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La cuestión nacional, pendientes a la colombiana

La cuestión nacional, pendientes a la colombiana

 

“El hambre punza los estómagos vacíos pero sentimos más las cadenas mordiéndonos” (1).
 

Debió imponerse una manera desaforada de acumulación y recomposición del capitalismo, el neoliberalismo –con toda su radicalidad de exclusión, unilateralismo, autoritarismo, concentración de riqueza, segregación social, racismo, antidemocracia real y nacionalismo reforzado–, para que la reivindicación de las identidades nacionales, como posibles Estados, o más allá de ellos, reviviera.

 

Es cierto que en Europa –tanto en el Reino Unido como en Italia y en España– existen reivindicaciones nacionales pendientes desde hace décadas. Así, las causas de escoceses, irlandeses, vascos, lo recuerdan; opresión nacional también pendiente de resolución positiva –a favor de sus pueblos– existe en territorios insulares aún bajo su dominio. Sin embargo, pocos podían prever que, como caja de Pandora, el tema explotara en la cara de los actuales gobernantes europeos, en particular de España, con presión hacia otras coordenadas. Europa tiene miedo de la experiencia española a propósito de Cataluña.

 

Más allá de los territorios mencionados, las causas nacionales más difundidas en todo el mundo, en pos de soberanía, son las que padecen los pueblos palestino y kurdo, con notables diferencias entre uno y otro. Para el caso de nuestro continente, Puerto Rico es la nación que aún está en mora de resolver positivamente su opresión colonial.

 

Como se puede leer en los artículos que sobre el particular integran la presente edición, en algunos casos los pendientes se remontan al momento constitutivo mismo de ciertos Estados nacionales –y en ocasiones imperios–; pero en otros casos se refieren a procesos de transición de regímenes dictatoriales a formas democráticas de gobierno. Sorprende que renazca esta reivindicación en Europa, una región con más de dos décadas en ‘Unidad’, tras larga negociación, proceso integrador desprendido –como lección– de las devastadoras guerras que libraron durante la primera mitad del siglo XX y como estrategia para no perder su menguado poder en la arena de la geopolítica mundial.

 

La verdad es que la unidad de Europa se logró con el debate sempiterno en torno a que fuera una Europa de los Estados o una Europa de los pueblos. Esa discusión se cerró pero nunca encontró una solución. Para el caso, Escocia e Inglaterra, Flandes y Bélgica, Cataluña y España, y varios casos más, prácticamente en cada país de Europa.

 

Dice la sabiduría popular que “tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe”. Así ha sucedido con el neoliberalismo y la aplicación de un conjunto de medidas políticas y económicas que terminaron por estrechar la democracia liberal hasta la formalidad, comprimiendo los derechos de todo tipo de amplios segmentos sociales que hasta hace pocos años gozaban del llamado Estado de Bienestar. Por otra parte, el estímulo a guerras en regiones vecinas a la propia Europa, bien por Estados de tradición imperial asentados en esta parte del mundo, como por los Estados Unidos, también terminó por propiciar un coletazo humanitario sobre ciudades, regiones y países donde sus pobladores ahora ven con desprecio a los miles de recién llegados, a la par que visualizan con preocupación el futuro de los suyos.

 

En uno y otro caso la reacción de muchos ciudadanos europeos es visceral: culpan por la reducción de sus privilegios, o tachan de peligrosos, a los recién llegados. De alguna manera, a la hora de ponderar su realidad, no toman en consideración los efectos negativos de la financiarización sufrida por la economía mundo y la creciente concentración de riqueza en bolsillos de unos pocos. La incubación de grupos políticos de derecha, con aires recalcitrantes como no se creía posible que volvieran a ser reivindicados, es la expresión defensiva y negativa más evidente –consecuencia– de estos fenómenos. El crecimiento de formaciones políticas como el Frente Nacional en Francia, la euroescéptica AFD en Alemania o el propio Ukip (Partido de la Independencia del Reino Unido) en Inglaterra es una de sus expresiones más patéticas.

 

Ese nacionalismo ha sido incubado, téngase en cuenta, no sólo por las identidades históricas de territorio, lengua, economía, tradición cultural; por la guerra y el terror como acciones de superioridad o de intimidación, control y cohesión social, sino también por la mediatización y el estímulo de identidades artificiales a través de diversos deportes, entre ellos, y de manera privilegiada, el fútbol. El nacionalismo, lo enseña la historia europea, siempre se ha correspondido con políticas (culturales) de derecha.

 

No sólo se limita ese nacionalismo reforzado al llamado ‘viejo continente’ sino que igualmente gana aire en países como Estados Unidos, donde una élite potenciada por, y beneficiaria de, los innumerables privilegios desprendidos de los acuerdos firmados como cierre de la Segunda Guerra Mundial, así como de su colonialismo no disimulado, ampliado y potenciado tras su poderío militar. Pero también tras su fortaleza científica y técnica, así como de otros beneficios derivados de la eliminación del patrón oro, ve en riesgo la continuidad de sus privilegios, producto del surgimiento de nuevas potencias globales, así como de una crisis sistémica que conmociona la totalidad del sistema mundo capitalista.

 

En el caso colombiano, el eco de estos fenómenos nos invita a revisar la manera como entre nosotros tomó forma el Estado-nación, y los temas pendientes que tal configuración arrastra tras de sí, en particular dos que brillan con luz propia: el trato violento y la subvaloración de indígenas y afrodescendientes. Son pendientes desprendidos de un Estado constituido como fiel copia del modelo imperante en Europa, sin reparar en las diferencias entre sus formaciones sociales, entre una región donde el capitalismo industrial estaba en auge y otra, la nuestra, donde lo dominante era el precapitalismo. Pretensiones de Estado ‘moderno’ a pesar de que la nuestra era, según el decir de Antonio García, una república señorial, heredera y continuadora de las más atrasadas y negativas herencias de la corona española, derrotada en el campo de batalla pero no así en las relaciones económicas dominantes en nuestra sociedad ni en las formas culturales hegemónicas (2).

 

Como se podrá recordar, la forma de organización social constituida a partir de 1819 estaba basada en el poder de los criollos, los que oprimían claramente a los negros esclavos y asimismo a la servidumbre de todo tipo, soportada también por los indígenas, lo cual fue conocido como mita y encomienda. Unos y otros, en la práctica, no tenían derechos efectivos; unos y otros reclaman desde entonces la tierra que les pertenece, en algunos casos apoyados en su alegato en Cartas reales que así lo establecían.

 

Han transcurrido dos siglos de opresión sobre los pueblos indígenas y sobre la población negra, habitantes de regiones miradas con desprecio desde el centro criollo-capitalino y su pretendida superioridad blanca, que con su nostalgia de Europa, en una primera época, y luego de los Estados Unidos, desconocía –desconoce– como iguales a quienes siempre poblaron el territorio nacional, y aquellos otros traídos a la brava, mercancía traspolada a sangre y fuego a esta parte del mundo como fuerza de trabajo.

 

Se trata de una opresión en cabeza de terratenientes y comerciantes que, en no pocas ocasiones, eran los propios gobernantes. Unos y otros, enseñoreados en inmensas haciendas (según la tradición de la Colonia), símbolo de poder más no de producción, haciendas hasta donde hacían llevar pianos y otros objetos de culto, donde recostaban sus reblandecidas carnes en sillones Luis XV y similares, bebiendo vinos importados, leyendo en francés o en latín obras de literatura mediante las cuales añoraban una libertad y unos derechos humanos que negaban a los ‘incultos’ grupos poblacionales que les prestaban todo tipo de servicios.

 

Señores terratenientes y comerciantes, defensores y potenciadores de relaciones socio-económicas serviles, manifestación del predominio en el país de claras relaciones precapitalistas que, en su ambición de poder y de dominio, de hacer realidad sus creencias más precarias e intereses clasistas, no renunciaban a la rutinaria conformación de ejércitos, valiéndose para ello del poder de la bayoneta, de la fuerza de la costumbre o de la amenaza proveniente del púlpito. Guerras interminables con las que enlutaron a no menos de tres generaciones de connacionales, muchos de cuyos familiares fueron llevados al campo de batalla como carne de cañón.

 

Señores terratenientes y de la guerra, al mismo tiempo sometieron a todo un país a un cuerpo ajeno, a un modelo político que no correspondía a las formas de producción predominantes, ni a las potencialidades del país mismo leído como un todo, mucho más allá de Bogotá. Si no se hubieran embriagado con la añoranza de Europa, hubieran visto los más de 70 pueblos indígenas que con sus saberes habían resistido y trascendido a la invasión, sobreviviendo en igual forma al desdén de las nuevas clases dominantes, y se hubieran percatado también del saber y la capacidad de los miles de afrodescendientes, herederos de la sabiduría y la memoria de diversidad de naciones africanas, saberes con los cuales sobrevivían a la brutalidad del poder realmente dominante entre nosotros.

 

Pero pudo más del desprecio. Desconocidos, excluidos, marginados, indígenas y negros terminaron entregados, como cosas, al dominio de la iglesia católica para que los sometiera a un brutal adoctrinamiento, validos de las misiones en las llamadas intendencias y comisarias, territorios de segunda clase donde se suponía que hacía falta la ‘civilización’, la verdad blanca. Una educación, también de segunda clase, sería el instrumento para ello, además del desconocimiento, por parte de la verdad única, de todas las formas y prácticas culturales que realzaban las particularidades de los diversos pueblos indígenas como de los afrodescendientes. Así lo testimonia el racismo impuesto por el imperio español, que se prolongaría a través de la negación del otro; así también lo destimonian millones de vidas segadas por medio del arcabuz, la espada, el látigo, el cáliz, el hambre, el contagio de muchas enfermedades, el trabajo esclavizado, el cruel castigo, la servidumbre.

 

Invisibilizados, unos y otros integraron una nación que no los reconocía ni los valoraba en su real ser, cuya clase dominante por un largo período llegó a considerarlos cosas, objetos, negándose a conocer y comprender sus cosmovisiones; marginados, excluidos, mano de obra gratuita en unos casos, barata en otros, indígenas y negros continuaron luchando por sus derechos. Esas lucha persistió, entradas las primeras décadas del siglo XX, en unos momentos en contra de colonos que avanzaban monte adentro, sin consideración alguna con quienes allí habitaban, y en otros contra capitales internacionales que con su dragas mordían, en ocasiones el oro, la plata y el platino de los ríos que refrescaban las tierras donde estaban asentados; en otros, en tiempos más recientes, con maquinaria pesada que rompe el vientre de la tierra considerada su madre, para cargar hacia otras latitudes el carbón mineral.

 

Las consecuencias de esta economía de enclave no son menores: son tratados como extraños en su propio territorio, expulsados; sin poder gozar de sus ríos sagrados, ahora desviados o canalizados para fines particulares, ni de la frescura de un aire y un medio ambiente en general contaminados por la dinamita y la infinidad de partículas que llenan y hacen pesado ese aire que antes refrescaba y no enfermaba, son sometidos a un cruel exterminio vital y cultural.

 

Con la presión de la guerra militar y de la económica sobre sus territorios, han llegado al siglo XXI con problemáticas similares a las conocidas siglos atrás: ciudadanos de segunda clase y que padecen las consecuencias del racismo, para el caso de los afrodescendientes en no pocas ocasiones forzados a trabajar por salarios inferiores a los oficiales y/o sin garantías de seguridad social, con menores posibilidades de cursar estudios superiores que sus connacionales habitantes de ciudades ‘centrales’ como Bogotá, Medellín, Cali y otras capitales de departamento; sin hospitales de alta calidad en sus municipios, sin comprensión nacional de sus tradiciones. Para el caso indígena, sin reconocimiento ni valoración de sus lenguas ni su cultura, mermados por el hambre y la desnutrición, y, para ambos casos, con el yunque del pretendido ‘progreso’ que, dicen, les llegará de la mano del capital internacional, para su ‘bienestar’.

 

Ahora no pocos de ellos, producto del despojo a que están sometidos, pueblan barrios periféricos de muchas ciudades del país, superando, a como dé lugar, necesidades básicas como vivienda y alimentación, sobreviviendo con la añoranza de la tierra que alguna vez les sirvió de frugal sustento.

 

No son menores las deudas que las familias oligárquicas tienen con ellos, también otros sectores sociales que los han negado, bien desde la ideología, la política y la economía; bien con las armas.

 

Retomar la cuestión nacional, ahora que el debate gana nuevo eco; cohesionar nuestra nación, potenciándola como un cuerpo social solidario, abierto a visiones plurales de la vida, respetuoso de los derechos de todos sus integrantes, con visión englobadora con todos los pueblos hermanos de la región, exige como mínimo, más allá de lo consignado en la Constitución de 1991, y otras leyes y normas posteriores a ésta:

 

•   Respeto a los territorios que habitan.

•   Garantía plena de todos sus derechos sociales, económicos, políticos y culturales.

•   Condiciones de habitabilidad de sus territorios, con el trabajo de sus tierras de acuerdo a sus tradiciones, complementando sus saberes y tradiciones con técnicas y procedimientos derivados de otras experiencias de vida que resulten adecuadas a sus realidades.

•   Aseguramiento de que sus tierras no queden bajo control y explotación de capitales internacionales o criollos

•   Incorporación de sus cosmovisiones al estudio que todo educando debe realizar desde su infancia, garantizando, además, la enseñanza, por lo menos, de una lengua indígena en primaria y bachillerato –enseñanza que bien pudiera ser definida por región o departamento, de acuerdo al pueblo o los pueblos indígenas que allí habiten.

•   Extensión de estos mismos criterios en el estudio de medicina, botánica y otras especialidades, en el marco de la tradición en cada uno de estos campos del saber.

•   Inclusión de la enseñanza desde la primaria, del estudio exhaustivo de la memoria negra e indígena, como vías por seguir para romper con el racismo aún imperante en amplias capas sociales.

•   Preferencia, en el caso de los planes de desarrollo e inversión con que se dota cada gobierno nacional, departamental y municipal, a las inversiones de destinación específica con las cuales en no más de tres décadas se rompa la brecha existente entre las ciudades y las poblaciones mejor dotadas de infraestructura y servicios públicos, y los marginados de ellos.

•   Prioridad, en una primera etapa, para la construcción de instalaciones adecuadas para la atención médica y la formación académica en todos los niveles.

Así, con la integración de afros e indígenas, en toda la línea de la palabra a la nación colombiana, se pudiera cubrir la deuda histórica acumulada con ambas poblaciones, de modo que el país avance hacia su cohesión como nación. Ciclo virtuoso por completar si los derechos de todo tipo también les son garantizados a los otros pobres y excluidos de la ciudad y el campo.

 

1. Zapata Olivella, Manuel, Changó el gran putas, Editorial Oveja Negra, p. 59.

2. García, Antonio, Colombia. Esquema de una república señorial, Ediciones Cruz del Sur, Ltda., 1977, pp. 7-24.

 

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