Por Pierre Rimbert y Grégory Rzepski
En el imaginario occidental del siglo XX, el Estado vestía la gorra del policía, la bata de la enfermera y el traje del planificador. Apoyado en una burocracia más instruida y numerosa, organizaba la sociedad con palo y zanahoria. Desde hace veinte años, desposeído de sus medios, improvisa una coreografía muy distinta.
El Estado puede confinar a su población, hacer que la policía inspeccione las bolsas de compras, cerrar las fronteras y gastar “cueste lo que cueste”, requisar máscaras y enfermeras –y luego imponer un pase sanitario– en nombre de la lucha contra la pandemia de Covid-19 en 2020. Puede nacionalizar los bancos durante la tormenta de las subprime en 2008, olvidarse de las obligaciones presupuestarias y financieras europeas durante la crisis del euro en 2012-2015, y pisotear el fetiche de la estabilidad monetaria al incitar al Banco Central Europeo (BCE) para que ponga en marcha la máquina de hacer billetes. Puede encarcelar sin juicio previo a los sospechosos de terrorismo, hacer registros sin control jurisdiccional previo, colocar vehículos blindados en los Campos Elíseos contra los “chalecos amarillos” en 2018, puede expropiar a los oligarcas (rusos, no franceses…). Puede infligir tratamientos inhumanos a los refugiados afganos o sirios en Calais y recibir a los ucranianos con los brazos abiertos. Puede prohibir a los medios pro-rusos y aceptar que se persiga a Julian Assange, quien reveló crímenes de guerra estadounidenses (Melzer, pág. 31).
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