La luz proveniente de la estrella polar del norte, dominante en el concierto mundial desde las primeras décadas del siglo XX, y la ausencia de un proyecto soberano, encegueció a la sempiterna dirigencia nacional. Un siglo de unilateralismo y sometimiento les impide apreciar el pluralismo que hoy domina en las relaciones internacionales.
Transcurridos cien años de la doctrina respicepolum (mirar hacia el Norte), planteada de manera abierta por Marco Fidel Suárez en 1914, cuando participaba en la discusión del tratado Urrutia-Thomson que buscaba normalizar las relaciones Colombia-Estados Unidos (EU) –interrumpidas a raíz de la secesión de Panamá–, puede afirmarse que tal doctrina no quedó limitada a ser una simple estrategia geopolítica asumida por las élites nacionales. En realidad quedó convertida en su segunda piel, una cultura totalizante, naturalizada a tal grado que cuando perciben que alguien mira, así sea casualmente al Sur o al Oriente, lo consideran anormal. El monroísmo quedó arraigado de tal forma entre nosotros, que no solamente las élites muestran con orgullo la participación en la guerra de Corea, sino que aún no reconocen como vergonzante la alineación del país con los EU y la Gran Bretaña en la guerra de Las Malvinas, que nos hizo acreedores al desdeñoso apodo de “Caín de América”.
Ahora, tras décadas de este ejercicio político unidimensional en las relaciones internacionales, que pudo tener algún sentido práctico para los grupos dominantes en el pasado, es necesario preguntar si la misma mantiene alguna pertinencia en un mundo como el actual que deriva de forma acelerada hacía el multilateralismo. Chile, por ejemplo, que desde la dictadura y a lo largo de los gobiernos de la Concertación, fue considerado como uno de los campeones de las afinidades políticas con Estados Unidos, tan sólo es superado por Cuba, situado en el otro extremo de la política, en el peso que tienen en su estructura de ventas al exterior las exportaciones hacia China (22,8 por ciento, frente a 11,1 hacia EU). Evidencia de que en el siglo XXI la diversificación de mercados no es un pecado de lesa ideología. En Colombia, por lo contrario, no sólo refuerzan nuestra dependencia económica sino que hacen gala de excesiva unipolaridad en todos los campos.
Mirando siempre hacía afuera
No habían transcurrido dos semanas desde que fuera público que las comunicaciones de los negociadores de La Habana estaban interceptadas desde una sala de operaciones clandestina del ejército colombiano, cuando por un “error” de la Oficina de Prensa de las Fuerzas Armadas quedó filtrada la agenda que el Ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, debía cumplir en Washington a finales de febrero de este año en el marco del Diálogo de Alto Nivel en Seguridad, sostenido con EU. Entre los aspectos que de forma tímida reveló la prensa, llaman la atención el compromiso del Estado colombiano de coordinar una mayor interacción entre los ministerios de defensa de los países de la Alianza del Pacífico, EU y Canadá, así como la calificación de amenazantes para la seguridad colombiana dada a las relaciones diplomáticas y económicas desarrolladas entre Venezuela-Nicaragua-Rusia-Irán, lo que significa, en pocas palabras, la oficialización de nuestro país como el peón local del más reciente juego de la geopolítica mundial que EU ha planteado al orbe.
Para reforzar esta constante. Finalizando el 2013 el Washington Post publicó que el ataque al campamento de Raúl Reyes había tenido lugar con misiles guiados con GPS, en una operación en la que la CIA habría participado de forma directa, ante lo cual, tanto las autoridades colombianas de la época del ataque, como las actuales, reaccionaron afirmando que son de conocimiento público las “especiales” relaciones que el país sostiene con los EU. El punto, sin embargo, es que la sujeción al gobierno norteamericano es tan sólo una arista, así sea la más importante, de una cultura política de la sumisión a los poderes extraterritoriales que trasciende todos los campos y los escenarios. La reciente pérdida de mar con Nicaragua, más allá de la justeza o no de la posición colombiana fue consecuencia, según coinciden los expertos, de no renunciar a tiempo al Pacto de Bogotá para no impedir la actuación de la Corte Internacional de la Haya. Recurrir para todo a instancias internacionales parece ser uno de los ejercicios más frecuentes de los gobernantes criollos.
En el reciente pulso entre la Presidencia y la Procuraduría por la legitimación de los diálogos de paz, Santos y Ordoñez viajaron simultáneamente, el primero a Washington buscando una declaración pública de apoyo a los diálogos de La Habana por parte de Barack Obama, y el segundo a la Haya intentado bloquear cualquier amnistía o indulto a los guerrilleros en caso de firmarse la paz, y de esta manera sabotear cualquier acuerdo. De igual manera, el proceso de destitución al que fue sometido el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, puede tener tantos folios en Colombia como en Washington, sede de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a la que tienen que someterse también buena parte de los juicios por los delitos cometidos contra las víctimas del conflicto armado. Recientemente, también llevaron a esa institución el caso del crimen del político conservador Álvaro Gómez Hurtado.
Como es conocido, los delitos de narcotráfico más importantes no los juzgan en Colombia sino en los EU, en virtud del tratado de extradición vigente con ese país. Pero, también se juzgan y penalizan allá delitos políticos, como lo prueba la retención del guerrillero Ricardo Palmera, y el ofrecimiento del gobierno norteamericano de una recompensa de cinco millones de dólares por la cabeza del jefe del secretariado de las farc. Y para que nada falte, también empiezan a juzgar allende nuestras fronteras los delitos comunes cometidos en el territorio nacional, como es el caso del proceso contra los taxistas que dieron muerte a un agente estadounidense en Bogotá. ¿Es posible acaso dudar que somos un país ex-céntrico, absolutamente heterónomo? ¿Alguna otra nación recurre con tanta asiduidad a tribunales extranjeros?
Inmovilidad y violencia
En las declaraciones previas a su encuentro con Obama, Juan Manuel Santos habló de que en el posconflicto las relaciones con los EU deben permitir una nueva alianza para el progreso y la paz, en un inequívoco paralelismo con la política de contención al socialismo que aquel país ejecutó en América Latina entre 1961 y 1970, como medida de freno a la influencia de la revolución cubana. El lenguaje no es gratuito, y desnuda el deseo intenso de los grupos dominantes por el retorno a las condiciones de la Guerra Fría, que fueron desde la segunda mitad del siglo XX el hecho legitimador de las relaciones internacionales unipolares del país. En mayo de 2010, el anterior gobierno protocolizó el regreso de los llamados Cuerpos de Paz, parte integral del programa estadounidense Alianza para el Progreso, y que por espacio de veinte años (1961 y 1981), tuvieron carta libre para recoger información e intervenir en el país. Revivir estas formas de neocolonialismo son pues los sueños de la élite de lograr el fin de las hostilidades entre ejército y guerrilla.
El eterno giro sobre un pasado señorial en el que muy pocas familias homogenizan el poder en todas sus manifestaciones permanece como constante, manifestada en la actualidad como metáfora política en el hecho que la llave presidencial Santos-Lleras, que busca la reelección, procede en línea directa de clanes de presidentes. Los candidatos de la oposición también pertenecen, por consanguinidad, al mismo círculo de la plutocracia enquistada en el poder desde la misma independencia. Es curioso el caso de la candidata Clara López, del Polo, el movimiento más a la izquierda de los que participan en la contienda electoral, que es sobrina de un expresidente de la república, Alfonso López, hijo de otro expresidente del mismo nombre, que en 1974 fue elegido luego de contender con Álvaro Gómez y María Eugenia Rojas, también hijos de expresidentes.
Lorenzo María Lleras, ascendiente del actual candidato a vicepresidente, figura entre los conspiradores de aquel Septiembre, cuando intentaron asesinar al Libertador, y se le considera, como Secretario de Relaciones Exteriores en el gobierno de José María Obando, de ser responsable de la entrega de vastos territorios nacionales a Brasil, cuando fueron definidos los límites con el poderoso vecino. Anti-bolivarianismo cerril, cesión de la soberanía política y territorial, y poder hereditario se suceden sin parar en un país que parece detenido en el tiempo.
La repetición de sucesos y de nombres, que denota una total inmovilidad política y social, es en realidad una forma de violencia, respondida con otros tipos de violencia. Por tanto, la idea, que en el último medio siglo hizo carrera en Colombia, que la izquierda desarmada no progresa porque existe una guerrilla que le impide su legitimación (y que buena parte de la misma izquierda avala), resulta de un razonamiento invertido, pues en realidad es el mantenimiento violento del statu quo político, como lo prueban los asesinatos de Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán (y la subsiguiente violencia), y más recientemente el genocidio contra la Unión Patriótica y otras fuerzas sociales y políticas, la raíz de la existencia de movimientos políticos armados. En otras palabras, si no contamos con una izquierda robusta no es porque haya guerrilla, sino que hay guerrilla porque los movimientos populares han sido ahogados en sangre o bloqueados mediante el fraude electoral (como en las elecciones de 1970) o el linchamiento mediático.
Cerebros y corazones negros
Desde siempre han afirmado que tras los sabotajes a los procesos de paz está escondida una “mano negra”, presta a extender talanqueras de cualquier tipo a la reconciliación, sin embargo, poca atención merece lo evidente: que detrás de toda mano que actúa existe un cerebro que la guía. Y acá bien vale la pena señalar que no se trata tan sólo del cerebro que directamente dirige, sino también del que de forma mediata alimenta los corazones de la intolerancia.
La publicación del libro de William Ospina Pa que se acabe la vaina, generó una reacción vehemente en las columnas de la prensa por su visión “pesimista” de la realidad, así como por un supuesto “desconocimiento candoroso” de las “virtudes del progreso” (1). Del debate llaman la atención dos cosas, de un lado, la total unanimidad en la posición de los columnistas en contra de las tesis de Ospina, así como el tono de los comentarios, asimilable al de una condena dictada a un “infiel”, que quedó como una pequeña muestra del totalitarismo de nuestro mundillo intelectual, y, del otro, el tratamiento de la noción de progreso como realidad incontestable, cuando en el campo de la ciencia, hace lustros es considerada como parte del universo ideológico. Los “optimistas”, paradójicamente, defienden el mundo establecido y apuestan por su perpetuidad.
Desde que Gunter Stent, uno de los fundadores de la genética molecular, visibilizara el debate sobre el “progreso de la ciencia” en su libro Las paradojas del progreso (1969), muy a tono con la inquietud que ya en esa época despertaba la pregunta por los límites de nuestra civilización, y que tendría en trabajos como el de los esposos Meadows –Los límites del crecimiento– patrocinado por el Club de Roma, y en el de Bárbara Wards y René Dubos –Una sola tierra–, expresiones de la misma inquietud, aunque en este caso sobre las probabilidades del agotamiento de los recursos, el concepto de progreso se tornó problemático. En biología, que fue la profesión de Stent, la discusión fue álgida por la tendencia que asocia evolución con Progreso, en el sentido de “mejoramiento”; y frente a los obstáculos que empezaban a vislumbrarse por las implicaciones teleológicas de la visión, algunos de los cultores más destacados de esa profesión, tal el caso de Stephen JayGould, fueron enfáticos en afirmar que: “El progreso es una idea nociva, culturalmente implantada, no comprobable, no operativa e intratable, que debe ser reemplazada si queremos comprender las pautas de la historia” (2). En el debate fue claro que la evolución, entendida como transformación o cambio, no era independiente de conceptos como catástrofe o ruptura de simetrías, y que si bien en ciertos campos y en determinados períodos históricos, la direccionalidad de algunos procesos señala, inequívocamente, aumentos de la complejidad, entendida ésta en el sentido restrictivo en el que fue definida por Murray Gell-Mann como la “longitud de la descripción del sistema”, de ello no se consideró lícito concluir que complejidad y “mejor” son sinónimos.
¿De dónde, entonces, la animosidad contra Ospina, por señalar los riesgos y aspectos negativos de nuestra compleja sociedad? Quizá valga la pena recordar que en la discusión acerca del progreso, entre las posiciones que asumieron su defensa estaban las de Edward O. Wilson, asociadas a la emergencia de la Sociobiología, que en su versión fuerte considera a la etología como el campo en el que deben estudiarse las relaciones humanas, naturalizándose, por ejemplo, las estructuras sociales jerarquizadas. Las conclusiones de allí desprendidas encajan con la visión de que “nos encontramos en el mejor de los mundos posibles”, o en el único posible, que es coincidente con el eslogan “no hay alternativa” (TINA-thereis no alternative) que esgrimió Margaret Thatcher en su defensa de la imposición del ultraliberalismo.
No se discute que en el afán de convencer que estamos en la mejor época de la humanidad, tengan el derecho de afirmar que las invasiones mongolas y tártaras a Occidente fueron más crueles y sanguinarias que las políticas de exterminio nazi y que los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki, si esa es su crencia, con la condición, claro está, de no olvidar que se trata precisamente de creencias y no de verdades objetivas. Así como también tienen el derecho de compartir con Steven Pinker las críticas a JayGould, Richard Lewontin y Steven Rose, en su intento de recomponer la Sociobiología, ya que ese no es el problema, pues éste reside en la negación de las posiciones contrarias como “aciéntificas” o “anticientíficas” sobre la base de una supuesta evidencia de que no es posible la construcción de un mundo humano distinto.
La diversidad de posiciones y el disenso son el ambiente propio del mundo del pensamiento y la academia, de allí lo preocupante del unanimismo y del espíritu de posesión de la única verdad, tan propio de la cultura cristiana radical que campea entre nosotros. ¿La intolerancia que ha llevado a matarnos de forma sistemática en guerras civiles y “épocas de violencia”, es acaso independiente de ese sentimiento de cruzados que asoma cuando alguien osa romper la uniformidad? ¿El logro de una verdadera paz no pasa por la conquista de un espectro amplio de formas variadas de pensar (paradigmas diversos)? ¿No es necesaria una desmovilización de cerebros y espíritus?
Ceguera y felicidad
Minimizar la gravedad de lo propio y mirar para otro lado, son otras de las características de nuestro discurrir mental. El uso reiterado de eufemismos como “falsos positivos” para denominar las ejecuciones extrajudiciales de personas del común y contabilizarlas como bajas en combate, y más recientemente llamar “casas de pique” a los sitios donde torturan y desmiembran seres humanos, no son asuntos sin importancia, estamos, sin duda, ante mecanismos sociales de negación de una realidad que contradice el imaginario que se quiere tener de sí mismo. La llamada banalización del mal puede ser todo lo inconsciente que se quiera, pero no por eso deja de tener un fin claramente identificable.
En ese mismo sentido actúa la fijación obsesiva en los problemas de los demás. En la semana que va del 17 al 23 de febrero de 2014, cuando recién estalla el escándalo de la corrupción en las fuerzas militares colombianas, los columnistas del diario El Espectador dedicaron once columnas al problema venezolano (es conocido que el programa televisivo “La Noche” del canal RCN, está dedicado casi en su totalidad a satanizar el gobierno de Venezuela). Ese mismo mes, la revista Semana reseñaba que el conflicto colombiano dejaba poco más de seis millones de víctimas, entre las cuales 95 mil eran de asesinatos y cerca de 90 mil entre desaparecidos y sus familiares, pues en este tipo de delito los allegados son tan victimizados como las personas sobre las que se ejecuta el crimen, sin embargo, esto no fue tema de ninguno de los comentaristas obsesionados en “lamentarse” por la suerte de la nación vecina, y vaya paradoja, expresaban su malestar por la indiferencia de los colombianos e incitaban a la intervención en ese país con el ridículo lema de “todos somos Venezuela”.
En el entretanto, algunos intelectuales buscan el ahogado aguas arriba y esgrimen el imaginario que quedó de la universidad de los setenta para sostener que “Hay franca censura contra las tendencias modernas de las ciencias sociales” (3), cuando ya desde las reformas de mediados de los ochenta en la Universidad Nacional, en Economía, por ejemplo, tan sólo dos asignaturas, de las cuarenta que constituían el pensum, estudiaban la economía política. Nadie que conozca los actuales programas curriculares de las disciplinas sociales puede afirmar seriamente que están sesgados o cegados por el marxismo, que es lo dicho cuando hablan de censura a lo moderno. No obstante, ese discurso queda sostenido como espantajo para defender lo indefendible, la total incapacidad de la academia para interpretar nuestra convulsa realidad. ¿Qué son “tendencias modernas” en ciencias sociales? ¿El paradigma neoclásico, en el caso de la economía? Si es eso éste reina ampliamente en nuestro medio desde hace más de tres décadas. Perminiéndonos preguntar si la academia ha tomado nota que los estudiantes de Harvard se retiraron de la clase del profesor Gregory Mankiw, autor connotado de textos convencionales, porque consideraban que lo aprendido no era lo suficientemente crítico y explicativo de las condiciones actuales. ¿Es conocido suficientemente que los estudiantes franceses en el 2000 crearon el movimiento Post Autista, por las mismas razones que esgrimieron los de Harvard? Lo anterior busca esquivar las responsabilidades intelectuales con el mismo argumento que las políticas, esto es, que la izquierda, victimizada y en minoría en todos los espacios, es la responsable de nuestro atraso teórico, idea que tan sólo cabe en los cerebros enfebrecidos de la élite de nuestro país (4).
A raíz de la reciente muerte del Nobel de literatura Gabriel García Márquez, la parlamentaria María Fernanda Cabal reprodujo en las redes sociales una foto del escritor con el líder cubano Fidel Castro, y expresaba su alegría porque los dos personajes pronto estarían reunidos en el infierno. El hecho, que algunos reprocharon por su indelicadeza, pese a todo, terminaba compartido en espíritu, pues incluso quienes decían llorar al artista, junto a las lamentaciones por el deceso, en tono de perdonavidas se permitieron exculpar al Maestro por su amistad con el revolucionario (5), como si García Márquez alguna vez hubiera necesitado o solicitado permiso para elegir sus amigos. El creador de Cien años de soledad, siempre fue explícito en considerar a Castro, el Che Guevara y Omar Torrijos, entre otros, como símbolos de los intentos más logrados por pensar y construir América Latina desde la autonomía de su particular realidad, asunto que provoca una reacción visceral en el establecimiento intelectual y político colombiano. Y como era de esperarse, el exilio abrupto y forzado que sufrió el Nobel, bajo el gobierno de Turbay Ayala, fue reducido a una anécdota más.
Cuando Juan Manuel Santos ejercía como Ministro de Defensa, al oficializar la muerte del jefe guerrillero Manuel Marulanda, también se arrogó el derecho de enviarlo al infierno, en una muestra adicional del espíritu inquisidor y vengativo de nuestro cristianismo exacerbado. No puede ser una mera coincidencia que el actual Procurador, Alejandro Ordoñez, representante de las posiciones más retardatarias y miembro del lefebvrismo –corriente conocida por su conservadurismo extremo–, incursionara en la vida pública quemando libros, y que también lo hayan hecho algunos integrantes del Nadaismo, movimiento autoconsiderado como el menos convencional de su época. La hoguera, en todas sus formas, parece anidar en el espíritu de ciertos grupos de colombianos, que parecen soñar permanentemente con ella como mecanismo de purga de sus contradictores.
Sí aunamos las dos últimas etapas internas de confrontaciones violentas, sumamos en Colombia alrededor de sesenta y cinco años de conflicto, con un resultado de por lo menos 300 mil muertos. En las últimas décadas han sido desplazadas cerca de cinco millones de personas en el interior de su marco territorial y expulsado 4,7 millones fuera de sus fronteras. La institucionalidad permitió el asesinato de 2.800 sindicalistas, desde 1987 hasta hoy, y la desaparición forzada de más de doscientos en ese lapso. La desigualdad padecida sitúa la nación como una de las más asimétricas del subcontinente (tan sólo superada por Paraguay y Bolivia), sin olvidar que ocupa el segundo lugar en el mundo en conflictos ambientales, con setenta y dos disputas que afectan a cerca de ocho millones de personas y que, además, ostenta el quinto lugar en asesinatos de ambientalistas con cincuenta y dos casos, violación de derechos fundamentales que no parece despertar preocupaciones dignas de la atención de sus intelectuales, que sin embargo desbordan sensibilidad por los problemas de otras latitudes, como es el caso de la vecina Venezuela.
Somos poco o nada proclives a la autocrítica, banalizamos nuestra realidad, nos gusta cerrar los ojos permanentemente y cuando los abrimos miramos para otro lado, quizá buscando conservar el título de ser uno de los países “más felices del mundo”. Forma de ser que, dada nuestra situación, no es para sentirnos orgullosos, pues acá parece adquirir sentido la frase atribuida al fundador del sicoanálisis, Sigmund Freud, de que “Existen dos maneras de ser absolutamente feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo realmente”. ¿Cuál de ellas será la que explica nuestra supuesta condición de campeones de la felicidad?
1 Ver la Columna de Klaus Ziegler “William Ospina y el ‘hombre de paja'” (El Espectador, 15-01-2014).
2 Citado por David Hull en “Progreso panglosiano” (En “El Progreso ¿un concepto acabado o emergente?”, compilación de Jorge Wagensberg y Jordi Agustí, editado por Metatemas).
3 Kalmanovitz Salomón, “Las finanzas de la universidades públicas” (El Espectador, 06-04-2014)
4 “Ante esta situación de penuria, las universidades públicas no se ayudan. Impera en algunas de ellas el clientelismo de izquierda que burla los concursos docentes y excluye a los mejores candidatos, para enganchar a los afines ideológicamente” (Ibid.).
5 “García Márquez tuvo muchos amigos, algunos admirables, como Graham Greene; también se permitió uno impresentable, como Fidel Castro. Hay que perdonárselo, como se les perdona a otros escritores haber sido amigos de Bush o recibir condecoraciones de Pinochet”, Héctor Abad Faciolince, “Gabriel García Márquez, in memoriam” (El Espectador, 19-04-2014).
*Integrante consejo de redacción Le Monde diplomatique, edición Colombia.