Las ideas proyectadas por la Revolución de Octubre llegaron a Colombia cuando en el país distintos actores sociales ya habían reivindicado justicia para trabajadores y campesinos, y cuando habían adelantado iniciativas para constituir un partido socialista. Desde entonces la izquierda conoce disputas internas de diferente intensidad y consecuencias negativas.
Sin duda, es posible objetar que cosa similar ocurría en todos los países del mundo. No obstante, hay una diferencia que también vale la pena subrayar. En los países europeos existía, en el movimiento obrero, en mayor o menor grado, un movimiento político organizado, la Social Democracia (II Internacional), que se consideraba referente casi exclusivo de cualquier aspiración de revolución social. En estas circunstancias, era lógico que el efecto más evidente de todo el proceso de la revolución rusa, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, fuera la ruptura de dicho movimiento. Al ser aparentemente dirigida por una variante del mismo, tenía que presentarse en la forma de una disputa por la hegemonía. Nada de eso tenía por qué presentarse aquí. A menos que se forzara la nota.
América nunca fue un territorio vacío
Dondequiera que exista resistencia social, siempre habrá un pensamiento que busque explicarla y justificarla. Larga y prolija ha sido la investigación sobre Latinoamérica, nada más en lo que se refiere a la época que podríamos llamar moderna. El problema reside precisamente en que, según las regiones y subregiones, vamos a encontrar distintas combinaciones de las diversas raíces culturales que han formado nuestras identidades nacionales. En todas partes encontramos rasgos de lo que, con poca precisión y mucho de peyorativo, se denomina “socialismo utópico”. Una combinación de liberalismo y de ideología cristiana que, por supuesto, no se reduce a sus componentes. Y, rápidamente, un robusto movimiento anarquista, aunque con desiguales desarrollos según los países. Importación de Europa dirán algunos. Comentario que al decir de Cappelletti es simplemente una estupidez: “La idea misma de patria y la ideología nacionalista nos han llegado de Europa” (1).
Es cierto que el anarquismo puede asociarse con la inmigración de trabajadores europeos que ya traían esas que eran las ideas más fuertes en la segunda mitad del siglo XIX, lo cual es suficientemente conocido respecto de Argentina. Pero lo más interesante es la fertilidad que encuentra. Habría que mirar otras tradiciones, incluidas algunas formas de cultura precolombinas. Es ese complejo cultural político y organizativo, que está asociado con dinámicas sociales y de lucha muy importantes, lo que existe en Latinoamérica cuando ocurre la Revolución Rusa. La noticia es recibida entre los trabajadores, con expectativa y esperanza –así como lo fue con terror por parte de las clases dominantes–. Es leída como la confirmación de las propias utopías revolucionarias. Casi en ninguna ocasión se le relacionó con el futuro de la socialdemocracia, ni siquiera en los países donde ya existían partidos de ese corte, y mucho menos con algún debate en particular. Desde luego, siempre hay núcleos e individuos mucho más enterados y mejor relacionados que están sobre la marcha de los acontecimientos, pero no configuran un hecho social.
Colombia no es una excepción histórica
Casi sobra decir que una particularidad de Colombia, en la formación de la clase obrera, es la exigua inmigración. Mauricio Archila señala que en 1938, del total de la población, la proporción de extranjeros residentes no alcanzaba a llegar ni siquiera al 1 por ciento (2). Aun así es claro que en las dos primeras décadas del siglo XX, las principales formas de agrupamiento y de resistencia cultural y política son de socialismo utópico o directamente anarquistas. Sobresalen, en estas últimas, la región (y las ciudades-puertos) del caribe (3). Tiene que ver, tal vez, con los antecedentes liberales. Por otra parte, es claro que la formación de la cultura política de la resistencia social en Colombia no puede desligarse de dos ingredientes básicos: el anticlericalismo, como respuesta a siglos de opresión y humillación por parte de la iglesia católica, y el sentimiento antimperialista (anti-yanqui) como resultado del reciente robo (separación) de Panamá.
No obstante, el partido liberal en la segunda década se mostró incapaz de capitalizar las expectativas populares. Es por eso que, sobre la base de las luchas sociales, logra levantarse, en 1916, un Partido Socialista que recoge las expectativas populares, pero orientadas hacia el terreno político electoral, en el cual, por cierto, comenzó a cosechar importantes éxitos. De carácter efímero pues, en 1922 el liberalismo presenta como candidato a la presidencia, al prestigioso general Benjamín Herrera, borrando del escenario el rival socialista.
La formación de una cultura política, desde luego, no es una cuestión puramente ideológica y mucho menos educativa o académica. Las luchas sociales se amplían e intensifican sin cesar en el período que va de 1910 a 1930. Con muchas transformaciones cualitativas. El registro que nos ofrece Archila es contundente (4). Pero hay otro salto cualitativo: la integración social nacional mediante la articulación de las regiones (5). Y algo más: la manifestación de otras luchas que, teniendo como base lo artesanal o lo obrero, se amplían y complejizan, conformando, junto con el proceso anterior, una suerte de bloque histórico. Se trata de las luchas que acertadamente ha investigado y destacado Renán Vega: las cívicas, las estratégicas de la ciudad de Bogotá, y las de las mujeres (6). Por otro lado, es necesario registrar la primera manifestación consistente de la resistencia indígena (Quintín Lame). Sobra señalar que las respuestas del régimen son cada vez más represivas.
Es entonces la vertiente más o menos anarquista la que toma fuerza, bajo la forma de sindicalismo revolucionario. La denominación es y será siempre equívoca. De una parte porque involucra una serie de ideas-fuerza, utopías, principios, formas de comportamiento, afectos y desafectos, características muy diversas, compatibles todas seguramente, pero que no constituyen propiamente un programa. Pero de otra, porque uno de sus principios es la negación de la política (entendida como lo electoral) y una permanente sospecha frente a las formas de representación. En este orden de ideas es muy difícil identificar su presencia y sobre todo su peso en los movimientos sociales.
Los ecos de una revolución en el ascenso de otra
La historia organizativa se va desenvolviendo a la par que crece y se amplía la lucha. En 1924 se reunió en Bogotá el Primer Congreso Obrero y paralelamente la conferencia socialista, para responder a la disolución dos años antes del partido. Eventos, ciertamente, de amplia confluencia. Las referencias nos muestran que podían contarse varias “tendencias”: anarquistas “confesos”, otros que no lo admitían y otros simplemente socialistas, más activistas que doctrinarios. Todos estos eran la mayoría. Pero también había socialistas reformistas, y liberales socialistas e incluso liberales a secas. Y lo más interesante: se presenta allí el grupo que se autodenominaba “comunista” el cual incluía al ya famoso periodista y escritor Luis Tejada (7). Fue este quien propuso la afiliación a la internacional comunista.
Es ahí donde puede ubicarse un nexo directo con la Revolución Rusa. Obviamente, ésta no era un hecho desconocido. En las numerosas publicaciones existentes se había saludado, en su momento, el triunfo de la revolución, y en los años subsiguientes no faltaron los eventos de homenaje y solidaridad. Los nombres de Lenin y Trotski eran ampliamente conocidos. En ese sentido no hay duda que, además de querer aprender del ejemplo de la Revolución Rusa, contemplaban la posibilidad de establecer una relación directa con aquellos revolucionarios. Sin embargo, no les podía caber en la cabeza la necesidad de establecer una relación orgánica que significara alguna forma de copia y menos de subordinación. Tal vez fue esa simple consideración la que hizo que fuera rechazada la propuesta de Tejada.
La historia del llamado grupo comunista es hasta cierto punto simpática. Eran los únicos que podían calificarse de “intelectuales” pues se encontraban al margen de las luchas directas. Se había formado alrededor de un ruso, S Savinski que manejaba una tintorería en Bogotá. Pero no se crea que se trataba de un revolucionario profesional y menos de un doctrinante. Incluso había salido de Rusia desde 1916. Pero tenía una virtud altamente apreciada por los intelectuales, ávidos de noticias de la revolución: sabía ruso y podía traducirles los periódicos y publicaciones que se recibían. El grupo no constituía pues una corriente política. Al respecto, no sobra anotar que nunca la Komintern contempló la posibilidad de darle carácter de sección a este grupo, aunque se lo solicitó (8).
En 1925 se convocó el Segundo Congreso Obrero, donde se aprobó la creación de la Confederación Obrera nacional (CON). A partir de allí se desarrolla la breve pero grandiosa historia del levantamiento social tal vez más significativo que se ha dado en nuestro país, que pasa por la formalización del Partido Socialista Revolucionario, en 1926, conoce diversas expresiones de lucha, enfrenta implacables represiones como la Masacre de las Bananeras en 1928, hasta su extinción en 1929 con el fracaso del proyecto insurreccional, luego de los levantamientos fallidos en varios lugares. Qué tanto le debió al estímulo del triunfo revolucionario en Rusia es algo tal vez imposible de precisar; lo cierto es que, al mismo tiempo, en otros lugares de América Latina y el Caribe, estaban en marcha procesos similares. Baste señalar la resistencia antimperialista en Nicaragua, encabezada por Sandino.
Liquidando el pasado
Tal fue el título que le puso Ignacio Torres Giraldo a la tercera y más vergonzosa de sus “autocríticas”. Pero vale también para designar el oprobioso periodo que va desde 1929 hasta 1932, en el cual la Revolución Rusa aparece bajo la forma de un organismo inquisitorial que juzga la validez de todo lo hecho hasta entonces, como requisito para asegurar, en adelante, que es un partido digno del legado revolucionario. Este organismo era, desde luego, el aparato de la recién formada Tercera Internacional Comunista, subordinado al Partido Comunista de la recién nacida “patria del proletariado mundial”.
En realidad, en un principio, como bien señala M. Caballero: “Los dirigentes de la Tercera Internacional nunca dieron muestras de creer seriamente que una revolución pudiese triunfar en América Latina, antes de hacerlo en Europa o en los países más grandes de Asia” (9). Es por eso que, al principio, formaba parte, junto con Francia, Bélgica, Italia, España y Portugal de un secretariado “latino”. De hecho, se tardaron bastante en hacer una reflexión medianamente seria sobre la realidad de estos países. Tan sólo en el Sexto Congreso (1928) se abordó su caracterización, por lo cual fue denominado, no sin humor, el del “Descubrimiento de América”. Lo grave es que sólo entonces descubren la existencia de la nueva potencia: los Estados Unidos.
En 1928 se crea, por fin, el Secretariado Latinoamericano que duró hasta 1935. Sin embargo, las relaciones con los revolucionarios colombianos venían desde 1925 cuando la CON logra su afiliación a la Internacional Sindical Roja (Profintern). Tres delegados suyos asisten en Moscú a su IV Congreso Internacional en 1928. Posteriormente, el Partido Socialista Revolucionario creado en 1926, solicita su incorporación a la Komintern la cual es aceptada en 1928, pero condicionada a un cuidadoso examen, el cual, en su peor período –de ahí hasta 1932–, significó una conversión de aparentes o reales discusiones en tenebrosas y retorcidas luchas intestinas. Sobra decir que la mayoría de las discusiones estaban marcadas por la premisa falaz introducida por la propia Komintern: el PSR había sido una organización aventurera de carácter putchista; había entonces que depurarla de los elementos culpables, para destacar en su reemplazo a los “auténticos bolcheviques”. Esto implicaba un primer falseamiento de la historia: inventar, con los que se iban seleccionando a posteriori, una supuesta fracción bolchevique.
Lo más grave es que en este juego de acusaciones y exculpaciones, los protagonistas se vieron obligados a reinventar su propia historia para argumentar que siempre habían estado en “el lado correcto” Pero los “elegidos” curiosamente resultaban al abrigo de las sospechas. El entonces joven Guillermo Hernández Rodríguez, liberal socialista, que aparecía en las reuniones como representante de los estudiantes, logra hacerse nombrar como delegado a la celebración del décimo aniversario de la revolución en Moscú (1927), allí consigue una beca de estudios en la Escuela Lenin, para luego regresar, tres años después, como “cuadro internacional”. Él sería, después de la expulsión y liquidación de lo mejor de la dirigencia revolucionaria, el primer flamante secretario del diezmado PSR convertido, en julio de 1930, en Partido Comunista Colombiano (10).
Bajo la represión eran las peores condiciones para librar una lucha ideológica y, menos, enfrentar calumnias ante instancias de difícil acceso no sólo político y burocrático sino también económico. De nada sirvió que el propio R. E. Mahecha hiciera una completa presentación en la Primera Conferencia de Partidos Comunistas en Buenos Aires en 1929, pues fue víctima de la más desvergonzada campaña de calumnias, incluso en contra de toda su vida de revolucionario. En una cronología de los principales acontecimientos colombianos elaborada para la Komintern puede leerse, a propósito de la huelga en Barranca en 1924: “Los obreros fueron derrotados por la traición del timador Raúl E. Mahecha”.
Sin embargo, el caso más lamentable de los acusados y luego perdonados, después de un humillante arrepentimiento, fue el de Ignacio Torres Giraldo. El 25 de agosto de 1929, en medio del fuego enemigo y del “fuego amigo”, Torres sale del país, en una suerte de deportación aceptada que nunca explicó muy bien. Llega a Europa y en deplorables condiciones económicas, inicia los contactos con la gente de los partidos comunistas (al mismo tiempo, R. Baquero está cablegrafiando a la Internacional cerrarle el paso). Finalmente logra, en diciembre del mismo año, presentarse en Moscú donde tuvo éxito en diversos trabajos durante más de cuatro años y recibió un intenso proceso también exitoso de reeducación. “Ahora comprendo mejor la actitud de las masas soviéticas hacia Stalin […] Era el nuevo guía de la nueva humanidad que irradia el mundo. Stalin sólo tuvo un antecesor: Lenin” (11).
Después de su regreso a Colombia, se incorporó, con un papel relativamente gris, al Partido Comunista. Llama la atención que no les hubiera bastado las dos primeras autocríticas y hubiera tenido que llegar a la ya señalada que fue, por cierto, demoledora: “Así llega el partido a convertirse en un instrumento de la burguesía nacional vendida a los imperialistas […]” (12). Esta conversión tuvo graves implicaciones: naturalmente por su autoridad de protagonista, pero además porque es el único que nos ofreció una amplia obra de historiador, de teórico y de autobiógrafo. Durante mucho tiempo esta obra sirvió de base para los análisis de historiadores, sociólogos y políticos. Pero es necesario leerla con cuidado, tiene todo el sesgo que proviene de ser el resultado de un “ajuste de cuentas”.
Es triste y lamentable. Como si la Revolución Rusa hubiera tenido que afirmar su presencia en estos países a través de una imagen distorsionada que no podía imponerse más que destruyendo y enterrando los verdaderos signos vitales de nuestro pasado revolucionario.
1. Cappelleti, A. Prólogo a “El anarquismo en América Latina”, compilación preparada por Carlos Rama y él, para la Biblioteca Ayacucho, Nº 155, Caracas, 1990.
2. Archila, M, Cultura e identidad obrera Ed. Cinep, Bogotá, 1991
3. Para el caso colombiano sigue siendo fundamental el libro ya clásico de Alfredo Gómez Anarquismo y anarco-sindicalismo en América Latina, Ed. Ruedo Ibérico, Barcelona, 1980.
4. Ibídem.
5. Ver Moncayo, H., Prólogo a Los Años escondidos, Uribe, María Tila, Ed Cestra, Cerec, 1ª. Edición Bogotá, abril de 1994.
6. Vega Cantor, R. , Gente muy rebelde, tomo 3. Ediciones Pensamiento Crítico. Bogotá, 2002.
7. Uribe, María Tila, op. cit.
8. Ver Jeifets, L y V. ,“El Partido Comunista Colombiano hacia la “transformación Bolchevique” En: Anuario colombiano de Historia social y de la cultura, Nº 28, Universidad Nacional, Bogotá, 2001.
9. Caballero, M. , La internacional Comunista y la Revolución Latinoamericana, Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1987. Primera edición en inglés en 1986.
10. Todo esto se conocía parcialmente o se sospechaba, pero ya ha sido comprobado y verificado gracias a la apertura de los archivos de la Komintern en Moscú después de 1991 y al enorme trabajo sobre Colombia hecho por Meschkat. Ver la compilación realizada por K. Meschkat y Rojas, JM, Liquidando el pasado, Taurus, Fescol, Bogotá, enero de 2009, primera edición.
11. Torres G., I., Cincuenta meses en Moscú, publicación póstuma. Universidad del Valle, Cali, 2005.
12. Torres G., I, Liquidando el pasado. Ver compilación Meschkat, K.
*Integrante del Consejo de Redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.