Hoy ya estamos habituados a oír hablar de crisis. Está por todas partes. Basta mirar las noticias, leer periódicos serios –como este– que hacen los más diversos análisis, leer las revistas científicas y las publicaciones universitarias, así como estar atentos simplemente a lo que pasa en el mundo. Sin embargo,
El concepto de crisis
En su texto Posmodernidad y crisis moral y cultural, el sociólogo polaco Zigmunt Bauman ha sostenido: “En la actualidad, pocas veces la gente recuerda que la palabra ‘crisis’ fue acuñada para designar el momento de tomar decisiones […] Etimológicamente, el término se acerca más a ‘criterio’ –el principio que aplicamos para tomar la decisión correcta– que a la familia de palabras asociadas con ‘desastre’ o ‘catástrofe’, donde tendemos a situarla hoy” (1). El término está relacionado con la medicina hipocrática y se refería al momento en que los humores del cuerpo se exacerbaban, momento crucial para que el sanador tomara las decisiones correctas de medicación para el paciente. Pues, bien, en esos momentos de “marea alta” se debían tomar las decisiones correctas. Sin embargo, sostiene Barman, “aún hoy consideramos la crisis como un momento de cambio decisivo para mejor o para peor, pero ya no como el momento de tomar decisiones sensatas que garanticen un viraje positivo” (2). Estas consideraciones de Bauman son fundamentales. De ellas podemos retener el hecho de que, en momentos de crisis, debemos tomar decisiones sensatas para corregir el rumbo de las cosas, para producir un vuelco, un viraje del presente.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que las crisis implican mucho más que eso. Tienen componentes esenciales, relacionados con las estructuras sociales, sus instituciones, y con elementos psicológicos que no se pueden pasar por alto. En efecto, en las crisis nos sentimos como perdidos, las cosas se nos salen de las manos, no tenemos una conciencia clara de lo que sucede, el presunto ‘orden natural de las cosas’ se trastoca y el presente se hace inasible, tanto como el nebuloso futuro que en su interior se dibuja. La filósofa española María Zambrano ha dicho: “En una crisis algo muere. Creencias, ideas vigentes, modos de vivir que parecían inconmovibles. Grupos sociales y aún profesiones que pierden, minorías que pierden la fe en sí mismas porque ya no van a seguir viviendo o van a tener que hacerlo en otra forma […] en la crisis no hay camino o ya no se ve. No aparece abierto el camino, pues se ha empañado el horizonte […] Ningún suceso puede ser situado. No hay punto de mira, que es a la vez punto de referencia. Y entonces los acontecimientos vienen a nuestro encuentro, ‘se nos echan encima’ […] Se está a la vez vacío y aterrorizado” (3).
En estas palabras podemos encontrar dos aspectos fundamentales de toda crisis: el primero, la pérdida de seguridad que implica. Esa comodidad más o menos estable en tiempos de mayor o menor normalidad, pero seguridad al fin de cuentas. Y la seguridad permite el fluir de la vida, trae consigo, ínsita, una tranquilidad palpable en la vida cotidiana de las personas, en sus días y en sus noches, en sus quehaceres y, ante todo, en la proyección de su inevitable porvenir, de la vida que inefablemente viene traída por el tiempo. El segundo aspecto se refiere a que las instituciones vigentes no parecen funcionar ni darles respuesta a los retos que la crisis encara. Por eso, la solución de las contradicciones y las incongruencias que la sociedad presenta (la civilización, una nación, un Estado) requieren “transformaciones fundamentales, llevando a un nuevo tipo de estructura social”, como lo ha dicho el sociólogo Orlando Fals Borda (4). Las crisis, pues, tienen que ver con dos componentes: uno objetivo y uno subjetivo. El elemento objetivo se relaciona con el problema de las estructuras vigentes y sus instituciones; el componente subjetivo, con el ‘estado psicológico’ que toda crisis crea. Veamos someramente cómo se manifiestan éstos en la actualidad.
Hoy contamos con crisis múltiples. En primer lugar, la crisis del actual modelo económico mundial, el modelo neoliberal, un modelo cuya crisis vive de moratoria en moratoria gracias a la capacidad interna que tiene para reinventarse y perpetuarse, pero que a partir de la crisis de 2008, según los analistas, parece estar en su etapa final. Ese modelo muestra que las instituciones del Estado, las instituciones administrativas y democráticas de la sociedad, al supeditarse a la lógica del mercado, no pueden responder ya a las necesidades de las personas. Nadie tiene garantizada siquiera la seguridad producto de la llamada soberanía estatal. Ni qué decir de la vida misma, que se ve diariamente amenazada debido al desempleo, la precariedad laboral, la pobreza, la inestable edad de los sistemas de salud en el mundo, que están a punto de colapsar. En este sistema, el Estado ha hecho un streaptease a favor del mercado, como ha dicho el Subcomandante Marcos. Desnudándose de sus obligaciones de bienestar; la democracia ha sido secuestrada por los intereses privados; la responsabilidad de los gobernantes y la participación ciudadana nulificada.
A la crisis del modelo económico le sigue la crisis ambiental, producto de una civilización del despilfarro, la acumulación, la competencia, el exitismo, que ha hecho de su recortada visión del progreso un credo que justifica la depredación de la naturaleza, depredación que no es más que un irresponsable suicidio colectivo o una autofagia. Hoy sabemos que ni siquiera las potencias del mundo están a salvo del desequilibrio ambiental y climático que han generado (5). En segundo lugar, la crisis alimentaria que mata a miles de personas diariamente y que en 2008 llevó a protestas en más de 35 países, más los millones que viven con déficit nutricional en el mundo.
Aquí sería necesario recordar con Ignacio Ramonet, en su libro La crisis del siglo, que “conseguir la satisfacción universal de las necesidades sanitarias y nutricionales esenciales sólo costaría 13.000 millones de euros, es decir, lo que los habitantes de Estados Unidos y la Unión Europea gastan al año en perfumes” (6). En tercer lugar, la crisis energética es inevitable con las reservas de petróleo existentes. Y lo más grave es que parte de las posibilidades alternativas a esta crisis, basada en los agrocombustibles, profundizarán las mencionadas crisis alimentaria y ambiental. A estas crisis debemos sumarle el problema demográfico mundial y la crisis cultural, consistente en lo que podemos llamar “degradación espiritual del ser humano”, patente en su aceptación naturalizada del sistema económico mundial imperante y en la conversión de la cultura en entretenimiento y diversión; una crisis cultural, de la esperanza y de la utopía que bien puede tildarse de nihilista, esto es, la pérdida del sentido mismo de la vida, con lo cual damos paso al componente subjetivo de toda crisis.
Estas crisis someramente mencionadas ponen de manifiesto que los actuales modos y estilos de vida ya no se sostienen: son inviables. La forma vida-frenesí capitalista está en cuidados intensivos con respiración artificial. Bastaría ser ciego (de espíritu) o imbécil para no darse cuenta.
El componente subjetivo de la crisis, esto es, el “estado psicológico” que produce, se deriva del derrumbe del “estado de normalidad” y la inseguridad fundamental para la vida que éste produce. Sin embargo, esos estados psicológicos también están relacionados con los cambios de siglo y de milenios. Basta repasar las tesis milenaristas y apocalípticas, así como las filosofías de finales del siglo XIX y comienzos del XX para corroborar el “estado de ánimo” y “mental” que los cambios cronológicos traen consigo. Pero al margen de estas analogías, es claro que la crisis actual sólo tiene paralelo con la época que generó esa filosofía de la crisis llamada existencialismo, después de las dos guerras mundiales del siglo pasado. En ambas, fue la conservación y la perpetuación de la vida humana misma lo que se cuestionó; sólo que la crisis actual es múltiple, no sólo nuclear o de convivencia. Es así como, en estos momentos cruciales de la existencia humana, aparece la confusión ante la realidad y los hechos; aparecen el escepticismo, el pesimismo, la incertidumbre, la falta de esperanza, los sentimientos apocalípticos, la inquietud y, ante todo, el desamparo.
Todo esto se puede resumir claramente con el concepto que Nietzsche popularizó en la segunda mitad del siglo XIX: el nihilismo, esto es, la nada, la ausencia del sentido de la existencia, de la vida y la historia; la destrucción de los valores y las creencias que cimientan y sostienen una cultura, una civilización. Es el hundimiento del suelo y el piso nutricio que han sostenido la forma como se ha configurado la vida humana en un determinado momento histórico. Por esa razón, el futuro se empaña, la realidad se desrealiza, la vida se volatiliza y el hombre siente que naufraga: el naufragio humano, podemos decir con Ortega y Gasset. Y no es para más, pues “las crisis históricas ponen de presente un conflicto esencial de la vida humana, un conflicto último, radical, un se puede o no se puede” (7).
Y la filosofía, ¿qué?
Las épocas de crisis también marcan el pensamiento que se produce dentro de ellas. La filosofía no escapa a los estados psicológicos anotados arriba. Por eso encontramos corrientes filosóficas que van desde el escepticismo ante la superación del estado de cosas, hasta el pesimismo y el derrotismo, lo mismo que su contracara: el optimismo o las soluciones fáciles. Pero todas estas opciones son peligrosas. El pesimismo y el derrotismo pueden llevar fácilmente a la indiferencia, con lo cual nada se soluciona y, de hecho, se profundiza la debacle iniciada; por el contrario, el optimismo que procede de la suposición de que las cosas no pueden empeorar más porque ya están suficientemente profundizadas puede llevar a actitudes facilistas e idealistas que desconocen la complejidad de lo que está en juego. Si bien es cierto que en momento de crisis abundan las ideas y el pensamiento, la sola existencia de éstos no implican una mirada más o menos objetiva de la realidad; tampoco su mera existencia garantiza la solución de la crisis.
Asimismo, actitudes como la angustia y la desesperación pueden llevar, como en el siglo XX, al endiosamiento de líderes carismáticos que terminaron en los fascismos nazi e italiano, tal como sucedió después de la Gran Guerra de 1914. De eso no hay duda hoy. Por eso, ante la crisis, se recomienda la prudencia del pensamiento, de la filosofía, pues “en tiempos oscuros, el pensamiento tiende a exagerar las consecuencias de los fenómenos y asimismo a apresurar las conclusiones, lo que le hace perder la prudencia de juicio en el análisis de los asuntos de que se ocupa”, y “el pensamiento que se construye a propósito tiende a oscilar entre la ansiedad y la nostalgia, entre la búsqueda afanosa de una salida a la situación de penuria moral y el convencimiento dogmático de que la solución sólo puede ofrecer la recuperación de unos valores y unos ideales de organización social que han perdido su vigencia. Esa zozobra se encuentra en todas las esferas intelectuales y en todas las regiones políticas” (8). La advertencia es clave porque el momento de crisis no debe desesperar al pensamiento que se ocupa de ella y de sus múltiples componentes, pues esto puede llevar al conservadurismo, al dogmatismo o, aún peor, al pragmatismo decisionista que caracterizó a gran parte de la intelectualidad alemana del siglo pasado, entre ellos, a Karl Schmitt, el tristemente célebre asesor constitucional de Hitler.
Pero, hechas estas advertencias y consideraciones: ¿qué entender aquí por filosofía? ¿y cuál sería el papel del filósofo o del intelectual?
Escolarmente se nos dice que la filosofía es “amor a la sabiduría”, definición que proviene de la etimología de la palabra: filos, filia, y sophos, sabiduría. Pero esta sencilla definición no es tan simple como aparenta si tenemos en cuenta que tanto el “amor” como la “sabiduría” implican esfuerzo, entrega, cultivo y, ante todo, responsabilidad. La sabiduría, al margen de los actuales especialismos chatos y mediocres, tiene que ver con una visión unificada o unificadora del mundo, de nuestra especie, de la vida y de la realidad; implica una visión compleja del mundo en el cual está inmerso el ser humano. Y por eso mismo requiere esfuerzo y amor, pero especialmente responsabilidad por la investigación. De ahí que la filosofía se convierta en esclarecimiento, des-velación, aclaración del mundo que tenemos enfrente. No sólo se necesita asombro sino también trabajo y pasión. Y si la filosofía tiene que ver con el amor, ella también es pasión por comprender, y toda comprensión es un entrar en las cosas, dentro de ellas, conocerlas desde adentro, empáticamente, podríamos decir. Así, la realidad no aparece extraña, alienada.
Tenemos que ser conscientes además de que la filosofía está limitada por la sociedad en que se produce y por el saber que tenemos de esa sociedad. Por eso es necesario insistir en “ir más allá” de los saberes establecidos. Y esto en dos sentidos: no sólo de superarlos y complementarlos cuando sea necesario sino también, y muy especialmente, un papel fundamental de la filosofía es deslegitimar el corpus de saberes que legitiman un determinado status quo. La filosofía tiene que destruir los llamados “tanques de pensamiento” (think tanks) que un sistema reproduce y que lo sostiene, por el ejemplo, el pensamiento de un Milton Friedman, un Von Mises, un Hayek, un Karl Popper, que usaron las élites industriales y financieras para ‘naturalizar’ la forma de vida neoliberal en los años 70. Esta deslegitimación teórica está relacionada con la crítica de las ideologías y de las teorías que encubren otras perspectivas diferentes de análisis, de formas y de vida posibles; tiene que ver, pues, con la posibilidad de otear perspectivas y de alumbrar otras posibles opciones a la opresiva realidad existente. Sin embargo, debemos tener claro que este papel es modesto, es un trabajo de todos los días, pues la filosofía no puede decir algo definitivo sobre la realidad, precisamente porque la realidad muta, es cambiante, se transforma, y las ideologías imperantes se renuevan, se acomodan. La filosofía pues, no puede caer en el dogmatismo y ofrecer recetas con pretensión de perennidad. Esto implica que la filosofía sea como el búho: debe tener los ojos muy abiertos frente al devenir de la realidad encubridora. Por eso, nunca estamos sobrediagnosticados y es necesaria la “investigación” y la “pasión por la comprensión” permanentes. No está demás decir que aquí la filosofía social no puede trabajar sola; requiere la concurrencia fundamental de la sociología, la economía, la ciencia política, el derecho, entre otras disciplinas.
¿Cuál es, entonces, el papel del filósofo en épocas de crisis? El filósofo es un sujeto más dentro de la sociedad, tan preocupado –a diferencia del intelectual en la torre de marfil– de la situación social como cualquier ciudadano. Sin embargo, el filósofo puede tener una visión “total del cuadro” o al menos más completa, y de ahí que tenga un rol fundamental en el “esclarecimiento teórico de la realidad, de la crisis”. Por eso hay que recibir con reserva la crítica de Foucault según la cual las masas saben mejor que el filósofo o los intelectuales lo que les pasa. Esto es cierto en muchos casos, pero no cuando se trata de aspectos complejos y técnicos. En realidad, lo que dice el filósofo, sea democrático o específico, para usar las categorías de Antonio Gramsci y Michel Foucault, respectivamente, es una fuerza más, una tensión más, que pasa a formar parte de la contienda argumentativa dentro de la sociedad. Lo que dice el filósofo o el intelectual no es palabra divina sino parte de las tensiones y las luchas por la hegemonía, la diferencia o el reconocimiento que se dan al interior de la crisis misma. Pero esto implica, entonces, en contra de gran parte de las posiciones de la filosofía posmoderna, reivindicar el papel de la crítica, del filósofo y del intelectual dentro de los espacios públicos, en la plaza, en el café, en la casa, en la Universidad, en el periódico, en la televisión. El filósofo no sólo debe vivir consecuentemente, esto es, unir vida y discurso, sino que además debe ser comprometido, en privado y en público, pues el verdadero filósofo piensa más sobre realidades que sobre sistemas de saberes muertos; él filosofa para comprender y para intentar transformar. Esto es así porque la filosofía también es una forma de sensibilidad que se hace con el corazón, con un sentido; una sensibilidad que se patentiza en una determinada manera de aprehender el mundo, la vida en común, y proyectar la existencia humana; y esa sensibilidad vital en el filósofo lo lleva a no renunciar a la esperanza, a la utopía, a la creencia en una especie de ‘aurora’ que, como en un esplendoroso amanecer, se imponga iluminando un futuro claro para la humanidad de hoy.
Atenas, octubre 9 de 2012
1 En busca de la política, México, FCE, 2009, p. 149.
2 íd.
3 Persona y democracia, Madrid, Siruela, 2004, pp. 9, 38-39.
4 Ciencia propia y colonialismo intelectual, Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1971, p. 34.
5 Basta ver los efectos del huracán Sandy en Estados Unidos para comprobarlo, ocurridos un mes después de escritas estas notas.
6 “La crisis del siglo”, en Le Monde Diplomatique edición Colombia, Bogotá, 2012, p. 79.
7 María Zambrano, “La vida en crisis”, en Hacia un saber sobre el alma, Buenos Aires, Losada, 2005, p. 93-94.
8 Rubén Sierra Mejía, La crisis colombiana. Reflexiones filosóficas, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2008, p. 13.
Miembro del Grupo de Investigación en Teorías Políticas Contemporáneas de la Universidad Nacional de Colombia, Profesor Facultad de Filosofía de la Universidad Santo Tomás. Escritor. Contacto: damianpachon@gmail.com