Durante la última semana me ha tocado conversar con dos grupos distintos de académicos latinoamericanos que han venido a Chile y que querían escuchar una explicación acerca del estado en que se encuentra el diálogo del gobierno y la oposición sobre la Constitución y cuál puede ser su probable resultado. Me interesa en este artículo ordenar los componentes respecto al consenso constitucional que hoy se busca, pero dejando también un espacio abierto para un mejor funcionamiento del proceso democrático en el país.
Por Luis Maira*
Creo que una buena manera para explicar el dilema del Presidente Gabriel Boric, y de las dos coaliciones que lo apoyan es que hay que resolver la aprobación de una Carta Fundamental consensuada y justa, pero sin olvidar que el proceso político sigue siendo una situación abierta en la que hay que hacerse cargo de una deuda ética que resulta esencial corregir.
En el primer escenario, dominado por el abrumador resultado del plebiscito de entrada el 25 de octubre del 2020, la decisión de tener una nueva Constitución tuvo un efecto virtualmente derogatorio de la Constitución de 1980, incluidas sus varias reformas posteriores hasta llegar a la del 2005. Semejante cuadro multiplicó las expectativas de quienes aspiraban a un texto que pudiéramos denominar fundacional de una democracia avanzada en donde la perspectiva de cambio y el protagonismo popular podían ser la base de una Ley Fundamental interesada no solo en imponer como objetivo genérico un Estado Social de Derecho, sino también un conjunto de normas destinadas a favorecer una perspectiva progresista del hombre, la sociedad y la historia en nuestro país. Esto era satisfactorio para los sectores sociales con una perspectiva de izquierda, pero iba más allá del ánimo de quienes buscaban terminar con “la Constitución de la dictadura” pero que no pretendían abrir camino a un horizonte de refundación de la sociedad chilena.
Un primer error de procedimiento, dentro de esta perspectiva, estuvo asociado al mecanismo de elección de los convencionales, para lo cual se asumió como referencia el número y procedimiento establecido para la elección de los miembros de la Cámara de Diputados. Esto fragmentó al país en 28 distritos y permitió que en un momento de hegemonía de nuevos movimientos sociales (ambientalistas, feministas, representantes de los pueblos originarios, regionalistas, disidencias sexuales o jóvenes por el cambio), estos buscaran no solo plataformas para incorporar sus demandas, sino llevar el máximo de candidatos en los distritos y afianzar el énfasis de sus principios en cada uno de los capítulos. Esto la fue detallando y extendiendo el texto, hasta llegar a los 388 artículos permanentes y 57 disposiciones transitorias donde hubo muchas normas redundantes o se incluyeron asuntos que usualmente son parte del ordenamiento legal complementario.
Esta distorsión se acompañó con un segundo defecto, el establecimiento de “listas de Independientes”; que acentuaron el efecto de fragmentación y radicalización que permitió que los partidos de derecha no alcanzaran el tercio dentro de la Convención Constituyente y tuvieran que asumir la amenaza de una Constitución inevitablemente compleja, y en muchos casos, redundante en cuanto a sus disposiciones.
La complicada naturaleza del trabajo del cuerpo constituyente facilitó aún más la crítica de un sector creciente de la opinión pública de un estilo confrontacional de la Constitución, ajeno al que prevalece normalmente cuando se redacta la ley superior de un país. El claro triunfo que en el ámbito de las comunicaciones tuvieron los sectores más críticos del contenido del texto ayudaron a sumar a grupos como los Amarillos u otras minorías independientes no ligados históricamente a las fuerzas de derecha que fueron dando variedad al bloque político que llegó a representar el abrumador 62 % del electorado, algo que excedió el cálculo de los adversarios más recalcitrantes del proyecto aprobado en la Convención. Todo esto quedó bien simbolizado en una franja electoral en que por el lado de los partidarios destacaban parlamentarios y políticos que sostenían la opción Apruebo, mientras por el otro aparecían variados dirigentes sociales independientes que impugnaban el texto propuesto y ningún “rostro político derechista”.
Un escenario estrecho
Así las cosas, en 10 meses pasamos de un respaldo espectacular en favor de una nueva Constitución hasta afianzar una amplia derrota para el logro de esta. Hemos entrado así a un escenario político estrecho, en donde el único hecho nuevo favorable es que los partidos de derecha, que se habían limitado a rechazar desde 1990 todos los proyectos para una nueva Constitución, esta vez durante la campaña junto con descalificar el texto propuesto, anunciaron su compromiso por avanzar luego de la victoria del Rechazo a la redacción de una “buena” constitución, lo que ha originado una negociación compleja y difícil en que los críticos del texto anterior no avanzan propuestas de contenido, sino solo van extendiendo progresivamente muchas ideas que no fueron objetadas en el texto plebiscitado pero que ahora también se impugnan. A eso naturalmente hay que agregar el uso de una ventaja negociadora más genérica que es la inclusión de asuntos que les parecen fundamentales pero que no plantearon en el primer debate como los temas de una mayor extensión del derecho de propiedad o la mantención de algunas modalidades de las políticas sociales de la Carta del 80, que hasta hace poco estaban claramente impugnadas y que ahora renacen como ocurre con las Isapres o las AFPs, expresiones muy concretas de la centralidad del lucro en las políticas sociales que inspiró al grupo homogéneo de redactores de extrema derecha que durante siete años (de octubre 1973 a junio 1980) elaboraron el hermético texto impuesto sin registros electorales ni proyecto alternativo y bajo un Estado de Excepción, como se nos impuso en septiembre de 1980.
Entre tanto, todo lo relativo al contenido del tema pasó de un cuerpo de redactores democráticamente elegidos a un acuerdo circunscrito a los dirigentes políticos, y en particular, a los integrantes de las dos ramas del Congreso, a quienes les corresponde ahora tomar las decisiones que reemplacen a las que planteó la Convención Constituyente. Esto, y hay que tener conciencia de ello, favorece un alargamiento de las deliberaciones y refuerza el poder de quienes quieren aprovechar la coyuntura para reducir al máximo las perspectivas más amplias de una nueva Constitución. Aunque parezca asombroso, en la nueva situación, los que actúan como vencedores y definen los márgenes del texto constitucional, son precisamente los que no llegaron al tercio de convencionales en la elección del 15 y 16 de mayo del 2021.
Para quienes apoyan al actual gobierno resulta evidente que el horizonte actual es un segundo proyecto constitucional con un alcance muy diferenciado del primero. Este debe tener una perspectiva de país más acotada que la que su sector más activo intentó en el ejercicio de la Convención Constituyente. Pero el que se tiene que implantar debe ser cuando menos un texto que consagre bien las garantías constitucionales, que establezca una perspectiva consensual de la estructura de los poderes del Estado y las certezas de un proceso político que se inscriba en el horizonte de una disminución de los abusos y desigualdades que originaron la rebelión social de octubre 2019. Porque el conjunto de situaciones contrarias a los fundamentos de la legalidad y la ética que en Chile se fueron produciendo, como un reflejo de la negativa a tener una Constitución democrática que reemplazara a la impuesta por la dictadura, debe prevalecer en esta negociación si es verdad que todos buscamos otro texto que afiance la preeminencia del bien común.
Mi impresión es que al final, maniobras más maniobras menos, se impondrá la necesidad de las fuerzas de derecha de cumplir la palabra empeñada durante el plebiscito y Chile tendrá una Constitución democrática, aunque moderada en relación a las expectativas que una parte de la sociedad se había planteado. Para colocarlo en un símil, más parecida
a la Constitución de 1925 que tuvimos hasta el golpe, que al texto moderno y favorable a los cambios que habríamos deseado.
Pero a partir de ese punto si habrá un asunto esencial, que excede el alcance de la Ley Fundamental. Nuestro país tiene que terminar con el imperio de los múltiples abusos que con total impunidad prevaleció en la segunda parte del proceso de transición. Hay que enfrentar y resolver la ambivalencia de esas tres décadas. La de los años 90, objetivamente fue la mejor de toda nuestra historia, en términos del crecimiento, pues en ningún otro periodo habíamos doblado el tamaño del PIB en un decenio. El problema fue que simultáneamente, Chile fue una sociedad en que se multiplicaron los abusos, y estos a su vez, ampliaron las desigualdades, por medio de una suma de operaciones ilegales e inmorales que se acumularon a raíz de los escándalos de la colusión empresarial de los laboratorios y farmacias para encarecer los medicamentos de los ancianos, usar la misma fórmula para elevar el precio de los pollos, o incrementar el valor del papel de uso doméstico, entre otras situaciones que constituyeron delito abrumadoramente probados que no acarrearon sanción para sus autores frente la justicia, lo que al multiplicarse como práctica en la vida cotidiana acabó afectando la legitimidad y efectividad del sistema político y de los poderes públicos. Ahí estuvo sin duda una de las causas de la explosión social y de sus excesos. Es muy impresionante que solo esta última violencia haya acaparado la crítica de los grupos más poderosos de la sociedad en lugar de ocuparse de la reparación moral que el país necesitaba. Es el rasgo intolerable de desigualdad que el comportamiento de los grupos económicos mantuvo impune el que produjo finalmente el estallido del 18 de octubre de 2019 y su impresionante persistencia.
Chile necesitaba desde la partida de Pinochet una nueva Constitución. Y esta fue caprichosamente escabullida fuera de toda lógica, culminando en el anuncio formal del ministro Andrés Chadwick al inicio de la segunda administración de Piñera, indicando que el proyecto de Constitución que preparara la Presidenta Michelle Bachelet, no sería asumida por su gobierno pese a que ahora, durante la Convención Constituyente, sus propios obstructores lo reconocieron como una propuesta razonable en sus contenidos y bien elaborada en cuanto a los términos de la lógica jurídica.
Hemos sido un país que en los emblemáticos “treinta años” tuvo un buen balance en la región en términos del proceso de desarrollo, pero que acumuló pendientes en el terreno de la justicia social que no pueden sostenerse. Le corresponderá al gobierno del presidente Boric enfrentar y resolver esta gran deuda, ojalá con el sentido común que antes les faltó a los opositores de la Concertación. Si lo logra, asegurará un buen lugar en la historia.
*Abogado, exministro y exembajador