Edgar Insuasty, Dentellada, óleo, grafito sobre papel, 65 x 90 cm (Cortesía del autor)

Por Álvaro Sanabria Duque

Uno de los interrogantes que dejamos de lado y que conviene hacernos, luego de la elección de Gustavo Petro como Presidente es: ¿por qué Colombia fue el último país del sur de América en elegir un jefe de Estado ‘progresista’?

Como podrá recordarse, las reacciones contra las políticas ultraliberales dio lugar en Suramérica a una serie de gobiernos que tuvieron por horizonte metas de autonomía en las relaciones internacionales, y en el plano interno una mayor simetría en los ingresos de la población. Bajo el rótulo de “socialismo del siglo XXI”, ese proceso político tuvo su punto de inicio en 1999 con la asunción de Hugo Chávez a la presidencia de la que sería denominada República Bolivariana de Venezuela, y continuó con las figuras de Lula, Kirchner, Correa, Lugo, Mujica, que completaron un cuadro de políticos que ilusionaron con el inicio de sociedades más equilibradas en el subcontinente. ¿Por qué, entonces, las inequidades profundizadas por las políticas del llamado “Consenso de Washington” no tuvieron en Colombia respuestas populares como en los demás países?

Contrario a ello, con la elección de Andrés Pastrana en 1998, Colombia reforzó su sometimiento a los Estados Unidos con la suscripción del llamado Plan Colombia, que bajo la doctrina de la “seguridad nacional” sentó las bases de nuevas formas de la política represiva, que desde el 2002 exacerbaron la persecución a la dirigencia social de base y terminaron por enseñorear una burocracia relacionada directamente con las economías ilegales. Igualmente anticipó una política oficial, que la extrema derecha reclama actualmente a nivel global, centrada en la defensa de la familia tradicional, el patriarcado, la heteronormalidad y un Estado confesional defensor de una organización social jerarquizada.

Socavar los intentos de trasformación social ha sido hasta hoy una labor exitosa de las fuerzas más fosilizadas del país, por lo que hacer un breve repaso de los intentos y frustraciones de los contados ensayos de cambios estructurales, quizá nos señale algunos aspectos de la fuerza inercial que ha sustentado los privilegios del estrecho grupo de los detentadores del poder.

Los balbuceos de la modernización

Mientras que el mundo vivía el que no pocos consideran, aún hoy, el cambio tecnológico más grande visto por la humanidad, denominado en la historiografía como la “segunda revolución industrial”, que entre finales del siglo XIX y comienzos de XX dio inicio al uso masivo de la electricidad, la automoción impulsada por el petróleo, el transporte aéreo, la telefonía, la cinematografía, entre otros inventos, y en el campo del arte y de la ciencia experimentaba el impresionismo y daba espacio a la física estadística y los inicios de la cuántica, Colombia despedía un siglo y recibía el otro con una contienda armada civil de grandes proporciones, conocida como “Guerra de los Mil Días”, que estalló en el último trimestre de 1899 y finalizó el penúltimo mes de 1902. La hiperinflación heredada del conflicto, el nacionalismo herido por la separación de Panamá estimulada por USA y el apoyo dado por los liberales derrotados en la guerra, impulsaron a Rafael Reyes –comerciante de quina y caucho, que había fungido como militar de los conservadores victoriosos–, a ser elegido presidente. Su propuesta nacionalista de industrialización y de abrir el país a las fuerzas del capital internacional que aceleraban la mundialización, atrajo a su proyecto las fuerzas que veían en el crecimiento material una herramienta de superación de las prácticas más atávicas de la cultura confesional.

Reyes fue el primero en esgrimir de forma explícita, como paso necesario para poder dinamizar una acumulación ampliada del capital, la necesidad de concretar un proceso de reconciliación de los contendientes enfrentados en los campos de la muerte. Como muestra que él daría el paso inicial nombró dos ministros liberales, Lucas Caballero y Enrique Cortés y además ganó el apoyo, desde el parlamento, de Rafael Uribe Uribe el líder más carismático del liberalismo de la época. Recién iniciado el gobierno, la negativa del Congreso Nacional a la concesión de facultades extraordinarias para enfrentar la crítica situación económica heredada de la guerra llevó a su clausura por orden del ejecutivo y a convocar una Asamblea Nacional Constituyente. Convocar el apoyo y consulta directa de los gremios de reciente creación como la Sociedad Industrial y Obrera de Bogotá, que agrupaba esencialmente artesanos; la Sociedad de Cultivadores de Café, transformada luego en la Sociedad de Agricultores, y a los mayores comerciantes que fueron invitados a formar una Cámara de Comercio, buscaba la participación directa de los incipientes capitalistas en la orientación de las políticas públicas que buscaban ser redireccionadas hacía un proceso modernizante.

Descoyuntar el poder de los barones regionales debía pasar por un reordenamiento de la división político-administrativa, que Reyes inició con la creación de seis nuevos departamentos en 1905, que alcanzaron la cifra de treinta en 1908, más el Distrito Capital. La reducción posterior de ese número, y el arrepentimiento de Reyes sobre sus intentos de alterar la división territorial del estado-nación, por la fuerte resistencia encontrada, probó nuevamente que uno de los lastres más pesados que arrastra el país desde su nacimiento como república, reside en el poder secular de las élites locales que apuntaladas en la propiedad inmueble y en el manejo de los recursos del fisco de unas regiones delimitadas y defendidas como pequeños reinos, les ha permitido construir fuertes nudos de sometimiento político y de filiaciones partidarias que han impedido la construcción de verdadera ciudadanía.

Historia más reciente corrobora el papel de la estructura territorial como uno de los instrumentos de dominación, y muestra la férrea resistencia a los cambios por parte de los grupos de poder creados alrededor de la departamentalización. En 2011 fue aprobada la ley por la que fueron dictadas las normas orgánicas de ordenamiento territorial (Loot), veinte años después que la Constitución de 1991 estipulara la necesidad del reordenamiento del territorio. Debía reglamentarse y fueron escamoteadas la distribución de competencias entre la nación y las entidades territoriales, la consideración de las regiones y provincias como entes territoriales de derecho, conservándose intactas la vieja estructura y división de funciones. El esquema municipio-departamento-Estado central ha sido una herramienta poderosa en manos de quienes han hecho del sistema electoral un mecanismo cuya manipulación va más allá de sus aspectos mediáticos pues ha posibilitado además del fraude, el chantaje y el uso de la violencia local. La gran diferencia entre el potencial de poder político de unidades muy pequeñas, como son la mayoría de los municipios, y el de los departamentos es, en no poca medida, la madrina de una participación altamente subordinada en gran parte del territorio nacional.

Los intentos modernizantes de Reyes fueron respondidos con un atentado en 1906, que culminó con la ejecución de cuatro de los supuestos autores materiales, pero sin la afectación de ninguno de los autores intelectuales, en una muestra que las élites chocan entre sí, incluso de forma armada, pero que los muertos siempre han sido de la gente del común. La oposición de diferentes matices, agrupada en la Unión Republicana, y liderada por la élite antioqueña1, representada por el banquero Carlos E. Restrepo y la familia Ospina –de presencia constante en hechos de violencia como el atentado a Bolívar y el Bogotazo del 9 de abril de 1948– lograron movilizar en las calles a la gente que protestaba por el intento de arreglo del diferendo con Estados Unidos, luego de la separación de Panamá. La creación de impuestos al tabaco y a las pieles bovinas, prolongado por mucho tiempo como el principal producto ganadero heredado de la Colonia, la creación de un Banco Central, y el intento de subvencionar la producción agrícola para quienes la orientaran al sector externo y adoptaran relaciones sociales modernas, fueron medidas excesivas para los sectores tradicionales dominantes que forzaron la renuncia del Presidente en 1909. Con el acceso de la Unión Republicana al poder y el asesinato de Uribe Uribe en 1914, fue enterrado el primer intento de desarrollar el capitalismo en Colombia. Las siguientes dos décadas fueron de hegemonía conservadora, el refuerzo de un Estado confesional, y de la búsqueda de una interacción externa de total subordinación a la emergente potencia norteamericana, en la que tuvo lugar incluso la propuesta de solicitar la anexión formal a USA.

La revolución que no marchó

El inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914, forzó un poco el paso hacía la producción industrializada de bienes manufacturados en el país, que ya había visto la fundación en 1889 de Bavaria en el sector de las bebidas, y en 1907 de Coltejer en el textil, las dos empresas que junto con Fabricato serían los íconos de las primeras producciones serializadas. Cementos Samper, inicia labores en 1909, bajo el estímulo de la formación de los primeros núcleos de expansión urbanística extrarradio (entre 1905 y 1918 Bogotá pasó de 100.000 a 144.000 habitantes). Pero, será el pago de los 25 millones de dólares que los Estados Unidos reconocen a Colombia como indemnización por haber arrebatado Panamá y que comienzan a ser desembolsados en montos de 5 millones desde el segundo semestre de 1922 hasta 1926, el detonante que impulsa las inversiones en infraestructura y en la ampliación de la capacidad instalada industrial que aún cubre una pequeña parte del mercado interno2.

El arribo de la primera “Misión Kemmerer” en 1923, que fue un grupo de técnicos macroeconómicos norteamericanos, contratados por el Presidente Pedro Nel Ospina –1922-26–, marca el segundo pasado forzado hacía la aceptación de algunos brochazos de modernización, en este caso administrativo, y que es reflejo del tránsito de la etapa de “capitalismo salvaje” en Estados Unidos, donde los llamados “Barones Ladrones” eran dueños y señores de cuerpos y almas, a la fase de capitalismo regulado que tuvo su base jurídica en las leyes anti-monopolio Sherman y Clayton, esta última de 1914.

En ese proceso, la misión Kemmerer creó el Banco de la República, luego del fracaso del Banco Central de Reyes, con el que el país entró definitivamente en el dinero fiduciario, la Contraloría, la Superintendencia Bancaria y sobre la base del impuesto a la renta diseñó una nueva estructura impositiva, conjunto de medidas que representaron en conjunto la primera muestra del ingreso del país en el mundo del Estado regulador. El traslado de la Concesión Barco para la explotación petrolera a la Texas Petroleum Company en 1918 y de la Concesión de Mares a la Tropical Oil Company en 1919 fueron, junto con la Misión Kemmerer, indicativos claros que el capital norteamericano asumía buena parte de las directrices en el país. No está de más señalar que entre los mayores críticos a la Misión Kemmerer estuvieron el banquero Carlos E Restrepo, remplazante de Rafael Reyes en la presidencia, y Eduardo Santos –fundador del diario El Tiempo–, militante de la rama más conservadora del liberalismo y que también había formado parte del republicanismo.

El pago de los 25 millones de dólares y el flujo de recursos del crédito internacional impulsaron un proceso inflacionario que junto con los escándalos de corrupción por los manejos de los dineros de la indemnización, cobijados con el mote de la “danza de los millones”, terminaron con el ciclo de la “hegemonía conservadora” y dieron paso al período de la denominada “República Liberal”, que tendrá como tarea actualizar algunos aspectos de la estructura legal para ajustarse a las nuevas realidades del capital. Esa tarea la asume Alfonso López Pumarejo entre 1934 y 1938 bajo el lema publicitario de “La Revolución en Marcha”, que buscaba ajustar la legislación a las nuevas exigencias de la acumulación en el mundo, y que tenía en el transporte público masivo, la telefonía, la educación obligatoria, la salud (integrada en la visión higienista), el agua corriente y la evacuación de aguas servidas, los nuevos mandatos para el Estado, que comprendían en conjunto el germinal universo de los “servicios públicos” que el teórico francés del derecho León Duguit –inspirador del espíritu de la Reforma de ese momento en Colombia–, englobaba en la nueva doctrina del “solidarismo”, que matizando el Laissez Faire y con el mismo espíritu de J.M Keynes anticipaban para la producción fordista el llamado Estado de Bienestar. En el país, por un corto período, el solidarismo inspiró en algunos liberales un discurso cercano a la socialdemocracia.

López impulsa una reforma constitucional que en el artículo 17 del título III dice: “El trabajo es una obligación social que gozará de la protección social del Estado”. El trabajo como obligación, en su calidad de servicio, igual que la salud y la educación, quedaron así enzarzados en la ambigüedad y confusión que provoca la noción de servicio como hecho puramente económico, versus su connotación como derechos humanos y, por tanto, como condiciones de una vida digna. Duguit sostenía, por ejemplo, que el liberalismo individualista afirmaba que no podía obligarse a la población a escolarizarse y que la visión “solidarista” sí, al considerar el interés socio-económico, en una clara muestra de la visión instrumental de los derechos sociales reducidos tan sólo a medios para una mayor acumulación.

Sobre esto no hubo ninguna sobrerreacción, pero la aplicación de ese principio “duguitiano” a la propiedad inmueble despertó el inmediato y generalizado rechazo de las élites. Que la propiedad fuera marcada con la obligación de tener una función social, y que eso posibilitara la enajenación de las tierras tiñó de “bolchevismo” las mesuradas propuestas que buscaban extender las prácticas salariales en el campo, eliminar relaciones símbolo del pasado –como las del aparcero y el terrazguero– y darle uso productivo a la tierra.

Luego del gobierno de la “Gran Pausa”, encabezado por Eduardo Santos, que había sido elegido en remplazo de López Pumarejo, éste regresa para un segundo mandato en 1942, en el que impulsa la ley 100 de 1944 que hace impracticable la extinción de dominio del latifundio improductivo y sólo busca evitar su surgimiento en las zonas de colonización, con lo que es abortado el segundo intento de desarrollar el capitalismo en Colombia. Las consecuencias de no eliminar las tensiones por la apropiación de la tierra, tuvo en el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán el casus belli que hizo detonar la primera guerra civil no declarada del siglo XX, conocida como la Violencia, que según las diferentes estimaciones dejó en el período 1949-1962 entre 200 mil y 300 mil muertos.

El inicio del Frente Nacional, nombre del pacto entre los dos partidos tradicionales que buscaba aclimatar la paz, tuvo como primer presidente a Alberto Lleras en 1958 –éste había reemplazado a López Pumarejo luego de su defenestación en su segundo mandato–, y revive con la ley 135 de 1961 los intentos de formalizar la tenencia de la propiedad en el campo buscando, de un lado, hacer accesible su titulación a quienes de forma ancestral venían trabajando la tierra como aparceros y, del otro, intentado estimular, nuevamente, el uso productivo del suelo, para lo cual crea el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), que apoyado en la ley 1a de 1968 intenta llevar a la práctica algunos aspectos reformistas en la tenencia del suelo.

La neutralización del nuevo intento es muy rápida, y llega a través de la promulgación de la Ley 4 de 1973, resultado del llamado “Pacto de Chicoral” entre el gobierno de Misael Pastrana y los latifundistas, eliminándose la posibilidad de la extinción de dominio por falta de uso. Este breve intento de reforma había mostrado su inoperancia, cuando los campesinos cansados de esperar toman la iniciativa y comienzan procesos de asociación que son satanizados con el mote de repúblicas independientes, que son bombardeadas en 1964, dándose así inicio a la segunda guerra civil no declarada en la que los insurgentes reclamarán la toma del poder y no sólo reformas. El tercer intento de desarrollar el capitalismo en Colombia tuvo así entierro de quinta categoría.

¿Ahora sí?

La Comisión de la Verdad estima que entre 1986 y 2016 el conflicto armado dejó 450.666 muertos, 8 millones de desplazados y 50.770 secuestrados, ¿cuánto suman, entonces, las víctimas de la segunda guerra civil no declarada que inició dos décadas antes, y que aún no acaba? Los muertos, desde el segundo fracaso del desarrollo del capitalismo pueden llegar entonces al millón por el conflicto de la tierra, sin que esto genere un verdadero impacto en la consciencia de buena parte del país.

No es casual, una mayoría anestesiada ha naturalizado la muerte del “Otro” como condición del bienestar propio, y la política ha hecho de la sucesión de nombres cada cuatro años el único resultado plausible cuyo costo en sangre, al parecer, bien vale la pena aceptar, sin que sea visualizado que esa “estabilidad” es el resultado de un acuerdo entre las élites locales y los poderes centrales en el que los primeros mantienen las condiciones de subordinación monopolizando la propiedad inmueble, centralizando y concentrando las magras manifestaciones del capital industrial y de servicios y haciendo de las arcas públicas locales coto de caza de los intereses personales, mientras que los segundos sostienen una apariencia de unidad nacional que mantiene la yuxtaposición de los territorios y gestiona la caja central que dicta, entre otros, los mecanismos generales de control y represión.

Una extensa historia en la que los paramilitares de hoy tienen más en común con los espadones del siglo XIX de lo que queremos aceptar. Ambos son manifestación de un latifundismo armado que como rémora ha sido la piedra en el camino que ha retrasado, incluso, normatividades que sólo buscaban fortalecer los procesos de acumulación de capital. Si cómo lo esgrimen, incluso los políticos más recalcitrantes en la defensa del statu quo, que de los 11 millones de hectáreas aptas para la agricultura tan sólo usamos 4 millones ¿por qué hemos saboteado de manera tan radical la extinción de dominio para las tierras improductivas? ¿Por qué no ha habido un movimiento social organizado que obligue a la reestructuración de esa situación? El constreñimiento que obligó al binomio Petro-Márquez a comprometerse, firmando en notaria, que no expropiarían (léase que no intentarían revivir normas para habilitar la extinción de dominio), es una muestra que los poderes que desde principios del siglo XX han logrado bloquear las tentativas de integración funcional campo-ciudad, siguen actuantes.

Los fallidos ensayos de “desarrollar el capitalismo en Colombia”, han tenido su impulso en cambios sustantivos del capital en el mundo y no en iniciativas que consulten el interés nacional. Y el entorno actual parece poco propicio, por el fuerte corrimiento de la política hacía la derecha, que esgrime con eco el regreso a los valores del pasado. En Suramérica, la segunda ola de mandatarios no conservadores rápidamente ha mostrado un gran degaste, en Argentina Alberto Fernández da muestras de impotencia frente a la inflación y a los desequilibrios macroeconómicos, su coalición perdió las elecciones intermedias en noviembre de 2021, y las perspectivas de continuar en el poder son bajas. El tibio Gabriel Boric, poco diferenciado de los gobiernos de la Concertación, enfrenta la fuerza creciente de quienes no apoyan el cambio constitucional y muestra bajos niveles de aprobación; Pedro Castillo en el Perú, tan sólo puede estar pendiente de evitar su caída, y Lula da Silva tuvo que recurrir como fórmula de su candidatura a Geraldo Alckmin, el conservador exgobernador del Estado de Sao Paulo, para neutralizar un posible señalamiento de intencionalidad “extremista”, en una señal inquietante que los grados de libertad para iniciar cambios importantes en la región ha sido reducido en lo que va del siglo XXI.

Al mismo tiempo, en el campo más amplio del sistema-mundo, la lucha entre los defensores del actual mundo monopolar y los que formulan un mundo multipolar, que ya tiene expresión en el campo de batalla directo e “indirecto” por medio de la guerra económica, nos muestra un sistema incierto en el que la desglobalización quizá sea una brecha que permita pensar en alcanzar mayores puntos de soberanía.

Lo claro, entonces, es que sin una presencia fuerte y organizada de los movimientos sociales, cualquier logro, de aquí en adelante, será en el mejor de los casos, flor de un día. En el retraso histórico vivido en Colombia para la elección de un gobernante salido del progresismo han jugado la violenta defensa de la propiedad por parte del latifundismo armado, la estructura política-administrativa basada en la departamentalización del país, y una lógica económica que ha basado más su poder en la valorización patrimonial que en la generación de excedentes. ¿Por dónde empezar para ponerle el cascabel al gato? Quizá, ahora si algunos tengan la respuesta. ã

1. Humberto Vélez, “Rafael Reyes: quinquenio, régimen político y capitalismo, (1904 1909), en Nueva Historia de Colombia, Historia Política 1886-1946, Planeta.

2. En la rama textil, por ejemplo, en 1928 del total de las ventas en el país tan sólo el 19% es cubierta por los productores nacionales y el 81% por importaciones, cifra que tan sólo fue invertida hasta 1945 cuando el 82% del mercado interno fue cubierto por los productores nacionales y el 18% por importaciones.

3. Salomón Kalmanovitz, Economía y nación: una breve historia de Colombia, Siglo XXI editores, p. 302.

* Economista, profesor universitario, integrante del Consejo de redacción Le Monde diplomatique, edición Colombia.

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