La declaración es fuerte: en Venezuela “[…] a la par de la economía, a la democracia también la han destruido. Infortunadamente, la corrupción se convirtió en la voz cantante del régimen y el respeto por los Derechos Humanos dejó de existir” (1).
Opinión directa, mucho más cuando avanzamos en el texto que la contiene y leemos que: “[en Venezuela] Últimamente las posiciones se han endurecido en la medida en que se iba destruyendo la democracia. Y ahora, frente a la dictadura, hay que endurecerlas más” (2).
Tales afirmaciones, proviniendo de Juan Manuel Santos, sin mucha autoridad moral para ello, son riesgosas. Como es de conocimiento público, él, al igual que otro conjunto de líderes políticos de la región, anda incurso por el caso Odebrecht. De prosperar, el problema dejaría a su gobierno tachado de espurio. ¿Renunciaría a sus funciones públicas de así comprobarse?
Ese impedimento moral se extiende también al tema de los Derechos Humanos, pues el régimen colombiano como otros que le secundan en sus presiones internacionales por aislar al país vecino carecen de autoridad moral y de la ética que los exima de denuncias. Sobra recordar todo lo sucedido en ese campo en los últimos años en el país, lo que aún es más grave si el retrovisor capta lo ocurrido, con implicaciones para las Fuerzas Armadas durante el tiempo en que era ministro de Defensa el hoy presidente colombiano.
Son señalamientos que, para el caso de Colombia, se complementan con datos alarmantes que no han podido ser reparados, ajustados o negados: el país con el mayor número de sindicalistas asesinados en el mundo; el segundo con mayor desplazamiento forzado; el séptimo con la mayor desigualdad económica en el indicador Gini. Y la lista puede continuar.
Meter las manos al fuego, cuando están recubiertas de parafina, es riesgoso y el resultado es inevitable; pero de lo sentenciado por Santos surge una oportunidad meridiana para estimular el debate sobre la democracia, a la orden del día en el mundo entero: ¿qué se entiende por ella hoy?
Todo cambia
¿Conserva algún parecido la democracia que hoy conocemos con la que emanó del alzamiento francés del siglo XVIII? Muy poco. En sus primeros albores modernos, la democracia trastabillaba ante particularidades como el patrimonio, la raza, el género, la Ilustración. El afán de sus defensores, matizado en la práctica, era la libertad de comercio, además de todo aquello que resumieron en la carta de derechos civiles.
Para aquella democracia –favorable a las necesidades y los intereses de la naciente burguesía–, esclavos, pobres, marginados y mujeres no eran sujetos dignos del respeto y la valoración de su individualidad, así como no eran sujetos de derechos.
Tenemos pues, hace apenas dos siglos largos, el embrión de lo que hoy conocemos por democracia, para llegar a la cual fue necesario que aquello que de manera despectiva se conoce como masas –pueblo, mayorías– hiciera sentir sus demandas, transformadas en miles de luchas/combates, con los cuales fueron corriendo el límite trazado por los dueños del capital, los mismos que habían decapitado la monarquía.
Pues, bien, de la carta de los derechos civiles la humanidad llegó a la carta de los derechos económicos, sociales y culturales, y el costo para así lograrlo no fue poco: en Europa y en Estados Unidos, centenares de obreros y campesinos, de negros no reconocidos como seres humanos, de mujeres despreciadas por siglos como simples objetos desechables, ofrendaron sus vidas. Sobre extensos charcos de sangre se erigió una democracia más robusta, la misma que reconoció la igualdad sin límites.
En Nuestra América también se alzaron miles por sus derechos, abonando con extensas hileras de cruces el campo que le permitió a la soberanía ganar cuerpo, otro derecho hoy valorado como fundamental para el reconocimiento de naciones, pero igualmente de pueblos.
Puede decirse, por tanto, que, en la Modernidad, la democracia en su primer hervor nació con la burguesía pero que su cocción profunda, llenándola de olorosas especies, corresponde –y la humanidad se la debe– a los pueblos del mundo. Son esos mismos que hoy siguen empujando, luchando, para que palabras recurrentes y fuertes –pero realmente vacías de contenido efectivo– como libertad, igualdad, justicia, Derechos Humanos plenos, y otras muchas, dejen el campo de las enunciaciones de los Estados y los organismos multilaterales para tornarse en factor del Buen Vivir y el Saber Vivir, como bien dicen los pueblos indígenas de nuestra subregión.
La democracia popular, por tanto, es mucho más que participación –elegir y ser elegido–, como reiteran los defensores de la democracia formal, de lo cual no hay duda. Ello nos permite resaltar el marco efectivo de las democracias realmente existentes, como en Colombia, donde el rito electoral no ha sido interrumpido de manera notable pero donde la democracia plena, radical, si así pudiéramos decirlo, es un simple aviso descolorido que cuelga a la entrada de los edificios donde se refocilan los funcionarios cabeza de los tres poderes con los cuales el liberalismo selló una de sus diferencias con la monarquía que decapitó en 1789.
Diferencias, transformaciones, profundización de una forma de gobierno y de ordenamiento social que nos permite visualizar que la misma cambia, gira, como lo hace el girasol en procura de la luz solar. Luz que atrae. En los tiempos que corren, el esplendor de la luz de las mayorías aún excluidas y negadas es intensa en sus reclamos y en su exigencia de una democracia cada vez más inclusiva, justa, libertaria, igualitaria…
Demanda social, global y local, que nos pone ante la realidad de que con la inocultable crisis sistémica que afecta al Sistema Mundo Capitalista morirá una parte de la democracia que hoy conocemos para darle paso a otra, ojalá superior, pues, de no ser así, ni el medio ambiente ni la paz entre las naciones ni aquellos derechos que nos parecen irrenunciables –como libertad, privacidad, trabajo, etcétera– lograrán sostenerse.
Exigencia social que también nos ubica frente al reto de que, ante los profundos cambios que vive este mismo sistema económico, político y social –removido en sus estructuras más profundas por las renovadoras energías de la producción liberadas por las rupturas conceptuales que en distintos campos del saber estamos presenciando, así como por los descubrimientos y adecuaciones técnicas sucedidas en física, química, biología, astronomía, genética, etcétera–, las sociedades ven cómo todo aquello que consideraban útil para garantizar su convivencia en justicia, con efectivo respeto de los derechos humanos más básicos, pero asimismo aquellos otros conocidos como de segunda y tercera generación, ya no encuentran efectivo soporte en las estructuras políticas y económicas hasta ahora conocidas.
Todo cambia, y la democracia no se libra de ello. El reto que hoy soporta este logro de la humanidad es que efectivamente ahonde sus raíces cada día más en la tierra del pueblo que la adoba con sus manos, las mismas que producen todo aquello que requerimos para sobrevivir de manera adecuada; las mismas que generan la riqueza hoy acumulada de manera desafortunada en el 1 por ciento de la humanidad.
Manos que hoy reclaman que la política, por ejemplo, no sea un asunto de especialistas sino que de verdad llegue a ser un asunto –organizar y administrar la vida de millones– que implique al conjunto social. ¿Qué tipo de Ejecutivo, Legislativo y Judicial pudiera surgir de ello? ¿Qué tipo de Ejecutivo brotará de un hecho tan evidente como este de que hoy los presidentes ya no son administradores sino comunicadores, con la misión de mantener, lograr o profundizar el consenso social, y, por tanto, actores secundados por grandes grupos de asesores que concretan intereses de grupos económicos específicos? Si así es, ¿resultará viable que las campañas electorales no sean por y para elegir un mandatario sino para seleccionar al equipo administrativo que esté al frente del gobierno, con un plan conocido y debatido previamente en el conjunto social, que, de no ser respetado, conlleve la destitución y la judicialización de sus proponentes? ¿Qué estructuras públicas construir para que todo aquel que llegue a nombre de mayorías a ejercer una función pública en efecto llegue a servir y no a servirse? ¿Cómo proceder para que en efecto los entes de control público, todos, estén en manos de la oposición efectiva, no de la oposición de apariencia? ¿Qué tipo de trancas debieran atravesarse para que el Ejecutivo no concentre en sus manos también el poder judicial, electoral y otros que le sirven para hacer, no hacer y deshacer?
Pero, ante todo, ¿cómo proceder con una política que no se defina ya única y principalmente en torno al Estado –y por tanto, las discusiones (banales) en torno a “sistema político”, “régimen político” y demás– sino, más radicalmente, una política de vida? ¿Esto es, una política de los marginados y para ellos, los intocables, los invisibles, los sin voz, los pobres y excluidos?
Manos, cuerpo todo, que de igual manera reclaman que lo público conserve su perfil, recuperando su carácter para que lo que, ante toda evidencia, es del conjunto de cada sociedad lo siga siendo –agua, energía, espacio electromagnético; pero también todo cuanto demanda gratuidad: salud, educación, transporte masivo, recreación, etcétera.
La valoración de lo público reclama igualmente recuperar para el usufructo de todos ese conjunto de empresas surgidas a la sombra de grandes inversiones estatales, las llamadas multinacionales (como las de telecomunicaciones, internet, agricultura, centros de investigación y otras), condición inicial para que sean controladas colectivamente y de esa manera se puedan redistribuir sus ganancias, al tiempo que neutralicen su capacidad acumulada para determinar gustos y consumos, violentar la privacidad de millones de personas, así como de acumular información para violentar personas opuestas, por cualquier razón, al poder estatal.
Por lo demás, ¿qué tipo de economía surgirá de esto y cómo se reinvierte entre países para que una inmensa diversidad de derechos sea cada vez más realidad que simple enunciación? ¿Es posible construir formas de gobierno –subregionales, regionales, continentales y globales– que permitan garantizar que la humanidad avance a sitiales cada vez más palpables de felicidad? Una economía del postrabajo seguramente lo facilitará (3).
¿Es necesario erradicar para ello las fuerzas militares y policiales, partiendo de un ejercicio de reducción de sus presupuestos, limitando la investigación y la producción de armas de las más diversas generaciones? ¿Qué formas de justicia y control social, y mecanismos dedicados a tal función, debieran tomar forma para que la justicia y el respeto a la vida en verdad sean garantizadas para la totalidad de los seres humanos? Nunca huelga recordar que todos los sistemas policivos son violentos.
Estos son simples ejemplos que reafirman cómo la democracia prosigue en cambios necesarios y debe mantener su transformación constante para estar a la altura de las demandas de las mayorías, pues, de lo que verdaderamente se trata con ella es de la vida misma. Debate y transformación necesaria, mucho más cuando la creación de la Revolución Francesa está en pleno declive, producto de la concentración de la riqueza y del poder en pocas manos, del autoritarismo como medio abierto de control y opresión social, y del rebote que sufre el militarismo por doquier.
He aquí todo un debate para que la democracia gane un nuevo rostro, no como producto de su embellecimiento sino de su ruptura con visiones liberales que la maniatan a los intereses económicos de las minorías, quienes dominan el Estado.
Lo hasta acá anotado evidencia que, siendo aparentemente diferentes, ni la llamada democracia colombiana ni la venezolana dan la medida para lo que sus sociedades como un todo requieren, ni son punto de partida para el debate global que debemos encarar.
Los desarrollos posibles para el aquí y el ahora alcanzados por la humanidad, como lo demuestran los logros en renta básica y otros tópicos con materializaciones prácticas en diversos países o ciudades específicas, aún siguen entre nosotros como sueños, lo que no es igual a un imposible. No. Ya que no se puede olvidar que son los sueños, los ideales, lo que les ha permitido a distintas sociedades, en diferentes épocas, contextos y coordenadas, superar las opresión sufrida, y ampliar el campo de su libertad y la satisfacción de la necesidades fundamentales. Sin sueños, la sociedad global aún estará en el paleolítico. Sueños, capacidad de apuesta, juego, capacidad de riesgo, en fin, el pathos mismo de la vida, por la vida.
1. Santos, Juan Manuel, “Lloramos por ti, Venezuela”, El País, España, 17 de agosto de 2017
2. Ibídem
3.Gutiérrez, Carlos, “En las cenizas de la crisis”, Le Monde diplomatique Nº169, edición Colombia, agosto de 2017, p. 2.