Ahora, en tiempos de negociación en busqueda de paz, cuando la memoria es requerida para precisar el orígen de nuestro conflicto armado, así como actores y responsables de un desangre de tantas décadas, es indispensable retomar aspectos sustanciales de nuestra historia pasada y aún presente. Un recorrido de varias décadas brinda aquí un aporte a tan sustancial tarea.
La vida política colombiana comporta una notoria condición contrahecha. Nuestra cultura binaria, degradada en perversa dicotomía, facilitadora de la sospechosa escisión entre buenos y malos, ángeles y demonios, permite el permanente y laxo cambio de chaqueta en que son prolijos muchos de los actores de la vida institucional y social del país. Por ejemplo, el cambio de chaqueta de Rafael Núñez, uno de los hitos presidenciales nuestros, insólito para algunos, pasó como un viraje autocrítico de un líder sereno que asimismo aplicó el descarnado dilema, “Regeneración o Catástrofe”. Los demás parecieron seguir una asertiva línea de coherencia, que tuvo su destello político en las posturas del parlamento que abrigó a la República Liberal, luego del horripilante suceso de la masacre de las Bananeras, para dar al traste o contribuir al menos a la caída de la hegemonía conservadora.
La polaridad eclosionó el encono bélico que dejó una luctuosa estela de medio millón de muertos, medianamente superada cuando el golpe de cuartel del general Rojas Pinilla provocó el cercenamiento de la Segunda República Conservadora, ya en deterioro a partir de gobiernos de minorías sustentadores de una violencia oficial, responsables de masacres como las sucedidas en Ceylán, en la Casa Liberal de Cali y en la atribulada geografía liberal de Tuluá. El siglo XIX había perforado al país a través de innumerables guerras civiles, 16 de envergadura nacional y 55 de encono regional, siglo entonces de incomunicación por obra de la intransigencia, la convicción dogmática y la guerra, que nos obliga a ver en Cien años de soledad un reflejo secular de la comunicación destrozada por el eco de las balas.
De una de las tres más grandes matanzas en América Latina, la perpetrada en la zona bananera en la madrugada del 5 al 6 de diciembre de 1928, se pasó al hegemonismo de tierra arrasada y advirtió el manotazo de un nuevo basilisco cuando el Bogotazo alertó sobre la tragedia que veía venirse.
Acongojados y atemorizados por la dura realidad, la población colombiana se resignó al olvido y medrosa le entregó la dirección de su colectivo destino a los determinadores morales y a los autores intelectuales de la nueva guerra, a través de la implantación del Frente Nacional. El ‘pendulazo’ empezó a entrar, como jamás se hubiera previsto; un partido pareció diluirse en el otro y se aceleró el cambio de chaqueta, asomando conservadores progresistas como Alfredo Vásquez Carrizosa y liberales preservadores del antiguo régimen, como Julio César Turbay Ayala.
El nuevo pacto tornó como una especie de ley de punto final. No se conocieron imputados y se petrificó la democracia formal, excluyendo de los derechos políticos de ser elegidos a los actores que estaban por fuera de la ideo-política bipartidista. El llamado cambio de chaqueta fusionó a las dos organizaciones políticas y forjó, a la mexicana, una especie de nuevo Partido Revolucionario Institucional en la geografìa colombiana, tras un acuerdo de los fragmentados bloques de poder que instrumentaron al general Rojas Pinilla y cuando éste intentó emanciparse, con el fondo de otra avaricia en la perspectiva de ser garante en la construcción de un novedoso ser dominante, lo derrocaron poniendo a la juventud estudiosa como detonante de última hora, portadora de la indignación, el entusiamo y la cólera.
De la amnistía con que desmovilizó a las guerrillas liberales los eternos detentadores del poder criollo tomaron una lección que prolongaran en el tiempo, extendiéndola a las que vendrían después. Así, los bloques de poder solo aceptaron la remoción de los factores subjetivos que provocan la confrontación armada, pero no erradicaron los factores objetivos que yacían en el fondo de la misma, incumpliendo los acuerdos para satisfacer demandas de los excombatientes, vinculadas a la remoción de estructuras sobre cuyas columnas maniobraba el viejo régimen. Con el objeto de enterrar las culpas por el incumplimiento hecho, los señores del poder aplicarían la reaccionaria teoría de la guerra preventiva, cortando la cabeza de la culebra insurreccional, heredad colonial certificada en la conducta del leguleyo Jimenez de Quezada, cuando “pasó a Tunja para degollar al zaque heredero (Quemichua) y a los caciques de Boyacá, Samacá y Turmerqué, previa ejecución a la posterior sangría realizada con el fin de evitar el eventual levantamiento de los nativos” (1).
La idea era cerrar todos los círculos de opinión para evitar cualquier manifestación de resistencia. Todas las vulneraciones pretendieron ser calladas; la impunidad, la estigmatización perversa, el terror perpetrado por los llamados ‘pájaros’ –los paras del momento–, y el homicidio legalizado por los chulavitas y contextualizado para su legitimación a través de las polaridades para generar las ‘roscas’ de soporte social y político, las exclusiones y los ghettos, y de esta manera hacer pasar como civilizados dirigentes de una sociedad decente a quienes eran, en prolongación, los responsables de la continuidad del régimen político en Colombia.
El ya mentado criterio binario, asentado sobre una cultura dicotómica impuesta por los conquistadores españoles, volvió a funcionar. Todo lo que cabía en el Frente Nacional se asociaba a la paz, la concordia, el progreso civilizador y la democracia; lo que estuviera fuera de él, y en esto cabrían desde las formaciones irregulares armadas a guisa de guerrillas u organizaciones insurreccionales, hasta formaciones civiles de opinión, iba a ser diabolizado, pues después de la victoria de las armas –triunfo logrado cuando los desmovilizados no reciben en la realidad nada a cambio, apenas el olvido, el sicariato, la discriminación y la persecución severa–, tenía que venir la victoria de las leyes, dada al momento de instaurarse un nuevo tipo de gobernanza que se apropia de lo público milimétricamente y durante 16 años, luego de eludir la responsabilidad por ordenar la guerra y sus derivadas violencias, sin que a dichas cúpulas se les hubiera iniciado un solo proceso por su criminosa conducta.
Los potentados, atávicos secuestradores de la historia saben que el problema de ésta es su pertenencia a quienes la hablan y la escriben –lo cual se agrava cuando muchos iniciales contradictores del bloque cupular terminan adocenados por las migajas que les son ofrecidas y se vierten como indecoros mercenarios finalmente al servicio de la muerte– y diluye a los silenciados que resignan su suerte a ajenos intereses. Sartre en el prólogo al texto de Fannon Los condenados de la Tierra advierte este proceso insuflado por déspotas de la contienda política y armada, que buscan implantar un sistema de relaciones para aplanar a la sociedad en beneficio de sus excluyentes expresiones.
Disidencias múltiples
La guerra que ahora se pretende desescalar y terminar, es el culmen de una relación histórica, alimentada por grupos de notoria precedencia. Ahí tienen cabida la Guerrilla de Tulio Bayer en el Vichada, el Moec de Antonio Larrota en el Cauca, El grupo de Arango Fonegra en Territorio Vásquez; luego serían concomitantes o posteriores, El Movimiento Indìgena Manuel Quintín Lame en igual territorio, Las Fal-Ful de Mario Giraldo Vélez en el Chocó, la Autodefensa Obrera –Ado– en Bogotá, Las Milicias de Medellín, El Ejército Popular de Liberación en el Alto Sinú y Bajo Cauca, El Prt, Patria Libre, El Movimiento 19 de Abril, El Movimiento Jaime Bateman Cayón, Los Comandos de Renovación Socialista, El Jega, El Ejército de Liberación Nacional y finalmente las Farc.
No hay pues una historia de guerrilla sino de guerrillas, con factores etiológicos, formas y criterios de reclutamiento, escenarios principales de contienda, referentes filosóficos y políticos, naturaleza social, escenario principal de la confrontación; biografía colectiva de unos actores que, junto a los regulares del Estado, y a los contendientes de la otra esquina armada, política o delincuencial, ejércitos irregulares adversos, chulavitas, pájaros, paras o narcos, han dejado cerca de un millón de muertos y millones de víctimas, entre la Guerra de los Mil Días y la cruenta conflagración con las dos guerrillas mayores supérstites.
Las cíclicas hostilidades dejaron severas lecciones tras los acuerdos de fin de las mismas. La vinculada con la Guerra de los Mil Días, solo aseguró la consolidación del régimen monopartidista, el Conservador, cuyo epílogo fue rubricado en la madrugada del 5 al 6 de diciembre de 1928, con la Masacre de Las Bananeras. La asida a la amnistía de 1953 durante el gobierno golpista del General Rojas Pinilla solo sirvió al régimen conservador precedente, silenciando la cadena de crímenes de Estado, y a la opositora cúpula liberal, dispuesta a abandonar su incómoda y coyuntural condición insumisa para reclamar acceso a la gobernabilidad perdida. La prevista en el 58, durante el primer gobierno del Frente Nacional, el de Alberto Lleras Camargo, solo selló el incumplimiento de los acuerdos al no atender las demandas de la resistancia social y liberal, agravado hecho que tuvo como epílogo el asesinato de varios de los jefes guerrilleros desmovilizados, símbolo de cuya traición fue el asesinato del emblemático comandante irregular Guadalupe Salcedo. El posterior asesinato de Carlos Pizarro León Gómez, cuyo tránsito de jefe de guerra a hacedor de paz había sembrado esperanzas en la nación entera, y la propia muerte de Alfonso Cano, el jefe fariano, cuando adelantaba primeros contactos, desmentidos por supuesto, con el gobierno Uribe y para cuyo efecto se había trasladado a la región del Cauca.
En tal prospección, las amnistías, indultos o similares, no jugaron el rol esperable, fueron tan sólo treguas rápidas entre batallas, baches de baja intensidad para preparar las nuevas arremetidas bélicas, o hasta paréntesis metodológicos utilizados por los dominadores realinderando fuerzas, cocinando la nueva estrategia, al tiempo que ofertaban la percepción de guerras terminadas, fértiles períodos de post y erección de nuevas guerras cuya responsabilidad entonces le era endilgada exclusivamente a los rebeldes de cada momento.
En ese contexto los nuevos intentos de aproximación no fructificaron. Ni Maguncia, Cravo Norte, Tlaxcala. El màs cercano en términos de lo exitoso, el de La Uribe, de cuyos acuerdos derivó la Unión Patriótica, quedó sepultado en medio del horripilante genocidio que la cercenó, eliminando al menos a 3 mil de sus dirigentes, y el más próximo en términos de tiempo, el de San Vicente del Caguán, fracasó cuando la política fue sepultada por las armas.
Hubo por cierto otras amnistías de mayor franqueza, que avizoraban el objetivo de declarar vencido al irregular oponente. Ejemplo la amnistía impulsada por el gobierno Turbay Ayala, ofrecida entre el 23 de marzo y el 22 de julio de 1981. A través de la ley 37, se concedía un plazo máximo de 4 meses para “entregarse y desarmarse individual o colectivamente ante las autoridades. Era una ley de rendición. Y en esas condiciones ni Bateman ni el M-19 ni cualquier otro grupo guerrillero estaban dispuestos a acogerse” (2). De esa soberbia pretensión gubernamental brotó la expansión de la riposta guerrillera, que emergió sobre el suroriente del país con la configuración del Frente Sur, a cuyo mando se puso el propio Bateman.
La guerra poco conoce de eticidades, no es humanizable, apenas desbarbarizable. Ella no puede atenerse como muchos lo pretenden a la aplicabilidad del Derecho Internacional Humanitario. sino a la incierta posibilidad de su fin. Hoy como nunca el país está ambientado para ello, a pesar de las veleidades de la opinión pública. El agotamiento emocional por la belicosidad ha conducido a una especie de referendo fáctico para el fin del diferendo violento, lo cual abre una densa discusión sobre la fase venidera. La preparación para afrontar dicha etapa, implica construir una política que conlleve insumos insoslayables, estrategias de consideración y acciones a implementar; una nueva cultura de observación y aprehensión del otro, dinamizada por la transigencia, una dimensión horizontal del poder y una estima integral de la democracia que, superando los lineamientos formales, atienda los derechos sociales y económicos, que la hagan realizable y, por demás, dignificando los derechos fundamentales, comenzando por el sagrado derecho a la vida .
La Mesa con las Farc
Un insumo inicial es la confianza, la cual más allá de ser un asunto de fe lo es de construcción social entre las partes, proceso que conlleva políticas y acciones tendientes a garantizar la seguridad de los excombatientes, la disposición y final destino de las armas, y coherencia entre el contenido de las pretensiones y los tiempos en que debe desatarse la Agenda de Incompatibilidades para lograr los acuerdos buscados.
Un subsiguiente insumo tiene que ver con la claridad y viabilidad de la Agenda mencionada, de entre cuyos ejes rectores hay uno de universal impacto, el asunto agrario, enfatizado en un país que en su historia bien puede corroborar cómo los señores de la tierra han sido los señores de la guerra. Frente a una persistente y razonada demanda campesina de reforma agraria democrática para beneficio de la pobrecía rural y decisivo estímulo al sector primario de la economía, se ha respondido con la contrareforma de quienes se apoderaron violentamente de cerca de 6 millones de hectáreas, alimentando con ello el desalojo de un número similar de campesinos, haciendo del desplazamiento forzado colombiano, junto al del Medio Oriente, el más espeluznante del mundo. No se pretenderá en los acuerdos para poner fin al cruento conflicto la solución al asunto de la tierra, en términos de una democratización de su propiedad, su tenencia y la economía de ella derivada. Aquellos van a garantizar que el espinoso tema esté en la bitácora de la posguerra, donde habrá de resolverse si de verdad se quiere edificar una paz duradera y no superar temporalmente un episodio que ha degradado la vida de los colombianos. Es en la nueva etapa, fase de la política prevalente, donde los nuevos actores sociales y políticos tendrán que asumir como objetivo mayor remover los factores objetivos del prolongado y militar encono, entre ellos como uno de sus capitales, el tema de la tierra.
La Tercera Encuesta Nacional de Verificación de la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado, acota que en 30 años, desde 1980 hasta 2010 han arrebatado por la fuerza 6,6 millones de hectáreas, traducido al 15,4 por ciento del suelo agropecuario de Colombia (3) generando desarraigo comunitario, desalojo cultural y pauperización al perder hasta los mínimos de propiedad personal, pérdidas que a pesos de 2011 se calculan en 80 billones de pesos. Como ya se ha vislumbrado, la restitución muestra enormes obstáculos que solo pudieram ser derruidos por un Estado fuerte y comprometido con la paz, cosa que está por demostrarse, tal como se observa con la sicarización de líderes por la restitución de sus territorios, por el ínfimo número de procesos judiciales cerrados y porque aún recae la carga de los prueba sobre campesinos sin títulos, sin educación y sis armas con que defenderse.
Lo previsto para sostener la aplicabilidad práctica y asegurada de la ley, a 2021, está estimada en 54,9 billones de pesos, de los cuales 22,1 billones se le adjudica al Sistema General de Participaciones que son recursos normales destinados a educación y salud, similar criterio que afecta al subsidio de vivienda, calculado para igual período en 6,9 billones de pesos, todo lo cual permite concluir que de manera fraudulenta se pretende desarrollar la focal política hacia las víctimas a costa de la política social general, todo para salvar el bolsillo de potentados y sectores sociales de cúpula que hasta en materia de paz desean pasar de agache (4).
Dicha temática está adherida al asunto de las víctimas, o más bien este último está anexado a aquella, hecho subrayado en esta etapa del tránsito de la guerra, cuando se votó la ley 1448 de 2011, asentada como Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, de cara a los 3.461.223 desplazados forzosos, devenidos de 793.5999 hogares (5), no obstante que apreciaciones no institucionales observan que la cifra se acerca a los 6 millones de desplazados, incluyendo los ocultos que, sospechando del Estado y sus instituciones, y para preservar lo que les queda de vida, deciden no evidenciar su trágica situación.
Las víctimas son un punto nodal en esto, entre otras por ser el primer proceso del final bélico donde las toman en cuenta, obedeciendo entre otras lógicas a la dimensión del desastre. En un juicioso estudio sobre el tema, Luis Jorge Garay menciona que ellas representan el 11 por ciento de la población colombiana y que de ese vulnerado segmento el 63 por ciento son jóvenes, menores de 25 años de edad, es decir la más clara negación de futuro.
Las víctimas no pueden reducirse a los muertos de las 1.982 masacres registradas entre 1980 y 2012, propiciadas en el 62 por ciento por los paramilitares y en el 18 por ciento por grupos guerrilleros. Ellas, igualmente, están en los asesinatos selectivos, en los secuestrados, en los desaparecidos, en los desplazados, en los mutilados por las minas, el uso de armas no convencionales y los bombardeos, los ejecutados extrajudicialmente, los entornos familiares y vecinales despojados de sus tierras y agredidas sus mujeres y familias; los niños reclutados bélicamente, los sacrificados en su salud física y psíquica, y los enmontados voluntariamente luego del repaso de su triste inventario en materia de derechos sociales y económicos, amen de los colectivos étnicos y regionales, padeciendo la inequidad, como los humillados y ofendidos que, a buena hora describió Fedor Dostoiewski.
Preocupaciones abundan actualmente y crecen a medida que se avecinan los acuerdos de la Mesa. Uno está referido al esquema binario que solo señala ejecutores y víctimas, focalizando la responsabilidad en los actores mayores, y así ayudando a ocultar la responsabilidad de otros, redes de apoyo, sostendores del fuego avivado, empresarios, líderes políticos y gremiales que tuvieron acceso al horror y ocultaron a sus gestores y sus finalidades, y ‘bondadosos’ hombres de Estado y de Iglesias que practicaron la horripilante teoría de los dos demonios, útil para la dictadura Argentina, recomendando que para derrotar a un demonio hay que soltar al demonio adversario.
Para reconfigurar un nuevo comienzo, habrá que pensar menos en la cárcel y más en la develación de la verdad, sobrepasando la línea que se agota en los perpetradores materiales para ubicar a los responsables que organizaron la barbarie, orientaron la dirección de la fusilería, exhortaron a la venganza y a la muerte violenta, y crearon un sistema de disvalores que, al imponerlo, menoscabó el respeto por el derecho a la vida y a la integridad personal.
Un segundo insumo está referido a la complicada relación entre justicia y paz, discernida mediante lo que se califica actualmente como justicia transaccional, simple legislación o normatividad de excepción para resolver situaciones de excepción. Varios interrogantes copan esta escena. ¿Quiénes deben ser los imputados de los crímenes atroces? ¿Los perpetradores directos y los mandos que dieron la orden con la inmediatez requerida para tal fin? ¿Los que están en la cima vertical de las organizaciones en guerra? ¿Cuál debe ser el referente para aplicar la novedosa dosimetría penal? ¿Dónde purgar eventuales condenas? ¿Cárcel u otro tipo de reclusorio? ¿Penas simbólicas? ¿Ley de punto final como la pretendida en Argentina o la instrumentada en Colombia cuando el pacto del Frente Nacional? ¿Justicia excepcional para todos o apenas para una de las partes?
Los tipos de negociaciones de guerra son de orden práctico, ante todo cuando son acuerdos que no están soportados por rendición de alguna de las partes, pues en este caso se vuelve notoriamente asimétrica la justicia; Nuremberg es un ejemplo y la antigua Yugoslavia otro. Distinto lo sucedido en Irlanda, en Vietnam y en Sudáfrica, donde hubo de restringirse la aplicación de justicia para obtener el valor supremo de la paz. Cabría aquí perfectamente la palabra de Mújica, “Toda forma de justicia en mi filosofía casera es una transacción con la necesidad de la venganza” (6). Los que pretendan, incluyendo a los nietos de los hacedores del Frente Nacional, verdadera norma de impunidad, que los pactantes de la insurgencia van a aceptar la cárcel como reciprocidad a su gesto antibélico se estarán llevando gran sorpresa. De ahí la contrapuesta de los insumisos en la Mesa de La Habana, investigación para todos, imputación sin límites y condenas indiscriminadas. Y todos son todos, los actores directos de la guerra, sus eslabones, sus apoyos, sus complicidades, y no habrá sitios de reclusión para tanta gente.
El caminar de la destrucción –la guerra– a la creación –la paz–, hay que darlo caminando no con nuestros pies sino con nuestra voluntad.
El acuerdo del pasado 23 de septiembre del presente año respecto a la constitución de una Jurisdicción Especial para la Paz, con sus salas de justicia y Tribunal correspondiente, tendiente a evitar la impunidad, contribuir a la reparación de las víctimas, sancionar a los responsables de gravísimos delitos y garantizar la no repetición de los execrables hechos, estimó que el manto de la mencionada jurisdicción cobijaría a todos los participantes en el conflicto armado interno, con mayor focalización en las guerrillas y en los agentes del Estado, lo cual se extendería hasta sus redes invisibles, previéndose que de tal manera serían satisfechos los derechos de las víctimas, consolidándose con ello la paz. No obstante y para ser pragmáticos, una extendida maraña de imputaciones abriría heridas jamás antes previstas y contribuiría menos a la paz que a la venganza, lo que hace del acuerdo en la materia de su eventual aplicación universal un instrumento impracticable, irrealizable, más bien un disuasivo para quienes desde su inútil santanderismo pretenden asegurar la norma, importándoles poco la consecución de la paz.
El tema de los tribunales internacionales se intenta instrumentar como espada de Damocles, que no se cierne al llamado Ius ad bellum, o derecho a la guerra justa, la que nutrió los procesos independientistas anti-coloniales y que continúa existiendo como expresión de los derechos a la desobediencia y a la resistencia, cuando se trata de confrontar regímenes totalitarios y discriminatorios por razones de étnia o de cultura. Lo hace es de cara al Ius In Bello, el cual desde las tragedias de Eurípides y los poemas epopéyicos de Homero, ostenta las fronteras para calzar conductas admisibles en tanto se tramita el violento encono.
Los tribunales reglados fueron al principio instancias de juzgamiento que vencedores impusieron a los ejércitos vencidos y a los Estados que los direccionaron. Así fue Nuremberg, estimulado por la troika en destino de victoria, Roosevelt, Churchill y Stalin, en octubre de 1943, asentando la Declaración de Moscú y el posterior Acuerdo de Londres de agosto de 1945, juicio que culminó con 12 ejecuciones, 3 cadenas perpetuas, 4 en prisión, por encima de las objeciones advertidas por la vulneración de los principios de legalidad, autonomía y de juez natural, reflejo no de un apego a la norma basada en la justicia sino a una irreductible de venganza.
Un tercer insumo, con inherente vinculación al anterior, es el suministro de la verdad, útil, completa y oportuna. Qué decir de esto cuando todos sabemos que “en toda guerra, la primera baja es la verdad”. Campo minado que subsiste en la etapa por venir debido a disímiles razones, sinsoslayar de entre ellas el mutismo procreado por las redes de complicidad; la verdad implica conocer el perfil social de los vulneradores, su ideología, su línea de mando o de obediencia.
Vale aquí estimar la experiencia sudafricana sin proponerse extrapolarla. Pensando en cambiar temporalmente de piel más no de casaca, el ideal humanista del obispo anglicano Desmond Tutu, pues “las personas se vuelven personas a través de otras personas”, la verdad llegó del brazo del remordimiento y de la compasión, ese trozo de piedad que reclamaba Rafael Uribe Uribe para poder llevar paz a los espíritus que venían desmoronados de la guerra. Es la manera como los hombres y sobre todo aquellos que entraron en inhumanidad, recobran parte de la humanidad perdida hablando a conciencia con ellos mismos, antes de hacerlo con sus deprimidas y expectantes víctimas. Lo otro, lo de la orilla del frente, es la venganza, a lo mejor útil para el escarnio personal y la catarsis individual, pero no para una sociedad hundida secularmente en la muerte y ahora deseosa de vivir en un país decente, o con un mínimo civilizatorio o, como dijera Gaitán, donde el país nacional trascienda sobre el país político.
Pero hay una preocupación mayor, que se le quiera hacer conejo a la paz en la fase de los posacuerdos. La cima soial y política tiene que entender que el país de los posacuerdos no podrá ser igual a la nación precedente. Tendrá que darse un proceso de democratización de la tierra y de su economía, y la reforma agraria integral deberá suplantar las contrarreformas rurales, que es lo único que ha conocido la República desde la audacia de López Pumarejo en 1936; la democracia política habrá que descongelarla y con ello las organizaciones políticas, partidos si los hubiera, movimientos, facciones y fracciones, actuando hoy como verdaderas empresas patrimoniales, decidadas a la venta de los avales, a las dinámicas clienteleras, al fortalecimiento de la corruptocracia y a la perversa distribución de los bienes e ingresos del Estado. El destino final de la oposición no puede ser el aniquilamiento ni mantenerse flotando sin mayor incidencia por las restricciones que hábilmente impone el establecimiento, apenas constancia de que se está en presencia de un régimen que admite la desavenencia o el disenso; el estatuto de oposición debe ante todo garantizar que en el futuro –dadas ciertas condiciones y ‘embrujos’ programáticos– la minoría podrá convertirse en mayoría y de esa forma acceder al control ejecutivo del Estado cuando no a la totalidad de éste.
En este acápite es capital el tema electoral, pues es la célula que mueve al organigrama político. Los ejercicios eleccionarios deberán ser hondamente transformados. Los comicios serán regidos no con base en las aceitadas redes de clientela, en las presiones cuando no chantajes burocráticos –que por cierto cuentan con el antiético respaldo de grandes sectores sociales–, y la disposición financiera de los contratistas, para quienes obrar como economía de guerra electoral les asegura sitio en la mermelada del futuro.
Pero igualmente habrá de estimularse una revalorización social, para quebrarle el espinazo a la discriminación y a la inequidad, frente a lo cual la vulnerabilidad evidencia a minoría étnicas y culturales, sectores de género y moradores de los sitios perimetrales de ciudad, campo en los cuales la aplicación de los derechos sociales, económicos y culturales, brilla por su completa ausencia.
Trampear el proceso, por haberse conseguido la desmovilización en razón del pacto de fin de las hostilidades y la guerra misma, es condenar al país a nuevos ciclos de guerra y de barbarie, dando por demás sentada razón a esos que en su momento John Agudelo Ríos y Otto Orales Benítez llamaron ‘enemigos agazados de la paz’. Si en la fase pos que se avecina no se erradican los factores objetivos que explican el encono violento y los dueños del Estado fallido estiman que se puede repetir las otras posguerras, hubiera sido mejor no terminar el presente conflicto armado, para evitar una montaña de frustración que siempre conduce del escepticismo a la generalizada negación de la vida.
El período que se avecina no es el resultado de la derrota militar de alguna de las partes; en esto no hay que equivocarse, pues no hay rendición a la vista, bien demostrado esto por lo acaecido en la mesa de La Habana. Esa es un ventaja, el respaldo de los acuerdos y si se le mete carne social a su legitimación, el apoyo de un nuevo consenso, para reedificar una república que bien pudiera agregar una frase a su preámbulo constitucional, siguiendo en ello las huellas de la transacción sudafricana: “Nosotros, el pueblo de Colombia, reconocemos las injusticias de nuestro pasado”.
En tan novedoso marco, la paz se convierte en una relación de vida y la guerra en un pasado de muerte, tanto como la justicia en una relación de humanidad, así afirmaba Saint-Just en los duros días del París de la Gran Revolución. El caminar de la destrucción –la guerra– a la creación –la paz–, hay que darlo caminando no con nuestros pies sino con nuestra voluntad, la de todos, incluyendo a quienes se proponen hacer de la posguerra una reedición más de la tragedia colombiana, bien pronosticada en su época por Don Antonio Nariño, “Hemos cambiado de amos, pero no de condición”.
El futuro apenas se logra con criterio de futuro y para ello bien vale la pena recordar la aseveración del pensador de Tréveris, “Impedir que el pasado de los muertos sepulte el presente de los vivos”.
1 Orejuela, Díaz, Libardo, Los grandes señores de la noche, editorial del Pacífico, Colombia, 1985.
2 Villamizar, Darío, Jaime Bateman. Biografía de un revolucionario, Intermedio editores, Colombia, 2007
3 Garay, Luis Jorge, “Retos y alcances de una justicia transicional civil pro víctima”, en: Economía colombiana, Contraloría General de la República, Nº 337, Noviembre – Diciembre 2012.
4 Villamizar, Juan Carlos, “Una buena ley con límites en su reglamentación e implemenatación”, op. cit.
5 Economía colombiana, Contraloría General de la República, Nº 336, 2012.
6 Danza, Andrés y Tulbovitz, Ernesto, Una oveja negra al poder. Confesiones e intimidades de Pepe Mujica, Penguin Random House Grupo Editorial Penguin Random House, 6ta Edición. Julio de 2015.
*Rector de la Universidad Libre, seccional Cali.