La servidumbre simbólica, una de las tantas manifestaciones del autoritarismo, que de manera tan aguda devela el ensayista y poeta Carlos Fajardo Fajardo en uno de los lúcidos artículos recogidos en el libro Rostros del autoritarismo**, tiene expresiones tan dolorosas como invisibles a los ojos de muchos de nuestros lectores. Una de ellas se manifiesta en la Universidad, en la que discurre solapadamente la lógica implacable del mercado y sus correlatos discursivos con los que se enmascara, en la retórica de un humanismo trastocado y en la aparente precisión del lenguaje técnico-científico, el adoctrinamiento exquisito, la servidumbre simbólica de la Universidad a los fines del neoliberalismo.
En la misma forma como se manipula el concepto de democracia para someter a los pueblos a las leyes del mercado e instaurar regímenes que les sean fieles, se usa el concepto de calidad como caballito de batalla para adherir la voluntad de académicos, administradores y estudiantes-clientes de las Universidades a los mecanismos de control, censura, homogenización y estandarización de los saberes y de los procesos académicos que requiere el floreciente mercado de la educación.
El dispositivo es sutil, pero poderoso. ¿Quién puede atreverse a dudar de la calidad como un bien deseable, como búsqueda permanente de perfeccionamiento, de prestigio y reconocimiento social, como criterio de supervivencia, vinculado, por demás, a la historia misma de la humanidad? La calidad, en efecto, es expresión del deseo de perfectibilidad humana. ¿Cómo resistirse al embrujo avasallante de ese bien supremo? Y esa es justamente la estrategia. Ganado ya el consenso desde el sentido común, lo que sigue es sólo asunto de diseño, de adoctrinamiento exquisito. Los gurúes de la calidad, pontífices del business administration, debidamente instalados en las universidades, constriñen entonces el concepto, lo acotan, lo precisan, lo pulen, lo embellecen y lo instauran como la única verdad posible. En adelante será sólo una la idea de calidad, heredera de la ‘administración científica’ del trabajo, que en su largo recorrido de la fábrica a la Universidad redujo la vocación formadora del Alma Máter a los criterios de eficacia, eficiencia, efectividad; a la medición como evidencia y a la aplicación de estándares, indicadores y logros como aparataje técnico y discursivo de la Acreditación y de la Certificación con las que se asegura su legitimación en el universo social.
Y la Universidad, no ajena a esa realidad social, parece capitular ante semejante forma de fundamentalismo. La Acreditación de Alta Calidad, terreno cenagoso de exigencias y contraexigencias, convertida en credo, en religión de la excelencia, fascina, atrapa la voluntad, posterga el debate y la crítica, y naturaliza esa suerte de sumisión consentida, de resignación cómplice, de obediencia debida con la que académicos y administrativos se entregan a la febril tarea de asegurar la calidad.
Surgen por todas partes las oficinas de acreditación, los comités de acreditación, los consejos de acreditación, sin otro horizonte que satisfacer la demanda evaluadora de la calidad. Los colegas académicos saltan del aula al comité de acreditación, se los empodera y ahora van por las oficinas de las facultades, por los pasillos, por los salones de clase, recogen evidencias de investigación, hacen inventarios de las publicaciones de los docentes, actualizan sus hojas de vida, acopian evidencias de flexibilidad curricular, calculan los créditos académicos que definen la formación de un profesional según un número limitado de horas de docencia, revisan los resultados de los exámenes ECAES (hoy remozados con el nuevo nombre de SABER PRO) y los publican, orgullosos, como evidencia contundente de calidad; hacen cuadros, llenan casillas, responden uno a uno los factores, acopian los trescientos y tantos indicadores de gestión de la calidad para asegurar que no habrá fisuras, que el organismo censor de la calidad, el Consejo Nacional de Acreditación (CNA) otorgará, en consecuencia, la anhelada certificación.
Convertida en ideología, la acreditación de alta calidad ha puesto a soñar a la universidad periférica en que, por obra y gracia de la competitividad del mercado, nuestros estudiantes y profesores se movilizarán por las universidades extranjeras a proponer de igual a igual los destinos de la ciencia, y a contribuir sin diferencias ni de uso ni de creación ni de fronteras los bienes simbólicos, técnicos y científicos que produce o promueve la Universidad. Una internacionalización sospechosa abre el mercado educativo y se lanza a la captura de clientes que sueñan con la doble titulación en Colombia y en Oxford, o en París, y que no se preguntan por la otra calidad, la de pensar las realidades y dimensiones geopolíticas del conocimiento.
El reconocimiento internacional parece ser el bocadillo, el señuelo de esa idea de calidad que promueve, en últimas, el mercado de la educación y la justificación misma de la acreditación de alta calidad. La estrategia es la misma que en otros sectores de la escala productiva propone abrir las fronteras a la libre circulación de mercancías, bienes y servicios, bajo el eslogan de que el mercado, sus lógicas de competitividad y sus estrategias para alentar el consumo (pues se pueden adquirir tantos títulos como pueda comprar el cliente) son suficientes para garantizar la distribución social del conocimiento, la igualdad de oportunidades, la justicia social, y el desarrollo humano y autónomo de los pueblos.
Entretanto, se posterga el debate en torno a la formación superior. La Universidad se desdibuja en el entrenamiento técnico, se asienta la experticia como única dimensión de la formación profesional, mientras la crítica, el disenso, la formación política y social se destierran del currículo o se convierten en una suerte de retiro ignaciano para fin de mes, es decir, para los claustros de comienzo y finalización de cada semestre académico o para las conferencias ocasionales que como agua fresca salpican el escenario cada vez más árido del aula y de las prácticas pedagógicas compelidas a rendirle tributo a la eficacia. Esa Universidad sin condición que propone Derrida parece, en palabras del filósofo, “una ciudadela expuesta […] simplemente ocupada, tomada, vendida, dispuesta a convertirse en la sucursal de consorcios y de firmas internacionales”.
El sometimiento elegante que denuncia Ignacio Ramonet se instaura; la calidad de la educación es ahora como el CNA nos dice que es. No hay otra calidad posible. Estamos voluntariamente ‘acreditados’. Nadie nos obliga. Porque la acreditación de alta calidad es voluntaria. Sólo que mientras la ‘Comunidad Académica Internacional’ (léase el mercado educativo) exija “asegurar la calidad”, mientras las alianzas estratégicas que ofrecen, por ejemplo, la doble titulación, se fortalezcan, la acreditación de alta calidad será un requisito que, “de manera voluntaria”, habrá que cumplir para no quedarse por fuera, para que quienes hacen bien la tarea de acreditarse no terminen eliminando a los que se resisten. Ese es el cinismo de la hegemonía.
** Ediciones Le Monde diplomatique edición Colombia, 2010.
* Escritor y catedrático universitario colombiano.