Escrito por Álvaro Sanabria Duque
“Da la impresión de que hay alguien ahí afuera creando trabajos
sin sentido sólo para mantenernos ocupados”.
David Graeber
Edwin, sin título (Cortesía del autor)
El gobernador del Estado de Massachusetts, Charlie Baker, y el primer ministro de la Gran Bretaña, Boris Johnson, tuvieron que recurrir a la movilización de militares con algún tipo de experiencia en la conducción de vehículos pesados, para intentar solucionar el repentino déficit de conductores de esta clase de automotores. En Massachusetts, la situación crítica está centrada en el déficit de personal para el manejo de buses escolares, y en Gran Bretaña para la conducción de tracto-camiones. La escasez de oferta de trabajadores para este último sector está detrás de la explicación de la llamada “disrupción en la cadena de suministros” que en Londres afectó la distribución de combustible hasta casi paralizar la ciudad. La amenaza de que las fiestas de navidad tengan que celebrarse con los estantes de los comercios minoristas semivacíos, tanto en Europa como en Estados Unidos, tiene una alta probabilidad de convertirse en realidad.
Las explicaciones convencionales, en el caso inglés, apuntan al Brexit, sin embargo, las cifras que maneja la prensa de ese país estima en 90 mil el número de conductores faltantes, de los que 20 mil regresaron a sus países de origen luego de la ruptura con la UE, mientras que 50 mil fueron nativos que abandonaron el trabajo durante la pandemia ya sea porque optaron por la jubilación o buscaron cambiar de profesión. En Estados Unidos, las explicaciones apuntan a los cierres de las escuelas de conducción, o el aumento de los controles sobre el consumo de alcohol y alucinógenos. Sin embargo, la limitación de esas justificaciones queda en evidencia cuando es reconocido que Europa tiene un déficit de 400 mil conductores –según el estudio del grupo de investigación Transport Intelligence, ampliamente citado por la prensa–, siendo Polonia el país más afectado con un déficit de 120 mil, mientras que en Alemania hacen falta alrededor de 50 mil, y en Francia una cifra un poco menor pero que supera los 40 mil. El deterioro generalizado del salario, acentuado por las políticas ultraliberales, y la imposición de actividades extras como la responsabilidad del cargue y descargue son argumentos más estructurales, pero aún dejan sin explicación hechos como que el promedio de edad de los conductores supera los 50 años y poco menos del cinco por ciento tenga menos de 25 años.
El problema no es solamente del transporte pesado, pues el sector de restaurantes y comidas rápidas padece, en los países dominantes, análoga escasez, que no ha podido ser contrarrestada pese a ofertas significativas de reajustes salariales, que en el caso de Macdonald’s, por ejemplo, llevó a la multinacional a ofrecer hasta 15 dólares por hora para las actividades menos calificadas –para ciertas ocupaciones más complejas hasta 21 dólares–, cuando el promedio actual apenas ronda 11 dólares. En abril de 2021 cuatro millones de trabajadores renunciaron a su empleo en EU, siendo la cifra más alta de abandonos voluntarios desde el año 2000, lo que representa alrededor del tres por ciento del total de la fuerza laboral y acabó confirmando la existencia de un fenómeno de retiros masivos que Anthony Klotz, investigador de la Universidad de Texas A&M, denominó en 2019 “la Gran Renuncia”.
El abierto rechazo al mundo del trabajo, regido por el capital, es un síntoma del malestar que aqueja a la clase trabajadora y sobre el que la pandemia ha arrojado un haz de luz que ha iluminado rincones sórdidos como el alejamiento de la familia al que obligan la rutina de los turnos invariables y absorbentes, o la inanidad de los tiempos de desplazamiento que roban vida sin remuneración alguna. La disciplina que el capital aplica al trabajador está menos relacionada con la eficiencia que con la búsqueda de amaestrar el comportamiento y a través de la repetición continuada de procesos inducir la negación de la iniciativa y la voluntad individual, naturalizando la subordinación total. Esta realidad, planteada por la teoría, ha quedado en evidencia por el parón brusco de la economía y las alteraciones que las formas del trabajo han sufrido en la actual crisis sanitaria, abriéndose una brecha en la aceptación de las rutinas que los colectivos sociales quedan en la obligación de ampliar para comenzar a desmontar el monótono ritmo puesto a la producción y la circulación de productos que la arista disciplinaria del capital ha convertido en el cimiento de su dominación.
El trabajo como enemigo de la vida
En el prólogo de su libro Adiós al proletariado, André Gorz llamaba la atención acerca de que “Los términos «trabajo» y «empleo» se han hecho intercambiables: el trabajo no es algo que se hace sino algo que se tiene. Se dice «buscar trabajo» o «crear trabajo» en lugar de «buscar empleo», «crear empleos»”, y, más adelante, “Se puede tener un «buen» trabajo en la industria de armamento y un «mal» trabajo en un centro asistencial” (1). Este pensador francés, de origen austriaco, fue quizá uno de los primeros en dirigir sus observaciones al divorcio que el capitalismo establece entre la actividad laboral diaria y el conocimiento del fin último que ésta tiene en el conjunto de fases que conducen a la realización de un producto determinado. El carácter heterónomo que asume la actividad del trabajador lo enajena completamente del fin de sus movimientos y hace de él un verdadero autómata cuyo único propósito es la remuneración.
Ese carácter totalmente abstracto del “trabajo” y su condición unidimensionalmente utilitaria, hace de la manipulación, en el sentido de manejo con segunda intención, el valor más importante de la modernidad (2). La condición de mercancía que la fuerza de trabajo tiene en el capitalismo termina adquiriendo las mismas singularidades de los productos salidos del conjunto de sus manos. La obsolescencia programada y la desvalorización resultante de la tecnología que caracterizan a las mercancías en la etapa del post-industrialismo, terminan trasladándose a su hacedor en forma de “actualización permanente” y “flexibilidad”. La disponibilidad a un traslado permanente y la capacidad de “reinventarse”, como dicen los disimuladores de la incertidumbre inducida, son las cualidades que exigen a los sobrevivientes de un mundo laboral en el que la apariencia juega un papel central. “Saber venderse”, es una de las expresiones más comunes de quienes instruyen a los desempleados en técnicas que les amplíen la posibilidad de ganarse una ocupación, y que ilustra más que nada la estrategia de la impostura como condición del empleo en la actualidad. La disponibilidad total del tiempo al servicio del capital queda ampliada cuando en la esfera del consumo la búsqueda de los productos está atravesada por las actividades del llamado marketing que puede involucrar contestar encuestas o escuchar largos discursos sobre supuestos beneficios como condición, por ejemplo, de menores precios, enajenando a las personas del espacio de la afectividad y de su relación no mercantil con los “otros”. Las nueve horas diarias que pasa un camionero en las carreteras y las dos o tres semanas que permanece apartado de su familia cuando hace viajes a largas distancias son tan sólo una pequeña muestra de trabajo que niega la vida, pues aún quienes no tienen que desplazarse como parte de su actividad son igualmente móviles, ya sea en sus traslados diarios o en su condición de parias de un sistema volátil que los acoge tan rápido como los desecha.
En mayo de este año, la Organización Mundial de la Salud y la Organización Internacional del Trabajo, revelaron en su revista Environment International qué en 2016, año del estudio, 1,9 millones de trabajadores perdieron la vida por causas directamente relacionadas con su actividad laboral. De esas muertes, cerca de 750 mil fueron provocadas por ataques al corazón o derrames cerebrales producto de excesivas jornadas de trabajo –iguales o superiores a 55 horas semanales–, lo que vino a significar que entre el año 2000 y el 2016 hubo un aumento de 29% de muertes por esas jornadas abusivas. En ese período, las incapacidades por igual motivo representaron una pérdida de 23,3 millones de años de vida mostrándose, además, que el número de personas que trabajan en exceso ha ido en aumento en lo corrido del siglo XXI, revirtiéndose la tendencia a la disminución que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XX.
El trabajo, esa actividad que le permite a los humanos interaccionar con la naturaleza, transformarla y adaptarla para su proceso de subsistencia, si bien sigue teniendo ese sentido, en alguna medida, cuando miramos el proceso globalmente, es absolutamente irracional para los trabajadores directos. A nivel global, los excesos de residuos de todo tipo, así como el agotamiento de los recursos no renovables y la saturación de los ciclos de los distintos elementos, que el ambientalismo ha denunciado desde hace medio siglo, empiezan a mostrar que el proceso de trabajo puede generar la subsistencia de la especie en el presente, pero qué en el mediano y largo plazo, bajo las condiciones actuales, es una actividad auto-destructiva.
La mecanización y el consumismo están haciendo de la re-creación periódica del ser humano, que no otra cosa son el trabajo y la producción, un proceso suicida. La auto-cosificación a la que ha llegado la humanidad en un mundo de aparatos, hace de los individuos seres cada vez más ajenos de sí mismos e impotentes, limitados al mundo de la particularidad que los enajena del poder decisorio de lo político. “El individuo se mueve en un sistema de instalaciones y mecanismos, de los que el mismo se ocupa y es ocupado por ellos, pero habiendo perdido hace tiempo la conciencia de que este mundo es una creación humana […]. El manipulador no tiene ante sus ojos la obra entera, sino sólo una parte de ella, abstractamente, separada del todo, que no permite una visión de la obra en su conjunto. El todo se manifiesta al manipulador como algo ya hecho, y la génesis sólo existe para él en detalles, que de por sí son irracionales” (3). Pretender, por tanto, dar pasos correctores sin mirar el todo, es caer en la manipulación y en el ser manipulados, pues el reclamo sobre la parte sin la visión de ese todo no es más que espejismo consolador.
La irracionalidad del mundo del trabajo
En el capítulo X de su obra clásica Teoría general de la ocupación, el Interés y el dinero, John Maynard Keynes mostraba, laudatoriamente, el grado de irracionalidad que el trabajo ya tenía en el primer tercio del siglo XX, y cómo trabajar por trabajar, así el fin último careciera de sentido, era un principio del capital industrializado que en esa fase ya había perdido cualquier lógica de conveniencia social: “Si la tesorería se pusiera a llenar botellas viejas con billetes de banco, las enterrara a profundidad conveniente en minas de carbón abandonadas, que luego se cubrieran con escombros de la ciudad, y dejara a la iniciativa privada, de conformidad con los bien experimentados principios del laissez-faire, el cuidado de desenterrar nuevamente los billetes (naturalmente obteniendo el derecho de hacerlo por medio de concesiones sobre el suelo donde se encuentran) no se necesitaría que hubiera más desocupación y, con ayuda de las repercusiones, el ingreso real de la comunidad y también su riqueza de capital probablemente rebasarían en buena medida su nivel actual. Claro está que sería más sensato construir casas o algo semejante; pero si existen dificultades políticas y prácticas para realizarlo, el procedimiento anterior sería mejor que no hacer nada” (4).
El sinsentido de lo expresado por Keynes, en el que los prismas que transforman lo absurdo en algo conveniente –según los principios de la óptica del capital–, son la “iniciativa privada”, la “conformidad con los bien experimentados principios del laissez-faire” y la sacrosanta propiedad privada –representada en la frase con las “concesiones”–, son la única base de una creciente rama de ocupaciones cuya utilidad social parece quedar limitada tan sólo a “ocupar” personas. David Graeber, el malogrado antropólogo anarquista estadounidense, bautizó a estas ocupaciones “trabajos de mierda” y los categorizó en “lacayos”, “esbirros”, “parcheadores”, “marca-casillas” y “supervisores” (5), asociando los dos primeros a los oficios de servicios personales o cercanos a estos que existen solamente para satisfacer el ego de alguien que busca considerarse importante. Sobre los parcheadores, cuyo nombre toma de quienes corrigen los errores de programación en computación, considera que buena parte de los oficios actuales consiste tan sólo en corregir cosas que desde su misma producción era claro que iban a fallar y que en lugar de que el diseño inicial sea ajustado es producido con defectos para crear una industria de “correcciones”. Los marca-casillas los conforman la multitud de llenadores de formularios que surgen de la compulsión de “evaluar” y justificar lo hecho, establecido en normas surgidas de la impostura de aparentar rigor. Los supervisores surgen de la escala delegativa que ha dado en llamarse liderazgo de laissez-faire, y que consiste en descargar la responsabilidad en un subordinado que a su vez la descarga en otro. Quizá la imagen de una sociedad de la sospecha en la que existen vigilantes que vigilan al vigilante y que a su vez son vigilados por otros vigilantes, da una idea más clara de lo que Graeber quería definir como trabajos de mierda.
En el mundo financiero la creación de derivados y reaseguros, que en un sentido lato no son más que apuestas sobre el valor futuro de un activo, muestran ese carácter especulativo de imagen refleja reproducida en cadena, que crea igualmente ocupaciones repetidas especularmente como el de vendedor de seguros que vende seguros de los seguros. La discusión de la economía política sobre trabajo productivo e improductivo, centrada en el tipo de labor que sí crea nuevos valores parece superada, y no porque la improductividad de muchas ocupaciones no esté a la orden del día, sino porque ante la proliferación de actividades cuyo resultado no tiene destinatarios que obtengan beneficios de algún tipo –salvo la del capitalista que la gestiona–, la discusión debe trasladarse a la utilidad o inutilidad de lo realizado cotidianamente.
Regresar a la vida
En la etapa de mayores restricciones de la actual pandemia, fue necesario distinguir entre las actividades imprescindibles y las que no lo eran. Esto señala realmente una verdadera jerarquía de las necesidades y revela también la inutilidad de mucho de lo actuado cotidianamente. El rescate del tiempo para sí es quizá una de las sensaciones y necesidades que emergen de forma acentuada en los más jóvenes y que la Gran Renuncia evidencia con el rechazo a los oficios más asfixiantes pese a las alzas salariales ofrecidas. Que el mismo presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, cuando los periodistas le preguntaban qué opinaba acerca de que los empresarios no encontraban trabajadores, bajando la voz contestara “pagadles más”, significa un reconocimiento a que aún si nos limitamos a la remuneración, las condiciones de los trabajadores en el último medio siglo han sido envilecidas.
Pero, como hemos visto, el problema va a más, trabajos como el de conductores de vehículos de carga para largas distancias son rechazados de plano por las nuevas generaciones, independientemente de cuánto sea la remuneración, por lo que su eliminación o reducción al máximo debe ser exigida. El cuestionamiento de los intercambios a largas distancias, que además son parte importante de la quema de combustibles y por tanto del daño ambiental, pasa por un rescate de los autoabastecimientos locales y las autonomías regionales. No se trata de mirar la parte, como ya fue dicho, sino de mirar el todo. Lo mismo sucede con las comidas rápidas y en general con la Macdonalización de la sociedad, como denomina el sociólogo estadounidense George Ritzer a la industrialización del consumo, pues regresar a la alimentación como un hecho lúdico y socio-afectivo sólo es posible con un rescate de ese tiempo para sí.
Y es que la disputa por el tiempo, que pasa por la redistribución del trabajo, la eliminación de las producciones inútiles y el fin del consumismo, debe aparecer en primer plano en los reflexiones teóricas y políticas, porque el tiempo del capital no es el tiempo de la vida. El historiador inglés E.P. Thompson, lo explicaba claramente: “Los que son contratados experimentan una diferencia entre el tiempo de sus patronos y su «propio» tiempo. Y el patrón debe utilizar el tiempo de su mano de obra y ver que no se malgaste: no es el quehacer el que domina sino el valor del tiempo al ser reducido a dinero. El tiempo se convierte en moneda: no pasa sino que se gasta” (6). Qué el tiempo deje de ser “oro”, entonces, es parte del desafío, como también lo son rescatar el quehacer y la conveniencia de todos, para que sean integrados a los principios de un reencuentro con la vida. Qué el rechazo al «buen» trabajo en la industria de armamento y la aceptación del «mal» trabajo en un centro asistencial, anuncien nuevos tiempos, y que la total ausencia de oferta de trabajadores en sectores como los que producen agro-tóxicos, por citar un solo ejemplo, empiecen a ser norma, es una esperanza que debemos abonar. La “huelga” involuntaria de camioneros ha mostrado que el capital, más allá de sus automatismos, sigue dependiendo de la fuerza de trabajo y que los procesos de producción y circulación pueden ser detenidos totalmente si la clase trabajadora así lo decide. Tan sólo falta querer mirar el todo.
1. André Gorz, Adiós al proletariado [más allá del socialismo], El Viejo Topo, p. 9.
2. “El trabajo se ha dividido en miles de operaciones independientes, y cada operación tiene su propio operario, su propio órgano ejecutivo, tanto en la producción como en las correspondientes operaciones burocráticas. El manipulador no tiene ante sus ojos la obra entera, sino sólo una parte de ella, abstractamente separada del todo, que no permite la visión de la obra en su conjunto. El todo se manifiesta al manipulador como algo ya hecho, y la génesis sólo existe para él en los detalles, que de por sí son irracionales.” Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto, Grijalbo, p. 86 .
3. Karel Kosik, op. cit., p. 86.
4. J. M. Keynes, Teoría General de la Ocupación el Interés y el Dinero, F.CE., Capítulo 10 , numeral VI, p. 121.
5. David Graeber, Trabajos de mierda, una teoría, Ariel, 2019.
6. E.P Thompson, Costumbres en común (capítulo 6 “Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial), Crítica, p. 403.
* Economista, integrante del Consejo de Redacción Le Monde diplomatique, edición Colombia