¿Qué es lo que provoca sensaciones de temor, susto o repudio en cada ciudadano cuando encuentra al marginal, al “habitante de la calle” frente a frente? La respuesta es simple: el encuentro con un potencial agresor que amenaza su seguridad. Es importante resaltar que lo no dicho en el encuentro cara a cara con el indigente reside en que al mirarle, este último no devuelve de inmediato —en espejo— la opción del reconocimiento de estar ante un semejante. Lo tácito en ese desencuentro consiste en que se amenaza otra seguridad; esto es, aquella de la identificación de cada uno en su estatuto de humano, dada por la relación especular al otro como prójimo. En ese instante cara a cara con “el habitante de la calle”, quien ya no sostiene un rostro al cual sonreír en el reconocimiento del encuentro con un semejante, la mirada se escabulle de ese espejo no sin cierto horror.
En el deambular que lo desprende del hábito que lo sujetaría a un lazo social para resolver sus necesidades vitales, “el habitante de la calle” drogadicto o no, se convierte en residuo por fuera del discurso del pacto con la cultura: este no es otro que el resultante del sentido que da la ley del lenguaje a la vida del colectivo. En esa andadura, el indigente se muta en objeto residuo –sobrac que interpela tanto a cada uno de los habitantes de la ciudad como a las instancias responsables de su atención, su propio estatuto humano y su concepción de lo que es la cultura como nicho de lo humano; sostener esta interpelación está en la base de los diferentes modos de tratar el problema de la indigencia: desde aquellos que encuentran como figura de negación las soluciones que optan por la limpieza del residuo de los descolgados del sistema, hasta los diferentes modelos de atención en salud pública que se proponen.
En el nicho cultural de la ruralidad, el habitante de la calle correspondería al bobo y el loco que se alojaba en las plazas de los pueblos y en el dicho de los otros en la escena pública. “Tolay”, “bobiloco”, en el decir popular de otrora de un pueblo del Valle del Cauca, era nombrado y reconocido por los otros de la escena social por la siguiente frase, por lo demás aristotélica, pues se sirve bien de los cuantificadores todos y ninguno: “yo los veo a todos y ninguno me ve a mí”. La repetía cuando veía desfilar a la gente del pueblo desde el ojo de la cerradura de la puerta de su casa, en donde lo encerraban en los momentos de crisis.
¿Qué ha ocurrido en el trayecto que va del marco de la plaza del pueblo que albergaba al bobo y al loco, al sujeto que estaba por fuera del lazo del discurso con los otros de su aldea, quien, no obstante, era alojado en el dicho del otro social de su terruño, a los 10.000 o 12.000 habitantes de la calle que residen en Bogotá? La respuesta a esta cuestión pasa por varios lugares, de los cuales se escogerá aquí el que se resume en una expresión referida a una ruptura: “el salto de la mula al jet”. Más aún, la discontinuidad entre la cultura analógica fundada en la palabra que representaba a un sujeto y la del dígito en la cibercultura: la cifra que agrupa, sin palabra y en paquetes, los cuerpos de los individuos. Cabe aquí formular la pregunta sobre el capital en la construcción en lo que hace al modelo de las nuevas ciberciudades, y el lugar que allí habría para los excluidos al margen del sistema.
En toda discontinuidad producida por la ruptura de un modelo de lazo social en la cultura, se pierde algo: referentes que deberán ser sustituidos por otros. Más allá de los factores económicos que se hallarían en relación con la puerta abierta hacia la indigencia, es conveniente considerar la existencia de factores inherentes a la subjetividad que actúan en la entrada como habitante de la calle. En este momento de la civilización, estos factores subjetivos estarían dados por la dificultad encontrada por las familias e instancias de la cultura en la tarea de transmitir y sostener los mensajes que portan códigos de sentido que sujetan a la ley del lenguaje, actor oculto que sostiene el lazo y pacto social, en sus diferentes figuras, el estudio, el trabajo, entre otras.
La nueva razón del modelo que rige el método de atención de las poblaciones se funda en la cifra. Una investigación llevada a cabo en el periodo de gobierno de la administración distrital anterior (2008-2011) caracterizó a un buen número de la población de habitantes de la calle bajo el diagnóstico de esquizofrenias y psicosis, en las cuales la salida psicopática delincuencial está presente junto con el consumo de sustancias psicoativas. Nótese en este sentido que se atribuye una estructura psíquica singular en juego en su opción a cada “habitante de la calle”. Consideramos éste un paso importante para su atención.
Es importante señalar que al transformarse en modelo de tratamiento, el recurso único del método cuantificador se traduce en acciones puntuales acordes con el modelo previsto para la cobertura; esto trae el riesgo de excluir al sujeto de la palabra: esta debe suponerse respecto de cada indigente. Desde la ética del psicoanálisis, este supuesto se halla en la base que da lugar a la tarea de hacer la construcción de su implicación (responsabilidad), en lo que hace a su estructura psíquica optar por la condición de residuo social, en el caso del indigente drogadicto “habitante de la calle”. Sí, la hipótesis de trabajo —proveniente del psicoanálisis— reside en que incluso en el camino de la indigencia, existe una elección subjetiva que puede ocurrir en cualquier individuo, independientemente de su nivel sociocultural. Favorecer la vía de la palabra para la restitución de la responsabilidad del sujeto en esa opción puede incidir en la salida del paquete de la población objeto residuo (despojo). Lo anterior, reconociendo el valor del paso dado por los que están en esa tarea, apunta a poner granos de arena en la reflexión sobre el modelo de atención sostenido por la pareja epidemiológica –cognitivo-conductual en el trabajo con la población de la calle.
La difícil prueba que enfrentan los diferentes modelos en relación con la psicosis y la drogodependencia, presente en la problemática que plantea “el habitante de la calle”, puede ilustrarse con la siguiente historieta, que muestra el impasse del sujeto atrapado en la identidad de residuo consignado en un paquete que lo etiqueta. Un loco que se creía un grano de maíz, es curado y dado de alta del hospital por su psiquiatra; a la salida se encuentra con una serie de gallinas, da media vuelta, retorna al hospital y demanda a su psiquiatra que lo interne nuevamente. Pregunta el psiquiatra: “¿hace cinco minutos usted estaba curado, usted sabía que no era un grano de maíz… sacado de un costal”. El loco responde: “sí, lo sé, pero ¿quién convence a las gallinas de que no soy un grano de maíz… del costal?”
Si el modelo actual con el que se trata al habitante de la calle condujese a la pareja conformada por el terapeuta y su paciente hacia la paradoja de la historieta anterior, no deberían descartarse otras alternativas para su atención. En otras palabras, no se debe acudir a imponerse la camisa de fuerza que trae consigo el modelo epidemiológico-cognitivo-conductual en su relación con la serie costo – beneficio – cobertura, en el cual la validación del mismo pasa por el conteo (i.e. número de individuos atendidos: la cifra oculta el verdadero problema), dando así cabida a investigaciones y programas que incidan en el modo de bloquear la puerta que conduce a ciertos individuos a la opción forzada de la indigencia y la calle. Este trabajo debe realizarse en las escuelas y con las familias vulnerables en dificultad, en aras de trasmitir referentes.
La biopolítica, noción elaborada por M. Foucault, revela que hay palabras amos que rigen, hacen la ley de lo que opera en discurso político; esto se traduce en acciones sobre los cuerpos del colectivo, de la población: esta carece de voz y excluye la palabra de cada uno en tanto sujeto representado por ella. ¿La biopolítica sería hoy la opción que más le sirve al modelo neoliberal de la política en salud? El modelo de cultura, en los diferentes momentos de la civilización, se define por el modo como el discurso del político resuelve tratar un problema que les es inherente, a saber: los residuos, tanto humanos –los que caen de esa escala–, como los otros, los que produce la vida de estos últimos, es decir, las sobras, la basura.
Nos hemos acostumbrado entonces a ver día a día aquello que este momento de la civilización, determinado por la alianza de la ciencia en la figura de la tecnología (1), produce con el modelo neoliberal de mercado –este “dios posmoderno”–: basuras que van desde los desechos industriales y nucleares, hasta los humanos, alojados estos últimos como sobras de lo social en las zonas marginales de las urbes o en campamentos a donde van los desplazados de las guerras.
El mercado y la exclusión social
Es importante precisar que no estamos del lado que afirma “todo tiempo pasado fue mejor”. Una de las tareas del psicoanálisis es desentrañar la lógica en juego en eso que amenaza y pone en riesgo el nicho de lo humano. Veamos ahora la forma en que el modelo neoliberal no solo es indiferente a ese peligro, sino que se sirve de ese riesgo para beneficio de sus fines.
“Los vicios privados hacen la fortuna pública”: “Esta fórmula, enunciada en 1704 por el médico Bernard de Mandeville, precursor desconocido del liberalismo, anuncia la moral perversa que, más allá de Occidente, rige hoy el planeta. Se encuentra en el corazón de la nueva religión que parece desde ya reina sin división: el mercado. Si las debilidades individuales contribuyen a las riquezas colectivas ¿no se deben privilegiar los intereses egoístas de cada individuo?”(2).
La lógica perversa que rige la razón del amo de este momento de la civilización resulta, según la teoría psicoanalítica, del modo en que la ciencia socava los presupuestos mítico-religiosos sobre los cuales se asentaban las referencias simbólicas ancestrales de las culturas tradicionales, condición esta del paso de la sociedad rural a la moderna. Desde luego, allí aparece un vacío simbólico que es real: “Dios ha muerto” es el enunciado conocido que anuncia la entrada en la razón moderna.
En ese lugar, real, vacío, el mercado va a ejercer su perversión, entendida esta como una versión de Dios padre que ofrece a su criatura (el ser biológico que habla) la posibilidad de hacerse a un objeto que puede comprar para completarse. Este objeto corresponde a lo que Freud teoriza como irremediablemente perdido y, como tal, es la condición de la humanización de la especie; es, por tanto, una mentira. En torno a ese objeto inexistente se sitúa el goce, imposible para el sujeto que habla; como ficción, corresponde a la idea del paraíso perdido. Producto de lo anterior será la articulación del ser biológico a la ley del lenguaje y al pacto de la palabra, en la cultura.
Para el psicoanálisis, aquello que define a la cultura gira en torno a un vacío, a un orificio, a una falta sostenida por un objeto productor de una pérdida: el goce. El modelo de civilización neoliberal a través del mercado con su artífice oculto –la ciencia– promete que el objeto que hubo de perderse para entrar en la humanización se puede comprar. Para este paradigma de la civilización, el problema no reside en que es imposible tenerlo en términos estructurales, sino en el asunto de tener el capital con el cual adquirirlo. Esto da lugar a una antinomia entre cultura y civilización, que a la hora actual se pone a la luz en una forma de sociedad regida por la economía del goce. Una de sus figuras, la cifra, rige las transacciones humanas dentro de una norma que toma forma a través del “o bien estás adentro, luchas con el arma de todo es posible para estar dentro del sistema y comprar el objeto que te falta, o bien estás afuera, marginado”. La falacia presente en el corazón de la economía del goce es el quid de la práctica psicoanalítica. El goce es antitético al deseo de vida. La aspiración al goce total, el nirvana, es la pulsión de muerte desencadenada de eros, la pulsión de vida.
1 Dany-Robert Dufur, Le Divin marché, La revolution culturelle liberal, Denoël, Mayenne, 2007.
2 Ibid, op., cit. Comentario tomado de la contracarátula del libro (traducción propia).
* Psicoanalista.