En Colombia, el estudiante de hoy tiende a tener que trabajar más que antes. En esta forma, el área de ‘producción’ de su vida invade su espacio temporal para el estudio, lo que pudiera limitarle sus posibilidades de crecimiento.
La Universidad no es sin los jóvenes universitarios. Se producen mutuamente. Bien lo han dicho con categoría los emblemáticos movimientos estudiantiles en Colombia en 2011. Y es así no sólo por efervescencia de la coyuntura social. El movimiento telúrico que produjeron los estudiantes removió toda la pátina de viejos acomodamientos, descarnó los significados reales de la complejidad universitaria, entre ellos el del futuro de la juventud como algo estratégico que les concierne principalmente.
En la Universidad es más fácil, aunque sí que es difícil, poder tematizar la cercanía entre los tiempos de la producción social y los tiempos del espíritu, dos variables que separamos analíticamente para discernir el asunto que vamos a tratar. Tan fácil como encontrar que los discursos críticos y creativos, las herramientas de la investigación social, la literatura científica, no son meros acontecimientos de aula o de textos impresos para comunidades cerradas o de lucubraciones pedagógicas del orador de turno. Cobran vida, para bien o para mal, y no tanto por sí mismas como en la acción de subjetivización que despliegan las fuerzas productivas universitarias.
Tal acción hace recordar que aquello que se hace en los recintos no es exógeno a la sociedad sino que ésta se está produciendo también allí. Algo que, de otro lado, también pone de manifiesto la dificultad que tiene reconocer esta circunstancia. La Universidad parece ser una realidad ascética, el lugar del anacoreta; una realidad escindida, incontaminada e incontaminable. Una apariencia, que sin embargo, no termina con el padecimiento cotidiano de los jóvenes y sus familias que saben y son conscientes, en unas condiciones como las colombianas, de qué significa la obligación de “arriesgarse a la universidad”, la “economía política” que todo esto comporta, pues el acceso a la educación superior es cada vez más difícil en términos de esfuerzo familiar. Padecimiento en tanto saben que es un costo mayor o menor que implica inversión y no sólo en matrículas sino también en sostenimiento cotidiano de los estudiantes.
Por ello, han sido los recientes movimientos estudiantiles lo que ha disipado la espesa bruma de todas estas ilusiones o fantasmagorías universitarias: las institucionales primeramente, que conciernen al Estado, y su promesas abstractas de ciudadanía, libertad y ascenso social mediante la educación; las propias de estamentos directivos y docentes sobre supuestos, soñados e ilusorios mundos académicos y utopos de subjetividad y espíritu; la relativa, más o menos amplia, cobertura de los sistemas de instrucción pública en la educación secundaria y superior; con cierta media de bienestar en términos de salud, transporte, alimentación, materiales, tiempo efectivamente liberado; con alto desprendimiento de las obligación de trabajar. Son éstos en buena parte los factores que explican la formación presente, de más o menos un siglo para acá, de la condición de la juventud. Y en buena parte la fábrica de esta condición ha sido la Universidad.
Este dispositivo tiene un anclaje de economía política claramente identificable, aunque su origen es complejo y no necesariamente inspirado en una teoría keynesiana o en una práctica de Estado social, Sin embargo fue bajo el imperio de estas últimas que se consolidó como modelo social. Y, por supuesto, su discusión actual se plantea en términos inconstructivos, dado que esa forma de economía política ha sido deconstruida, desterritorializada estructuralmente en los últimos 30 años.
Lo que muestra la nueva investigación social sobre el tema de jóvenes y juventud es precisamente la novedad de los fenómenos en curso como acontecimiento que afecta a seres humanos específicos, los estados de alteración, las mutaciones, si se quiere, que ha sufrido la vida social y que ha transformado sustantivamente la existencia de estas personas. Los recientes enfoques han introducido la noción de inconstrucción política de la moratoria social, con el fin de abonar el terreno para una nueva visibilidad especializada de lo que acontece en estos ámbitos sociales.
Precisamente, en el caso del tema que desarrollamos en este escrito y en nuestras investigaciones –el de los jóvenes universitarios–, la inconstrucción política aparece como una nueva imagen de pensamiento asociada a una repolitización de lo social, ocurrida en estos tiempos. Y ser joven no es idéntico a vivir la experiencia de la juventud. Esta última se asocia al período en que se suspende el ingreso al mundo de la producción, dado que el individuo se dedica a la instrucción como bachiller y posteriormente como técnico, tecnólogo, profesional, etcétera. Moratoria social es el nombre que recibe este fenómeno.
La gran pregunta de estas investigaciones es entonces sobre el presente, sobre la consistencia actual del tema de la moratoria social en un país como Colombia, y las consecuencias que de esto resultan para la producción y la permanencia de sectores poblacionales como el de los jóvenes y la juventud.
¿Qué denota entonces inconstrucción?
De un lado, para el caso de Colombia en los últimos 30 años, la existencia como herencia de una práctica inacabada de la idea de cobertura universal y gratuita de la educación media, secundaria y superior, ideal que se alcanzó en muchas latitudes en el período de la segunda posguerra. De otro, una acelerada pulsión por materializar parcialmente los ideales en este mismo período, particularmente el de cobertura universal, pero ya en clave de economía privada, incluso con ánimo de lucro.
Y he aquí entonces una doble paradoja. La primera, que remite a la edificación insuficiente de un sistema en el pasado, tarea que heredaron otros y ya en condiciones de reforma de las lógicas keynesianas. La segunda, la de perseguir el montaje de algo sobre una clave que no lo contiene, una amplia cobertura de los sistemas de educación superior pero poca o nula moratoria, es decir, cobertura sin subsidio ni bienestar, tal como lo han querido hacer en más de uno de los planes de desarrollo recientes, a nombre incluso de una cínica revolución educativa.
Y este es el primer sentido de la inconstrucción, puesto que se parte de la noción de que lo que se construyó, así sea parcialmente con un objetivo de moratoria, ahora se intenta a costa de la misma condición. La experiencia universitaria moderna, su arquitectura, se utiliza hoy para propósitos educativos pero con función de mercado y en lógica privada, perdiendo su carácter de público. Es como si una edificación arquitectónicamente diseñada para ser estación de trenes, con todas las disposiciones humanas correspondientes a estos fines de servicio, se usara para contener vitrinas para la venta de locomotoras, ferrovías, repuestos de estas maquinarias, etcétera. Así, la estación ha sido inconstruida. Como cuando una mezquita se usurpa para que sea sinagoga, o viceversa.
En medio de esta maraña de paradojas, procesos truncos, reformas privatizadoras a las que ha sido sometido un sistema supuestamente modernizado por la Ley 30 de educación superior de 1993; de un tira y afloje histórico que exprime a los jóvenes estudiantes y los demás estamentos educativos de secundaria y universidad con un manojo de diversas fuerzas encontradas, en tensiones distintas y con sentidos opuestos muchas veces; en medio de una neurosis reformista que esconde con sutileza sus verdaderos objetivos. A nombre de la calidad y la modernización curricular y educativa, se juegan asuntos sustanciales de la vida social contemporánea para un país como el nuestro; particularmente, el tema de los jóvenes y de la juventud.
No es gratuito que de este vórtice huracanado surgieran poderosos e imaginativos movimientos estudiantiles, porque lo que realmente está sucediendo para una nación como la nuestra es la desestructuración radical de todo aquello que hace posible la experiencia de ser joven en moratoria, la de vivir la juventud. Y esto, podemos sostenerlo, no es un fenómeno sólo colombiano y menos un fenómeno de poca monta.
De allí que la pregunta sobre si tiene futuro la juventud se convierta en algo tenebroso, puesto que no se trata de partir de la noción manida de que siempre ha de tener un futuro, así esto no sea lo más promisorio, porque su condición de juventud es un punto de partida incuestionable; sino de si ese punto de partida incuestionable tendrá, ahora si, futuro alguno, dadas las transformaciones inconstructivas que actualmente presenciamos. El segundo sentido de inconstrucción llama la atención sobre esta densidad, pero ya desde la óptica de las potencialidades que harían reivindicar una condición de juventud disfrutable como superación de las imposibilidades actuales.
La investigación, cuyos resultados hemos publicado en el libro Sentidos y prácticas políticas en el mundo juvenil universitario, da cuenta de esta dimensión inconstructiva de manera elocuente; retematiza la importancia que los estudiantes adquieren para la vivencia de una experiencia como la de la juventud, puesto que es en este campo poblacional donde se constituye socialmente esta experiencia gracias a la moratoria. Los jóvenes coexisten en un ambiente colectivo de intercambio académico, cultural, disciplinario y de control. Allí el tiempo existe fundamentalmente como ocasión efectiva para vivir tales actividades principales y sus consecuencias; allí se forma una multidensidad de relaciones reproducidas permanentemente, ya en el transcurso de varias generaciones.
Después de presenciar el vigor de un movimiento estudiantil –que con una experiencia de movilización y construcción de la cohesión, surgida en los años recientes, cuya emergencia logró ser asimilada por un país que ya no veía ni creía en movimientos estudiantiles desde hace décadas–, las variables reales se vuelven a poner en su sitio, y las potencialidades de los jóvenes emergen como centralidad de importantes procesos productivos y políticos de época.
La investigación, que ha utilizado –además del análisis bibliográfico y académico– instrumentos de cartografía social, diseñados para nuestras realidades, ha dado cuenta de esto bajo el nombre de nueva politicidad del mundo universitario. Los jóvenes, convenidos como no políticos por el mundo educativo institucional, se revelan como lo contrario. Pero, sobre todo, el dispositivo mismo, que proclama su apoliciticismo, se muestra como una máquina de producción de sujetos culturales, políticos y económicos.
Es aquí donde lo paradójico resalta con fuerza. Si bien en la mentalidad juvenil el ideal de un estudiante con horizonte apolítico es relativamente aceptado, el interés que muestran por asuntos políticos de fondo, nacionales, educativos y universitarios, es cada vez más significativo. De un lado, en cuanto a la forma como se ubican en un espectro político cuyos puntos cardinales tradicionales son la izquierda, el centro, la derecha, resaltando la cercanía con posiciones crecientes, del centro a la izquierda, en tanto reflejan ideales de política de justicia e igualdad social, pero al mismo tiempo haciendo visible un deseo también creciente de nuevas discursividades políticas, sacudidas de viejas disputas ideológicas con acentos extremistas en la izquierda y en la derecha. Como si quisieran escuchar el discurso político profundo de esta época, aquel que los contenga, comprenda e interprete; como si quisieran crearlo.
Los movimientos estudiantiles de 2011 muestran que la autonomía universitaria cobra verdadera vida cuando se construye la autonomía de sus estamentos. En este caso, la de ellos –constreñidos en la precariedad económica, la opresión institucional, el panóptico pedagógico–, la autonomía estudiantil es ganada a pulso, autonomía viva de sus subjetividades. La investigación deja ver la vitalidad esencial de esta circunstancia:
Política y económicamente estamos frente a una economía política de la imposición y producción de subordinaciones muy diciente. La autonomía como el Otro de esta obligación, se constituye en el más adverso de todos los escenarios, de allí que el mérito de los movimientos estudiantiles sea aún más significativo y estratégico: sacar al obligado, al que es forzado a esforzarse, al estudiante, al alumno, de una esclavitud construida con toda la intención de ser plena (220).
La Universidad está siendo reabsorbida por la obligación familiar y laboral; los procesos inconstructivos avanzan a ritmos alarmantes; casi una tercera parte de los estudiantes que viven su experiencia tienen obligaciones familiares, compromisos económicos por hijos o familia. En un paradigma de la moratoria social para los jóvenes colombianos, como es la Universidad Nacional, esto de por sí es alarmante dadas las restricciones de financiación, subsidios y ayudas efectivas. Pero también el hecho de que un 12 por ciento de los entrevistados se vea obligado al trabajo permanente, y que más de la mitad ejerza alguna labor remunerada parcialmente para poder sostenerse en el mundo universitario. De allí que crezca ese deseo colectivo por condiciones de gratuidad, dignidad y bienestar que han reivindicado los movimientos estudiantiles. Así, la inconstrucción política muestra sus dos caras.
En fin, esos jóvenes que están en la Universidad; ese llamado bono poblacional, representan la mejor medida de la sociedad actual, de su producción y de su crisis. La Universidad se descubre con ellos, por ellos, como un campo fundamental de transformaciones. Con un potencial adjetivado de biopolítico por la filosofía social y política contemporánea. La investigación revela otra serie de conclusiones importantes que contribuirán seguramente a variar el punto de vista sobre muchos y complejos asuntos de la vida social actual. Por ahora, felizmente salió a la luz pública en el trance de un poderoso movimiento estudiantil que, sin quererlo ni buscarlo, pone de manifiesto que es posible reinventar el estatuto social del tiempo y de su producción, como tiempos para el bienestar y la creatividad, un deseo tal vez, de posibilitar una nueva época para la producción social de la juventud.