La fiebre amarilla

La fiebre amarilla

 

Sorprende el Mundial de Fútbol. No sólo debido a los resultados arrojados por los distintos partidos escenificados hasta el momento de escribir esta nota (25 de junio), ni por los éxitos obtenidos hasta ahora por el seleccionado colombiano. Sorprende, sobre todo, por la masiva y explosiva expresión que antecede y prosigue a cada juego en la mayoría de las ciudades colombianas.

 

Fútbol fiesta. En un mar de pitos, sones de bocinas de vehículos, maicena, espuma y una extensa llanura amarilla, unidad de cuerpos portadores del distintivo del seleccionado nacional, jóvenes y adultos, hombres y mujeres parecen gozar de un carnaval barranquillero. La celebración sucede en cualquier día y hora, laboral o no, quebrando la cotidianidad y la disciplina del trabajo, o permitiendo apreciar en toda su magnitud el drama del desempleo y la informalidad laboral que agobia en nuestro país a la mayoría de las personas en edad de trabajar.

 

Las expresiones masivas desbordan toda previsión. Este evento, de connotación mundial, incide en lo colectivo así como en el inconsciente particular de millones de personas, arrojando luz sobre la relación entre fútbol y política, la misma que explica el porqué del interés de los países por figurar como sedes de este tipo de competencia, pero también poniendo en escena la tensión entre lo serio y el juego, por lo cual, y de manera paradójica, el deporte que es potenciado como mercancía pero también como fomento de la convivencia llega a generar procesos contrarios, descivilizatorios, como lo anotó el sociólogo alemán NorbertElias (1).

 

El deporte rey, ligado a actividades recreativas y de ocio para la inmensa mayoría de la población, refugio ante las actividades rutinarias de la vida cotidiana y la agobiante realidad, funge como elemento catártico, liberador, así sea de manera pasajera, de la misma. Es ahí donde el tricolor nacional potencia un sentimiento de efusividad colectiva. Lo más parecido a la alegría patriota: sentir orgullo por pertenecer a una comunidad imaginada, que en este caso hace sentir a muchos aunque sea por unas semanas como más colombianos.

 

Los sentimientos palpitan en medio de la desbordante alegría que copa calles y ciudades. De la emotiva y reiterada manifestación colectiva parece bullir el estado anímico nacional, resumido en: a) la necesidad de un desfogue masivo, con expresiones de un consumo desaforado, efecto proyectado y facilitado por el mismo evento deportivo; b) el sueño de un triunfo colectivo (la gloria de ganar para sentirse mejor); c) una identidad nacionalista con apego a lo inmediato, promovida por los grandes medios de comunicación. Todas y cada una de estas manifestaciones de una psicología colectiva resaltan con fuerza en medio del certamen mundialista.

 

Todo esto con sus particularidades. En el ser nacional colombiano es notorio el paso de un extremo a otro. Hay mucho exceso, evidente en esta ocasión con motivo de cada celebración, la cual deja sobre el pavimento muertos, heridos y ofendidos por centenares (2), lo que obliga a las administraciones municipales, incluso, a regular lo que tendría que ser del fuero privado –el consumo de alcohol, el uso de vehículos motorizados, el divertimento con harina y sustancias similares.

 

De la derrota al goce. La alegría desbordada parece expresar la necesidad de un desahogo colectivo. Así parecen propiciarlo años de dolor, de tragedia común, de masacres, de violencia desmedida, de una situación económica que desquicia mentalidades y desune hogares, de pérdida en lo individual y derrotas en lo colectivo.

 

Emana entonces de esa psique colectiva, aporreada, violentada, que resume décadas de esfuerzos infructuosos para los más y derrotas persistentes para inmensos sectores –como el campesinado desplazado por miles de miles a las ciudades–, la necesaria toma de aire, de un segundo aire, para poder recuperar algo de confianza en sí mismos y en quienes les rodean.

 

Esta ‘reivindicación’ logra reflejarse en la sed de triunfo colectivo, así el mismo no quede traducido en beneficio material alguno para la inmensa mayoría de connacionales, aunque sí en la recuperación de confianza en una supuesta capacidad nacional, en un “ser mejores”, en un sí se puede, reivindicación que para este tema llega luego de 16 años de ausencia del combinado patrio de un Mundial. Es decir, de un regreso a esta competencia que para las nuevas generaciones, hijas de un Estado neoconservador, significa la primera oportunidad de participar y medirse ante otros con ‘su’ equipo. Esas generaciones, a su vez –sin excluir al resto de la sociedad–, padecen las maquinaciones de los grandes medios de comunicación, que no pierden oportunidad para alimentar e invitar al conformismo.

 

Una perla. El “yo creo” de una de las principales cadenas radio-televisivas no es inocente: apunta a lo más profundo del inconsciente colectivo nacional, como tapadera represiva del “yo observo” y por tanto del “yo critico” de aquellos colectivos despiertos que viven en función de un futuro más amable. La creencia, la fe, es todo lo contrario del principio racional de la prueba y la observación para el aprendizaje, y está enraizada en la misma capa del subconsciente que le da paso a la religiosidad extrema y fundamentalista. Se trata, sin duda, de inculcar la idea de que las situaciones de postración padecidas son causadas por un estado psicológico de escepticismo y que basta, por tanto, con ser ‘positivo’ (sí se puede) para alcanzar el bienestar.

 

Esto ocurre, no lo olvidemos, en un país donde un mayoritario porcentaje de su población es ‘creyente’, sin limitarse a la manifestación externa de una religiosidad formalizada, sino que acompaña una amplia esfera de su quehacer. Buena parte de los columnistas de prensa, por ejemplo, se autodenominan optimistas, en contravía de cualquier manifestación crítica acerca de la realidad nacional, sin limitarse a defender la creencia en “nuestro progreso” sino que afirman como perniciosa cualquier alusión a las disfuncionalidades que aquejan a las mayorías nacionales. La intolerancia queda convertida así en característica de nuestras interacciones personales, y en la base que alimenta los excesos que nos determinan en lo político.

 

Un regreso al Mundial con cambios tecnológicos. Tal vez sean estos mismos medios masivos de comunicación, el poder de las redes sociales, el eco sostenido de los creadores de opinión, el impacto del mercado o todo junto, o la necesidad misma de un respiro ante tanta mala racha, pero hasta ahora el desfogue sostenido de todo un pueblo, como fuelle que alienta el fuego, no lo había vivido Colombia. Es un desfogue que llega tras la confianza depositada en el supuesto triunfo que obtendría su seleccionado en el campeonato escenificado en los Estados Unidos en 1994, del cual el imborrable recuerdo –como coletazo– reposa en el asesinato de Andrés Escobar, fracaso reforzado por el precario desempeño alcanzado en Francia 98.

 

Junto al desfogue y la sed de triunfo, de su mano, es notoria la manifestación de la identidad nacional, tal vez precaria o pasajera, pero allí está. Resalta en los miles, millones, de camisetas amarillas –también azules y rojas–, banderas izadas en infinidad de locales comerciales, más las que adornan carros en sus retrovisores o capots. Estamos ante una identidad potenciada por un triunfo deseado, que ahora está reforzada por los éxitos logrados en los partidos de la primera ronda. Como lo recuerda el historiador Eric Hobsbawm, la identidad nacional perdura actualmente en el deporte y los medios de comunicación (3).

 

Identidad y gratificación. Para un hincha, el aguante de seguir su equipo expresa un comportamiento tribal de pertenencia a la manada, en que la viabilidad queda establecida de facto frente a un otro. Como ocurre con el espíritu belicista, que siempre busca y atiza las diferencias, “un narcisismo de las pequeñas diferencias”, como resaltaría el propio Freud. De ahí las absurdas rivalidades que llevan a inmensos grupos sociales a la intolerancia: fútbol y deporte expresan el mismo comportamiento político.

 

Un presente impactante. Es una explosión de nacionalismo pocas veces visto, el cual nunca tuvieron interés en propiciar aquellos que siempre han amasado el poder, quienes en algún calendario, décadas atrás, reglamentaron el uso obligatorio de los símbolos patrios, rechazados en su pretensión por la indiferencia generalizada, incluso y a pesar de las multas que aplicaban a quienes no lucían el pabellón nacional con motivo de una fiesta patria.

 

Ahora, sin que nadie ordene, castigue ni amenace, un inmenso porcentaje de quienes habitan el país parecen acordar la necesidad de uniformarse y reflejar sin duda alguna su raíz: “soy de…”; sentimiento despertado por un inmenso y necesario deseo de triunfo. Tal sentimiento toma forma sin cuestionamiento ni crítica por la magra situación económica que padece la mayoría del país, como sí ocurre en la nación anfitriona, donde un grueso sector social no deja de recordar con sus protestas que las desigualdades sociales son profundas y, por tanto, que las prioridades en la inversión deben ser otras, no los estadios.

 

El fenómeno identitario no puede pasar inadvertido. Recuérdese que Colombia vive en la actualidad la efeméride de su primera Independencia, y ni siquiera con tal motivo hay afán evidente por parte del establecimiento en reforzar la identidad nacional. ¿Temor de despertar sentimientos soberanos? Es un bicentenario reducido a gesta en una fecha específica –20 de julio de 1810–, y que con toda seguridad retomarán en el 2019 con motivo de la Batalla de Boyacá (7 de agosto), pareciendo así como el resultado de sucesos puntuales, de individuos –próceres– sin proceso social ni acumulación colectiva, sin esfuerzos ni sacrificio de miles; bicentenario que tampoco les ha servido para retomar la unidad nacional ni recordar la capacidad de visionar de aquellos que impulsaron la Gran Colombia, hoy tan posible y tan necesaria.

 

Los sectores dominantes, en su temor ante un posible liderazgo social alterno, de base, sólo exaltan la identidad como algo folclórico o superficial: una prenda como el “sombrero vueltiao”, o un ídolo mediático del deporte o la farándula como supuestas pruebas de lo talentoso o lo excepcional. La “marca Colombia” está diseñada para venderle al mundo nuestras sedicentes virtudes, en una muestra de cómo lo mercantil y lo patriotero se dan la mano en este mundo absolutamente mercantilizado que niega los factores de un pasado común en el que las prácticas empáticas a las que dan lugar la convivencia y la reproducción colectiva se minimizan o ridiculizan, descalificándolas como manifestaciones de premodernidad.

 

Pese a todo esto, ahora estallan síntomas de identidad y participación nacional, emotivas, espontáneas, con ocasión del certamen mundial, las mismas que anhelarían concitar los partidos políticos, cualquiera sea su color, o el propio establecimiento como un todo a propósito de las elecciones de corte nacional que, como acaba de suceder, no logran movilizar ni al 50 por ciento de quienes están en edad de participar.

 

Esta identidad que bulle tiene como referencia al otro –el contrario, otro país– con respecto al cual hay un sentimiento de superioridad. Es decir, la identidad aquí expresada no tiene referencias históricas especiales y es por vía contraria “mejor que…, más ágiles que…, más…”, es decir, patrioterismo negativo.

 

En la comparación permanente, como mecanismo de sostenimiento de la autoestima, está escondida la semilla de la división interna. El apasionamiento con el que nos enfrentamos, incluso por causas pedestres, es proverbial, como lo demostró la marcha que con motivo de la conmemoración del cumpleaños de su institución realizaron en Bogotá, este mismo mes de junio, los hinchas del club Millonarios, y que terminó en desmanes cuando fueron provocados por algunos transeúntes que gritaron vivas a equipos diferentes. La agresión al otro queda transformada, en estos casos, en una agresión a sí mismo que parece una constante histórica y elemento concomitante de esa “identidad negativa” que nos acompaña, y que como al coronel Aureliano Buendía nos ha llevado al vergonzante récord de ser héroes de participación en guerras contra nuestros propios compatriotas.

 

Todo esto es lo que sale a flote ahora, cuando, para la gente, la selección Colombia –a la que ven como superior a las demás– es síntesis de un todo, es esperanza de un triunfo histórico que cauterice, aunque sea por poco tiempo, las derrotas que siempre han cargado las mayorías nacionales. 

 

1   Elias, Norbert y Dunning, Eric, Deporte y ocio en el proceso de la civilización, FCE, México, 1992.

2   En Bogotá, “la celebración del Mundial dejó 3.000 riñas, 15 heridos, 9 muertos […] después de la victoria sobre Grecia con la que Colombia hizo su debut en Brasil. http://www.elnuevodia.com.

3                     Hobsbawm, Eric (1991) Nación y nacionalismo desde 1780, Crítica Grijalbo Mondadori, Barcelona.

 

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