción: Florencia Giménez Zapiola

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