Sucede con la democracia como con las ranas. Una rana arrojada a una fuente de agua hirviendo sale de allí de un salto; la misma rana, sumergida en un baño de agua fría bajo el cual arde un fuego, se deja cocer insensiblemente. Múltiples fenómenos se conjugan para “cocer” de manera insidiosa las democracias, a diferencia del efecto que produce un golpe de estado con sus militares y sus detenciones de opositores y con una marcha militar de fondo, pasada a repetición. Como el inocente burbujear del agua que hierve, los desgastes que se producen solo aparecen como una yuxtaposición sin ribetes dramáticos. Los combustibles que alimentan el fuego bajo la olla ya fueron descritos aquí y allá (1) abundantemente. En cambio casi no nos hemos detenido sobre el rol que juega la invasión del espacio social por la emoción. Los medios contribuyen mucho a este fenómeno, pero no siempre podemos medir lo que tiene de destructor para la democracia y la capacidad de pensar.
Alcanza con tipear “la emoción es grande” sobre un motor de búsqueda para ver desfilar una infinidad de novedades, desde un suceso banal hasta los atentados que han ensangrentado recientemente la actualidad, de París a Beirut. Así, “la emoción es grande” en el mundo después de los ataques del 13 de noviembre en la capital francesa; pero también lo era algún tiempo antes en Petit-Palais-et-Cornemps después del accidente de micro que costó la vida a 43 personas (France TVinfo, 24 de octubre de 2015); en Calais durante la demolición de edificios del viejo hospital (France 3, 20 de noviembre de 2015) o, también, en Epinac, de donde proviene Claudia Priest, secuestrada en África Central a principios de 2015 (Journal de Saône-et-Loire, edición d’Autun, 21 de enero de 2015). Asimismo grande era la emoción a fin de año “por Brigitte, por fin locataria de un departamento, que pudo amueblar gracias a los clubes de servicio del Mont-Doré” (Les Nouvelles Calédoniennes, 6 de enero de 2016).
Se podría prolongar al infinito una lista de ejemplos que no traducen ninguna jerarquía distinta a la del sentimiento real o supuesto de las poblaciones y de los que los observan. Los medios no son los únicos que tocan el violín emocional. Los dirigentes políticos lo hacen también cuando se trata de enmascarar su impotencia o de justificar las medidas que se aprestan a tomar como si ellas fueran producto de la fatalidad. Esto sucede, por ejemplo, en materia migratoria, donde parece necesario tomar precauciones oratorias antes de lanzarse en una explicación alambicada de la impotencia europea. “Insostenible” fue sin duda la palabra más empleada por personas como François Fillon, diputado del partido Los Republicanos, o como el primer ministro Manuel Valls, para calificar la imagen del pequeño refugiado sirio Aylan Kurdi yaciendo sin vida sobre una playa de Turquía, el 2 de septiembre de 2015, antes de decidir no hacer nada para acabar con la desesperación migratoria. En un registro menos trágico, los comunicadores subrayaron “la emoción” del ministro de asuntos extranjeros Laurent Fabius que, al término de la 21 conferencia de Naciones Unidas sobre el clima (COP21) en París (2) sellaba un acuerdo –bastante frágil– con voz llorosa. En fin, ante los alcaldes de Francia, el 18 de noviembre de 2015, el presidente François Hollande tuvo un lapsus revelador: mencionó “los atentados que han ensangloté* la France”.
El recurso a la emoción, como pantalla de la impotencia o de la cobardía política, puede tener consecuencias dramáticas inmediatas. Así, el abogado de Loic Secher, Eric Dupont-Moretti, calificó de “fiasco” debido a la “dictadura de la emoción” el error judicial del que fue víctima su cliente. El médico Secher, alcalde de una pequeña comuna, fue acusado de violación por su nieto. Finalmente, después de años de prisión, se lo declaró inocente por el testimonio del joven, hoy de 20 años, que reconoció haber inventado todo. Como en el asunto de Outreau, la justicia encontró grandes dificultades para volver sobre una decisión errada, tomada bajo el imperio de relatos tan imaginarios como espectaculares y de la preocupación, bien legítima, de proteger a los niños de los malos tratos. Las simplificaciones mediáticas, el culto del “tiempo real”, las redes sociales no estimulan la ecuanimidad en estos asuntos delicados (3).
Más allá de su alcance político-mediático, la emoción se vuelve uno de los resortes principales de la expresión social y de la interpretación de los acontecimientos. Incluso los jefes de empresa son invitados a usar su “inteligencia emocional” como una herramienta en la administración, mientras que los empleados pueden recurrir a ella para obtener un aumento (4). Uno de los símbolos más ostensibles de la invasión del espacio público por la emoción es el fenómeno creciente de las “marchas blancas”. Estas movilizaciones son casi siempre espontáneas y, después de un accidente o de un crimen particularmente odioso, llegan a congregar a multitudes a veces tan inmensas como las ciudades y los pueblos en que suceden. La primera tuvo lugar en 1996 en Bélgica, durante el arresto del pedófilo Marc Dutroux. Se las llama “blancas” porque remiten a la no-violencia y al ideal de paz. Expresan la indignación frente a actitudes tan insoportables como incomprensibles.
Sin eslóganes o reivindicación alguna, multitudes deliberadamente calladas se ponen en movimiento, a menudo con los niños a la cabeza de la marcha –símbolo de inocencia y de fe en el futuro–, a veces portando velas. El filósofo Christophe Godin ve en esto la expresión de una “crisis de sociedad” caracterizada por “el imperio de las emociones” de las que “esta práctica es un eco importante” (5). Hay que relacionar estas procesiones de los tiempos nuevos con la valorización omnipresente de la figura de la víctima, adornada de todas las virtudes y a la cual se rinde un homenaje absoluto, sin hacerse preguntas, por un proceso de empatía. “Podría haber sido yo”, repiten significativamente las personas entrevistadas sobre algún suceso trágico o criminal. Cualquier catástrofe se acompaña así del despliegue teatral de células psicológicas. Los juicios de la Corte Penal Internacional prevén ahora espacios de palabra para las víctimas, sin relación con la necesidad de la manifestación de la verdad en un asunto dado, y sin cuestionarse sobre el impacto perjudicial sobre la ecuanimidad de las deliberaciones que puedan provocar estos testimonios tan espectaculares como inútiles.
El culto a la víctima encontró en Francia una ilustración sintomática en el proyecto –finalmente abandonado– de transferir al Panteón a Alfred Dreyfus, objeto de una campaña antisemita de una rara violencia en los años 1890. ¿No se está confundiendo aquí víctima y héroe? El capitán no hizo más que soportar dolorosamente los acontecimientos; en ningún momento actuó de una manera que lo distinguiera. En cambio, el teniente coronel Georges Piquart, despedido del ministerio de guerra y expulsado del ejército por haber denunciado el complot urdido contra Dreyfus, podría gozar con todo derecho de la atención de los panteonizadores menos considerados, y unirse a Emile Zola. Otro ejemplo de confusión victimaria fue la decisión de brindar homenaje a las víctimas de los atentados de París en el patio del Palacio de los Inválidos, lugar pensado por Luis XIV para los soldados heridos en el frente. La ceremonia desarrollada ante las cámaras dio gran cabida a la emoción. El psicólogo Jacques Cosnier habla incluso de una sociedad “patófila” (6). La filósofa Catherine Kinzler, por su parte, se preocupa de la “dictadura denigrante de la afectividad” (7).
La emoción plantea un desafío temible para la democracia, pues se trata, por naturaleza, de un fenómeno que ubica al ciudadano en posición pasiva. Reacciona en lugar de actuar. Se remite a su sensación más que a su razón. Lo motivan los acontecimientos, no sus pensamientos. Las marchas blancas no tienen ninguna consecuencia práctica. La justicia sigue sin medios. La sociedad continúa descomponiéndose. Por otra parte, no se ha realizado ninguna marcha blanca por el suicidio de un desocupado o el asesinato de un inspector de trabajo. “La emoción se sufre. No se puede salir de ella a voluntad, se agota en ella misma, pero no podemos detenerla”, escribió Jean-Paul Sartre. “Cuando, cerradas todas las vías, la conciencia se precipita en el mundo mágico de la emoción, se precipita por completo y se degrada (…) La conciencia que se emociona se parece bastante a la conciencia dormida (8).”
¿Hay que agregar la “estrategia de la emoción” a la “estrategia del shock” (9), explicada por Naomi Klein? La clase dirigente estaría sirviéndose de ella para despolitizar los debates y para mantener al ciudadano en la situación de niños dominados por sus afectos. La emoción elimina la distancia entre el sujeto y el objeto; impide la separación necesaria para el pensamiento; priva al ciudadano del tiempo para la reflexión y el debate. “La emoción se impone en la inmediatez, en su totalidad”, nos explica Claude-Jean Lenoir, ex presidente del círculo Condorcet de Ferney-Voltaire. “Se impone al punto de que toda conciencia es emoción, es esta emoción. La emoción sigue siendo el enemigo radical de la razón: no trata de comprender, ‘siente’. Sin duda debemos también este estado de hecho contemporáneo a la influencia y a la emergencia de las redes sociales. ¿Distancia? ¡Ninguna! Tuiteamos, charlamos a más no poder. Se degradan el sentido crítico, la cultura, la búsqueda de la verdad. Se dice cualquier cosa. Se juzga. Se ejecuta. Se divulga: lo que se siente; lo que se cree-sin saber.”
La valorización de la emoción constituye así un caldo de cultivo para el adoctrinamiento combativo de los filósofos mediáticos siempre listos a sostener una guerra “humanitaria”, como un Bernard Henri Lévy en la expedición de Libia en 2011. Pero también un terreno más favorable, en lo cotidiano, a la mecánica del storytelling (10) y a las falsas evidencias del populismo. De esta manera, en su famoso discurso de Dakar, en 2008, Nicolas Sarkozy afirmaba: “Yo mismo creo en la necesidad de creer más bien que de comprender, de sentir más bien que de razonar, de estar en armonía más bien que estar en conquista…” Más tarde, su ministra de economía Christine Lagarde invitó igualmente a los franceses a “actuar más bien que a reflexionar”.
Pero la marcha blanca viene también a llenar un vacío dejado por las formas colectivas de acción, como el sindicalismo o la militancia política. Es significativo, por otra parte, que el fenómeno haya nacido en Bélgica, en las grandes horas de la descomposición del Estado central, y que se haya desarrollado especialmente en el Norte de Francia, donde la desindustrialización tuvo consecuencias devastadoras sobre el tejido social. Frente a los sufrimientos y los temores de cara al futuro, la emoción humaniza; se opone al cinismo. También hace bien. Alivia tanto más cuanto es compartida, como durante una marcha blanca o una ceremonia en Les Invalides. Conjura brevemente el sentimiento pesado de la impotencia al permitir una comunión, en realidad un poco primitiva, frente a la dureza de los tiempos. “Un telespectador emocionado en su casa por un crimen o por la masacre de Charlie Hebdo está solo”, explica Godin. “La marcha blanca le permite compartir su emoción. El fenómeno es evidentemente social. Y al mismo tiempo muy equívoco (11)”. ¿En ese sentido, la emoción expresada así no traduce acaso un deseo confuso de “(re)hacer sociedad”, de reanudar el lazo social?
Interrogada sobre la ausencia de proceso revolucionario en una Francia que está, sin embargo, en plena regresión social y política, la historiadora Sophie Wahnich explica que la revolución de 1789 puede también analizarse como la culminación de un largo proceso de politización de la sociedad, iniciada en las asambleas comunales del Antiguo Régimen. Los franceses adquirieron el hábito del intercambio primero sobre asuntos locales; luego, durante los acontecimientos ligados a la convocatoria de los Estados Generales durante el año 1789 (12), perpetuaron este hábito. La dificultad de la crisis política actual se debe también al hecho de que este espacio público desapareció progresivamente, lo que vuelve todavía más difícil las tentativas de refundación organizacional de la izquierda.
Si, por lo tanto, la marcha blanca era de alguna manera el estadio primario de la reparación del tejido político, ahora la perspectiva cambia para ser “implícitamente política”, según Godin, que ve en ella una recriminación no dicha contra el poder público que “ya no protege”. Recordemos que la primera marcha, en Bélgica, tenía también por fin protestar contra la incuria de la policía y de la justicia en la persecución de un criminal que había escapado a su vigilancia. Para contribuir a la reconstrucción de la democracia, el proceso debería entonces prolongar en el tiempo los lazos nacidos de la emoción y conducir a su politización progresiva.
La metáfora de las dos ranas encuentra, por otra parte, un equivalente en Voltaire, que contaba la historia de dos de ellas caídas en un cuenco de leche. La primera se pone a rezar sin moverse, termina por hundirse y se ahoga; la segunda se debate tanto y tan bien que la leche se vuelve manteca y ella sólo tiene que hacer pie sobre este elemento sólido para saltar fuera del cuenco.
1. Véase, por ejemplo, Jean-Jacques Gandini, “Vers un état d’exception permanent”, Le Monde diplomatique, enero de 2016, y “Le libéralisme contre les libertés”, Manière de voir, n° 2, abril de 1988.
2. Véase Philippe Descamps, “Le pari ambigu de la coopération climatique”, “La valise diplomatique”, 19 de diciembre de 2015, www.monde-diplomatique.f
3. Véase Gilles Balbastre, “Les faits divers, ou le tribunal implacable des médias”, Le Monde diplomatique, diciembre de 2004.
4. David Goleman, L’Intelligence émotionnelle, J’ai lu, coll. “Bien-être”, París, 2003. Véase “La fabrique du conformisme”, Manière de voir, n° 96, diciembre de 2007-enero de 2008.
5. Christophe Godin, “La marche blanche, un phénomène de société”, L’Obs, París, 26 de abril de 2015.
6. Jacques Cosnier, Psychologie des émotions et des sentiments, Retz, París, 1994.
7. Catherine Kinzler, “Condorcet, le professeur de liberté”, Marianne, París, 6 de noviembre de 2015.
8. Jean-Paul Sartre, Esquisse d’une théorie de l’émotion. Psychologie, phénoménologie et psychologie phénoménologique de l’émotion, Hermann, París, 1938.
9. Véase Naomi Klein, La Stratégie du choc. La montée d’un capitalisme du désastre, Actes Sud, Arles, 2008.
10. Véase Christian Salmon, “La máquina de fabricar historias”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2006.
11. Christophe Godin, op. cit.
12. Conférence publique, université de Nancy, 26 de octubre de 2015.
*N. de la T.: por ensanglanter ‘ensangretar’. El lapsus se produce al cambiar sanglant, sangriento, con sanglot, sollozo.
Traducción : Florencia Giménez Zapiola