A Jaime Garzón
Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes
Milan Kundera
En la crónica La peste (1947) (1) de Albert Camus se narra el mal como el sufrimiento de los inocentes, la rebelión frente a dicho mal, y el compromiso de hombres honrados con su profesión, con su quehacer diario. La “inspiración” –no todas las veces gratificante– para la elaboración de su obra, no fue otra que la ocupación alemana. En noviembre de 1942 el sur de Francia fue invadido por el ejército alemán, con ello, el Norte de África, liderado por las tropas aliadas, quedó completamente aislado de la Metrópoli francesa, París. Este fue el contexto decisivo que iluminó a Albert Camus para elaborar su monumental obra La peste. El narrador, el médico Rieux (Camus) nos cuenta lo que ha visto en una ciudad asolada y ocupada por la peste: las ratas suben a la ciudad, mueren en cada rincón, en las calles, en las casas y hasta en los refugios; no hay lugar libre de la peste. Aparece la enfermedad que nadie, salvo algunos pocos médicos, identifica de momento; la cotidianidad cambia, las medidas de control cada vez más severas que toman las autoridades; finalmente llega el aislamiento total de la ciudad, la separación brusca e intempestiva de seres que no estaban preparados para la distancia y la soledad. Entre los personajes están, el doctor Rieux protagonista y médico de La peste, quien pese a sus preocupaciones, lucha cuanto puede contra la epidemia, por piedad ante la miseria humana, por amor a su profesión y por la honradez que siente hacia el hombre enfermo. Alrededor del Doctor Rieux se agrupan otras buenas voluntades: Rambert, que se rehúsa a escapar de la ciudad porque no se atreve a escoger la felicidad (el bienestar) a través de la huida (salvación) y el egoísmo de salvarse; Tarrou, quien desea ser santo sin creer en Dios; Grand, el humilde y sencillo funcionario, preso de una gran pena y una ilusión absurda; el sacerdote jesuita Paneloux, a quien la peste le pareció, primero un castigo merecido de Dios, pero que luego, al pasar los días y ver el dolor con sus propios ojos, cambia por completo de opinión, pues contempla el sinsentido, el absurdo de la muerte de un niño, de un pequeño inocente. Los dos, Tarrou, el incrédulo y solidario y el Padre Paneloux, el sacerdote y hombre de fe, mueren ante la peste. No pueden salvarse de ella, pues el mal no discrimina hombres de fe o sin ella. Somos todos frágiles y mortales. Luego, después de varios meses de dolor, muerte y esperanza, la epidemia cede. Las estadísticas de mortandad bajan, se abren las puertas de la ciudad y acaban las separaciones, pero el corazón de los hombres ha cambiado, nunca volverán a ser los mismos, narra la crónica, porque quedará grabado en ellos que: “el Bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás.”
Como vimos, Camus describe a través de su crónica la condición humana, plagada del absurdo de la muerte, que pone fin y límite al deseo humano de vivir. La muerte es la peste, es el mal, ese aniquilamiento siempre temprano e impredecible, absurdo e injusto. La muerte es, finalmente, el símbolo y la realidad misma opuesta al justo sueño de felicidad que abriga cada uno de nosotros en el fondo del corazón. La obra de Camus es una respuesta a esta injusticia. Charles Moeller nos trae un hecho que marcó profundamente el pensamiento del joven Camus: Junto a un amigo caminaba a la edad de quince años por la orilla del mar. Los dos chicos se encontraron ante un apiñamiento de gente. En el suelo yacía el cadáver de un muchachito árabe aplastado por un autobús. La madre daba alaridos; el padre callaba; la multitud miraba estupefacta. Camus, continua Moeller, después de unos momentos, habiéndose alejado un poco del grupo, mostró a su amigo el cielo azul, luego señaló el cadáver y dijo: “Mira, el cielo no responde”. En esta simple frase pero contúndete reclamo se resume el drama de la sensibilidad camusiana aplastada por uno de los enigmas más dolorosos: La muerte de un inocente. Camus entendió que todo mal es absurdo e inexplicable, y que llega a la incomprensión total, más cuando se trata de la muerte de un inocente, de un niño, como se puede ver en La peste, con la muerte del pequeño hijo del juez Othon, el doctor Rieux exclama frente al cadáver del niño: “!ah! éste por lo menos, era inocente, ¡bien lo sabe usted! Se escandalizó ante la muerte de los inocentes, de los niños libres de toda culpa. (…) Sentía ganas de gritar, para desatar el nudo violento que le estrujaba el corazón”. Camus sabe que el mal, como sufrimiento, deja en el hombre sólo dos cosas: silencio e incomprensión
Yo me rebelo, luego somos: la muerte del otro, mi propio destino
Robert De Lupe afirma que para Camus la muerte es sinónimo de mal y su nefasta ratificación, por lo mismo, se da en el escandaloso aniquilamiento de la condición humana: el mal es un escándalo; ni el corazón ni la razón pueden justificarlo (2). En la novela La peste, se muere diariamente e injustamente, lo único que se posee con certeza es la misma peste, como lo ratificó el viejo asmático al final de la obra, “La peste: es la vida y nada más”. Para Camus, sólo quien no desconoce su destino, su finitud, puede asumir e intentar comprender mejor el acontecer de los hechos, el no distraerse permite al hombre caminar atento de su existencia. Ahora bien, conocer el enemigo no es garante de victoria, pues la peste es una derrota segura. El camino, para hallar algún sentido, es sin lugar a dudas, no resignarse, no aceptar “tal absurdo” como algo natural. Hacer frente al absurdo de la peste, así se sepa que no va a ocurrir la victoria, es para Camus: el acto de más alto valor del hombre. No aceptar el destino trágico del hombre es ser un hombre rebelde, como el doctor Rieux que pasaba todo el día curando enfermos, así, todos sus pacientes murieran,”…Tenía un corazón. Le servía para soportar las veinte horas diarias que pasaba viendo morir a hombres que estaban hechos para vivir. Le servía para recomenzar todos los días”. De este modo, la enseñanza, es intentar conservar la vida. El único sentido de la existencia es, la rebelión ante la muerte, ante el dolor, ante la injusticia. Ser hombre es tener el valor de rebelarse, pensar en verdad en los otros es rebelarse, no ser indiferentes ante el dolor humano, pues es en los otros, es donde se descubre plenamente nuestra condición finita, pues la muerte de mi semejante anuncia inexorablemente y finalmente mi propio e íntimo destino
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La peste deja ver la existencia del hombre en su dimensión más clara, es decir: como obstáculo de realización. De ahí que, para Camus, quien conoce la peste, conoce su destino, así sea éste adverso, así sea: “una interminable derrota”. Quien se rebela no se rebela solo, pues la rebelión modifica la existencia de todos cuantos padecen del acecho del mal, y por lo tanto es una rebelión compartida. La máxima de Camus en El hombre rebelde por lo mismo no será: “Yo me rebelo, luego soy”, sino “yo me rebelo luego somos”. Ser rebelde es estar inquieto por el dolor humano, no aceptar este dolor, es un modo de asumir la existencia comprometida. Solo la conciencia lúcida que un día despierta del sopor de la indiferencia, sabrá que está llamada a rebelarse ante el injusto dolor humano. Rebelarse es escuchar el llamado de los humillados, de los vencidos por la peste, este fue el sentido que le dio el doctor Rieux: no aceptar la plaga como modo de vida, al contrario, rebelarse frente a ella, siendo solidario con el enfermo, ejerciendo eficazmente su ser, su tarea de médico, en una palabra su ser de hombre, pues son éstos los compromisos, en el dar, el que da sentido a la existencia. Camus, no entendió el mal y se resistió a aceptarlo como el reflejo de la perfecta armonía divina leibniziana, decía: “Yo tengo otra idea del amor, y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados”.
La llamada de los humillados (3)
La rebelión que se da frente al absurdo no es una rebelión infecunda, se da en el gusto por el servicio a los hombres. El hombre lúcido sabe que su único camino es el de la solidaridad, el camino de los vencidos, en el caso de La peste, el de los enfermos. La plena rebelión se da por y en los humillados, pues el hombre rebelde, es esencialmente sensible ante el dolor humano, y sobre todo nunca se acostumbra a él. De este modo, el hombre rebelde, es el que vive intensamente el encuentro con los otros, es en este encuentro como podemos descubrir en el rostro de los otros, como afirma Emmanuel Levinas en Totalidad e infinito, el sufrimiento y el dolor y por lo mismo, encontrar nuestro propio rostro, que se presenta inexorablemente como igual en fragilidad, ya que la peste no discrimina entre unos y otros, para ella todos padecemos la misma condición de absurdo, tanto el inocente como el “pecador” mueren a causa de ella. El hombre lúcido es el hombre rebelde, abierto siempre a la solidaridad, es el hombre lúcido, porque ha reconocido en la condición del otro su misma condición absurda, ha escuchado con atención: “llamada los humillados” haciendo su trabajo diario, pues lo esencial es “hacer bien su oficio”, el resto, “estaba pendiente de hilos y movimientos insignificantes” de los que no había que detenerse en ello.
En diciembre de 1945 el autor francés respondía en una entrevista que: “no soy un filósofo. No creo suficientemente en la razón, para creer en un sistema. Lo que me interesa es saber cómo hay que comportarse. Y más exactamente, cómo puede uno comportarse cuando no se cree ni en Dios ni en la razón”. Camus cree que la verdadera misión de la filosofía es llegar a ideas morales, a problemas de la condición humana y a las condiciones, propias, de la acción recta; éste fue su único propósito, saber cómo se debe dirigir mejor la vida. El absurdo es el que enciende la chispa de la lucidez y sirve de fuerza y de inquietud para la rebelión, en palabras de Heidegger, citado por el propio Camus, “en la simple ‘inquietud está en el origen de todo'”. La rebeldía camusiana finalmente tiene como deseo crear una patria común, una patria abierta para todos, lejos de dictaduras, caudillismos o populismos, lejos de las guerras absurdas, lejos del hambre y exclusión, lejos de los secuestros, de la injusticia y el olvido sin más, y sobre todo lejos del dolor de los niños, de los inocentes. En esta patria, para Camus, los hombres podrán vivir mutuamente, en el reconocimiento de su dignidad, conscientes de nuestra diferencias, de nuestra condición limitada y frágil, prontos para ser solidarios con quien más lo necesita. Por eso, rebelarse es escuchar el llamado de los humillados, de los vencidos por la peste, lo dejaba ver muy bien “[…] yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos. No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre”.
Sartre afirmó días después de la muerte de Camus que “su humanismo obcecado, estrecho y puro, austero y sensual, libraba un combate contra los acontecimientos masivos y deformes de esta época”. Sin lugar a dudas fue así, pues “en el menor de mis actos yo comprometo toda la humanidad”. La lucidez y el compromiso con la vida de este magnífico cronista de nuestro tiempo, son prueba fehaciente de su oficio responsable con la escritura, pues a través de ella alzó su voz contra lo que consideró injusto, entendió que ser lúcido es saber que se ha hecho el oficio honestamente y que no nos queda remordimiento alguno de haber incumplido el “llamado de los humillados”, pues como bien resalta al final de la crónica y resuena hasta hoy “Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que callan, para testimoniar a favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.
Nos unimos a Olivier Todd en su detalla biografía titulada Albert Camus, una vida cuando afirma que es sorprendente y además alentador, sin lugar a dudas, cómo un hijo de un bodeguero y de una mujer analfabeta, tuvo tantos talentos, tanta entrega, tanta fidelidad a su vocación para forjarse un destino literario, convirtiéndose en uno de los intelectuales franceses más leído en los últimos años. El alcance del pensamiento de Camus, se extiende más allá de las filosofías de la existencia, de los humanismos ateos, pasando de ser un inquieto hombre de letras, para convertirse en un Hombre rebelde, en un hombre de compromisos y rupturas, finalmente en un buscador de inmensa lucidez que nos advierte nuevamente hoy que sin memoria no hay justicia, pues tener memoria, escribir con fidelidad nuestras crónicas de vida. Nos queda a nosotros, lectores de Camus, y por supuesto, a las futuras generaciones, no dejar morir este actual, vivo y rebelde pensamiento, pues aunque fue, a nuestro pesar corta su vida, más no corta, de ninguna manera, su filosofía. Su filosofía siempre servirá para anunciar y repetirnos “que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”, pues la vida para él, como bien lo resaltó Mounier, no tiene otro valor que “color e intensidad y no tiene, más regla que su exaltación”.
** Una primera versión de este texto fue leído como discurso final del XV Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana: “Memoria, Justicia y Utopía. Diálogos filosóficos e interdisciplinarios” realizado por la Comunidad Académica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás, Bogotá, D. C. – Colombia, julio 2 a 5 de 2013.
1 Recordemos, advierte Lottman, que la novela La peste (1947) hizo en brevísimo tiempo famoso a Camus en todo el mundo. Una primera versión se había terminado ya en 1943. Durante su estancia en Orán (Argelia) en el año 1941, Camus vivió personalmente una epidemia de Tifus. Las observaciones efectuadas, a propósito, por él, constituyeron la base de esta novela. A esto se añade que Camus mismo padeció de tuberculosis, teniendo una recaída muy grave en el año de 1942. Ahora bien, pero la clave decisiva para su monumental obra La peste, fue el contexto político de la ocupación nazi. Por tanto, Camus, que se hallaba en Francia para una cura de rehabilitación no pudo regresar con su mujer y su familia. Entabló contacto con los movimientos franceses de la resistencia y colaboró luego con ellos. Con estos acontecimientos comprendemos hasta qué punto una ciudad azotada por la peste, desconectada del mundo, y con sus habitantes puestos en cuarentena, es apropiada como modelo de una situación mundial como la que existía en aquel entonces. Cfr. H. Lottman. Albert Camus. Madrid: Taurus, 1987.
2 De Lupe, Robert, Albert Camus. Testigos del siglo XX. Barcelona: Editorial Fontanella. 1970. p.108.
3 “Albert Camus o La llamada de los humillados”, título empleado por Emmanuel Mounier para referirse a la obra de Camus. Obras completas. volumen IV, Salamanca: Sígueme 1988. p. 367.
*Doctor en Filosofía de la Universidad Pontifica de Salamanca. Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás. Miembro de la Sociedad Colombiana de Filosofía y autor de: Nombres, significados y mundos (Salamanca 2007), Hacer mundos: el nombrar y la significatividad (Bogotá 2009).
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