Sin duda, no es una vana hipérbole decir que lo ocurrido recientemente en Grecia, con sus antecedentes y las consecuencias por venir, es un hecho histórico. Con mayúsculas. Por supuesto, no es la primera vez que una constelación de enormes poderes, principalmente financieros, condena a un país a la miseria en nombre de la austeridad, humillando de paso a su gobierno. Y todo para garantizar el pago de una deuda externa, por lo demás ilegítima, ilegal e inmoral.
Esta es una historia que conocemos muy bien en Latinoamérica, sometida hace apenas treinta o un poco más de años a los programas de “ajuste estructural”, supuesta solución a la crisis de la deuda de entonces, medidas que llevaron a que ese oscuro período recibiera el acertado nombre de “la década perdida”.
Tales programas de desmonte de la legislación laboral, de desregulación y privatización se constituyeron en la primera fase de la imposición del modelo neoliberal. Pero ahora ha ocurrido en Europa. En la Unión Europea, cuyo proyecto integracionista, arraigado en los pactos sociales y políticos de posguerra, parecía ser la etapa superior de un modelo de capitalismo regulado e incluyente, capaz de ofrecer una opción realista y de centro al desafío del extremismo socialista. Un ejemplo para el mundo y en especial para América Latina.
Las particularidades son obvias, aunque no hacen más que confirmar lo dicho. A diferencia de lo ocurrido en nuestro continente, en Europa este episodio de ajuste toma cuerpo en plena expansión del modelo neoliberal. Allá el viraje también había empezado a principios de los años ochenta (M. Thatcher) aunque de manera lenta, progresiva y desigual, dependiendo de los países. Muy pronto, con la caída del muro de Berlín y el derrumbe del bloque de Europa Oriental, se reveló que el proyecto integracionista no era la culminación de un modelo sino el principio de otro. La ampliación geopolítica que dio lugar a la actual y extensa Unión Europea evidenció que la cesión de soberanía por parte de los Estados nacionales integrantes, en favor de los órganos de la Unión, no era otra cosa que un mecanismo para imponer gradualmente medidas de ‘desregulación’ en favor de las leyes del mercado, es decir, en favor de las grandes corporaciones transnacionales. Sobra decir que la ampliación –de 15 Estados se pasó a 27 en 2007, cuando se firma el Tratado de Lisboa, verdadera profesión de fe neoliberal– profundizó el espectro de desigualdad al interior de la región, que bien pudiera describirse con el esquema utilizado en el nivel mundial, de centro, semiperiferia y periferia. Esta última, al oriente y al sur, pobre y políticamente frágil, hasta hoy no ha logrado superar una inestabilidad no exenta de conflictos militares.
En estas circunstancias, el programa neoliberal, poco a poco desenvuelto, no aparece como realización solamente de los gobiernos de derecha y de los renovados socialdemócratas sino también de las políticas de la Unión, en nombre del nuevo dogma: Europa global y competitiva, mediante un instrumento, entre otros, poderoso y temible, la política monetaria, después de la adopción de la moneda única, el euro, a la cual se deben someter las caricaturescas políticas fiscales nacionales.
Es por eso que si acá, en tiempos del ajuste, los enemigos eran el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), que representaban una ventaja para quienes los rechazaban y denunciaban, al poder señalarlos como agentes externos, allá el enemigo es la famosa troika, añadiendo al FMI, el Banco Central Europeo (BCE) y la Comisión Europea (CE), que son ‘internos’ desde el punto de vista de la Unión. Con una aclaración indispensable: los poderes constitucionales de la Unión no fueron edificados ni se reproducen por vías democráticas; sus políticas están muy lejos de expresar el consenso de la ciudadanía europea, calificativo, el de “europea”, que a esta altura es cada vez menos convincente. Déficit de democracia, suele decirse allá con cierto pudor. Y esto lo sabe la mayoría de la población, como vienen registrándolo las encuestas y se encargó de demostrarlo brutalmente el desconocimiento del referendo griego, que supo decir no. La crisis económica mundial que estalla en 2008 –y que hundió a Europa en una fase recesiva en la cual todavía permanece– no ha hecho más que reforzar estos poderes cuyo programa, elaborado y repetido hasta la saciedad por los tecnócratas, sigue siendo el mismo, encasillado en el dogma neoliberal. Por ello, no es de extrañar la multiplicación, en todos los países que la integran, de brotes de nacionalismos y chauvinismos, pese a ser considerados arcaicos y reaccionarios, apelativos que causan tanto terror como el de “populismo” aún en las filas de la izquierda casada sinceramente con el espejismo de la integración.
Las diferencias mencionadas hacen inaplicable, en el caso de Grecia, la experiencia de Argentina, que después de la crisis de 2001 –expresada en un verdadero levantamiento popular– decide negarse al pago de la deuda y al sometimiento a las condiciones impuestas por los acreedores, obligando a una favorable renegociación, salvo en lo referido al mensaje de dignidad que esa experiencia encierra. Sin duda, para tal resistencia, las condiciones en la mayoría de los países de América Latina ya habían cambiado y en algunos posibilitaban unas políticas calificadas de posneoliberales, lo que describe un contexto totalmente distinto del europeo. Y en lo que va corrido del siglo, es cierto que su principal problema no ha sido ya la deuda (lo que no obvia que en este momento esté entrando en una nueva espiral de aquella).
En Europa, por el contrario, y dado el proceso integracionista, es el desbarajuste lo que expresa el episodio crítico de un país como Grecia, sometido a un nuevo ajuste punitivo y por lo demás absolutamente inútil. El aspecto que más ha trascendido a la opinión pública, esto es, si Grecia abandonaba o no el euro, no es propiamente su problema sino el de la Unión Monetaria como un todo. De ser una opción que Tsipras, primer ministro griego, dudaba en adoptar, se pasó a una amenaza prácticamente de expulsión por parte de la troika. Pero la amenaza ocultaba un auténtico temor: mucho se ha mencionado el riesgo de desobediencia por parte de los países más débiles, como España, Portugal, incluso Italia y hasta Irlanda, que pueden considerarse de la semiperiferia. Sin embargo, los considerados ganadores, comenzando por Alemania, tampoco tienen suficientes razones para estar tranquilos. Es cierto que, para esta última, el esquema de la Unión Europea (y el euro) juega a su favor, pero en sentido estricto es en favor de sus grandes corporaciones y grupos financieros, y no de las mayorías. Los índices de pobreza y de desigualdad han aumentado también allí, poniéndola en un riesgo político no por latente menos cierto.
Además, desde el punto de vista económico la situación es algo más que incómoda. El desempleo juvenil amenaza, y no basta para conjurarla el manejo del euro, cuya estabilidad depende más que todo de la especulación financiera mundial. De un tiempo para acá, las exportaciones de Alemania, base de su prosperidad, viran del mercado de la propia Unión hacia el resto del mundo. De ahí que su interés por el porvenir de la integración sea menos fuerte de lo que parece: es el precio de la apuesta globalizadora, no exenta de dificultades políticas. Si algo preocupaba era el posible nexo de Grecia con Rusia (e incluso con China), lo cual generaría problemas con Estados Unidos (como lo mostró la advertencia diplomática pero firme en el episodio de Ucrania), panorama del todo indeseable en momentos en que discute con este país el Tratado Transatlántico. Dada la dependencia energética con respecto a Rusia, los problemas están muy lejos de una resolución efectiva. El colapso de Grecia es tal vez el comienzo del colapso de la Unión Europea, por lo menos en la forma en que la conocemos.
Nuestra relación con Europa no está, entonces, en el ejemplo que pudiéramos ofrecerle, en una suerte de inversión histórica, no obstante que a corrientes políticas disidentes como Podemos en España les hayan endilgado el mote de ‘chavistas’. Lo que estamos viendo, en primer lugar, es una transformación sustancial de las relaciones económicas que traen a la vez cambios políticos y en la llamada cooperación. Se trata de un proceso acelerado de transformaciones que ahora parece estar al borde de un salto cualitativo. En la última década del siglo pasado parecía que Europa buscaba una redefinición de las relaciones, no sin antes exhibir un llamativo acto de contrición, quinientos años después, por el genocidio de la ‘conquista’ y la colonización. Ganaba el primer plano la relación económica. Atrás quedaba la época en que, bajo el impulso de la socialdemocracia de entonces, predominaban la iniciativa política (derechos humanos) y la ayuda para el desarrollo (cooperación). En el centro, a despecho de la evidencia empírica, la peregrina idea de que los interlocutores ‘naturales’ eran España y Portugal. Seguramente para favorecer el despliegue del “milagro español”, en busca de las oportunidades que estaban brindando las privatizaciones. De entonces datan las “cumbres iberoamericanas”, que prosiguen pero sin efectos reales que valga la pena resaltar. De ahí hasta el escaso despliegue brindado por los propios medios de comunicación.
Es evidente que durante toda esta historia es pretensión europea desafiar la hegemonía de los Estados Unidos en este hemisferio. Recordemos que, simultáneamente, se va imponiendo en el mundo el dogma del libre comercio, en parte con la creación de la OMC en 1994, pero sobre todo con los intentos de impulsar áreas de libre comercio en nuestro continente, con el Tlcan y la propuesta del Alca. La Unión Europea puede contabilizar como un logro la conservación de su segundo lugar en las relaciones comerciales (y de flujos de inversión) con América Latina y el Caribe, pese a que su prioridad era (y sigue siendo) África.
Pero el nuevo siglo traería nuevas oportunidades. América Latina, con una economía ya reprimarizada, se ubicaba con ventaja en medio del auge del comercio de materias primas. Y, de acuerdo con el signo de los nuevos tiempos, la Unión Europea no podía quedarse atrás en materia de tratados de libre comercio: firma uno con México en el año 2000 y otro con Chile en 2002. Sigue los pasos de Estados Unidos pero su tradición política le obliga a presentar una imagen diferente para los años siguientes. Inventa entonces la figura de los “acuerdos de asociación”, agregándole al eje de libre comercio los adornos del diálogo político (cláusula democrática) y la cooperación. Tal iniciativa política tenía su base en el discurso de la “asociación estratégica” entre las regiones. En 1999 se había realizado la Primera Cumbre Birregional de jefes de Estado de Europa, América Latina y el Caribe. Y, con el mismo propósito de diferenciarse de la estrategia estadounidense, busca entonces negociar tratados, ya no con países sino con subregiones: Mercosur, Centroamérica y Comunidad Andina, aunque entonces varios de los países europeos tenían numerosos tratados bilaterales de protección de inversiones con países latinoamericanos, que en realidad son la base más importante de la relación económica.
Por consiguiente, no es necesario dar muchas vueltas para entender que el interlocutor que hemos tenido sea la Europa neoliberal, que busca, en un contexto de globalización deseada, “competir en el mundo”. Y hemos dicho que en estos años iba cambiando. Pero también lo hacía América Latina y no sólo en el campo de las políticas económicas: Brasil se consolida como potencia mundial, haciendo parte del emergente conjunto de los Brics. Es cierto que la Unión Europea conserva su posición después de Estados Unidos, aunque esto oculta notables diferencias entre los países, pero no es un secreto que China comienza a desplazarla. Esa es la nueva realidad, aparte de que los tratados o no se han suscrito (Mercosur) o se hicieron de modo diferente (el “multipartes” con Perú, Colombia y ahora Ecuador), o son poco significativos, como el de Centroamérica. Lo cierto es que todos, incluidos los antiguos, muestran escasas novedades económicas. Y desde el punto de vista político, el fracaso es monumental: jamás ha servido la cláusula democrática. Lo peor es que pierde validez como mecanismo de captura de mercados. Hoy día, lo que tenemos en el mundo es una proliferación cancerosa de tratados, seguramente para reemplazar el escenario multilateral que se caracteriza por el fracaso de la ronda de Doha de la OMC. Ocupan la escena ahora sí los verdaderos protagonistas, que no son los países sino las transnacionales. En abstracto, la Unión Europea debiera diseñar una nueva estrategia hacia Latinoamérica; sin embargo, en la crisis actual no son muchas las posibilidades. Es por eso que la última cumbre birregional, celebrada en los primeros días de junio pasado, ahora entre la Unión Europea y la nueva Celac –en medio de la debacle de la primera, y contando con que Latinoamérica entra en una etapa recesiva–, no podía terminar más que en una lánguida declaración sobre el “futuro común”.
Hemos estado hablando, sin embargo, de las relaciones entre los gobiernos, con el telón de fondo del juego de intereses entre los grupos capitalistas, y no hemos aludido a los pueblos de uno y otro lado del Atlántico. Ahí se pudiera decir que aquello que tenemos en común es un pasado, a despecho de la crítica acerba, renovada periódicamente en contra del colonialismo ya interiorizado y del eurocentrismo de nuestra cultura oficial. Debemos reconocer, eso sí, que hace mucho tiempo se trata de un eurocentrismo mediatizado por la cultura norteamericana. Lejos han quedado las épocas en que la intelectualidad tenía como faros a Francia, Alemania e Italia. Como si fuera poco, la verdad es que hasta esos faros han sucumbido a la misma imposición. No obstante, sobrevive una matriz de cultura política común, revolucionaria o reformista. Pese a las incursiones provenientes del pensamiento indígena, que nos han llevado a hablar tal vez con demasiada ligereza del “vivir bien”, lo cierto es que, por ejemplo, en el Foro Social Mundial, que en su origen y primer desarrollo es latinoamericano, es fácil percibir que, en contra del neoliberalismo, lo que alentaba era el espíritu de la vieja socialdemocracia. Si acaso, como factor diferenciador, visible en los actuales gobiernos progresistas, la herencia de los caudillos nacional-populares que nos identificaron ante el mundo desde los años 40 del siglo pasado. Tiempo se necesita todavía para que las tradiciones indígenas y negras logren recomponer radicalmente el pensamiento de la insubordinación popular. Pero lo que no admite duda es que esa recomposición está encontrando un coadyuvante en el derrumbe del espejismo político europeo, que tiene ya una historia de más de tres décadas aunque sólo ahora se revele como crisis de civilización, pues, si algo demolió el neoliberalismo no fue tanto el “socialismo real”, que cayó víctima de su propia y abominable mentira, sino la ilusión del pacto entre el capital y el trabajo.