La “teatrocracia” de lo grotesco

El antropólogo francés, Georges Balandier, en su obra El poder en escena: de la representación del poder al poder de la representación, citando al dramaturgo ruso Nicolás Evreinov, destaca como éste enseña que la teatralización es una constante en las acciones humanas, con una presencia determinante en aquellas que involucran el poder. Eso lo llevó a que le diera a la práctica gubernamental la denominación de “teatrocracia”. Los actos de gobierno –pasado el predominio de las monarquías absolutas–, fueron investidos de autoridad en el marco de la gestualidad de lo solemne y lo dramático, apartando los instrumentos de la irrisión y de dar a las cosas el nombre de su contrario, que el absolutismo había usado como mecanismo de distensión cuando anunciaba decisiones inadmisibles para el colectivo. 

En ese escenario, la figura del bufón, hoy poco comprendida en su función de visibilizar lo sinuoso y fraudulento de los argumentos esgrimidos para justificar ciertos dictámenes del poder, fue central en apaciguar las reacciones más punzantes y peligrosas –a través de la caricaturización y el ridículo de los detentadores de autoridad–, como mecanismo de catarsis de las masas. “El personaje del bufón de la corte plantea el complejo problema del estatuto de la verdad en el campo político. Lo que encontramos en el entorno del príncipe no es nada más que un monstruo, un personaje grotesco, un deforme que hace de la inconveniencia, de la burla y de la transgresión expresiones de la verdad”1, dice Balandier en su análisis de la escenificación y sentido del sinceramiento a través de la bufonada.

El ascenso al poder de personajes como Donald Trump y Javier Milei nos obliga, entonces, a preguntarnos por las razones del regreso de lo grotesco como instrumento de la política. ¿El lenguaje soez, los símbolos acompañados de una gestualidad contraria a la solemnidad y adobada con no pocos rasgos de violencia, nos están indicando un punto de inflexión en los principios de la gobernanza? Lo primero que observamos es que, a diferencia del pasado, se funden en un solo individuo las figuras del monarca y el bufón como una inequívoca señal que la aceptación de la transgresión, lo improcedente o, incluso lo flagelante, parece no sólo tolerable sino prometedor para buena parte de la población y no requiere, por tanto, un intermediario del disimulo. ¿Por qué? La única respuesta, quizá provisional, parece estar en la desesperanza de la gente.   

Simplificación y alienación

La omnipresencia de la imagen trivializada, en la que la visualización del hecho lo vuelve en apariencia incontrastable, ha creado un nuevo régimen de veridicción. La verdad deja de ser lo demostrable para reducirse a lo visible, pasando a ser dependiente del ángulo de enfoque de la cámara. La alienación producto de la adicción a la pantalla surge de la muerte de la duda. Que “una imagen vale más que mil palabras” y, más que mil argumentos y demostraciones, parece ser hoy el marco dominante de aprehensión de la realidad. Y cuando todo ha sido ensayado en el campo de la política, queda, entonces, lo nuevo, lo más exótico que nos muestra la video-adicción serializada, lo no probado, y que además sugiere cierta cercanía por la simpleza de lo expuesto pues, quizá, por evidente y elemental, por muy próximo, nadie lo había considerado. La política-espectáculo ya es industria y el producto a consumir es para la gente el incierto: «de pronto, esta vez sí». Y si los políticos, investidos de solemnidad de todo tipo, no han podido mejorar nada, la apuesta de recurrir a lo inusual, incluido lo grotesco, parece comprensible.

Afirmar, como lo ha hecho y lo sigue haciendo el presidente de Argentina qué, paralizando la obra pública, desfinanciando las universidades, cerrando algunas dependencias del Estado –para así obtener la mágica cifra de un truculento déficit cero–, sentará las bases para convertir a su país en la primera potencia mundial en treinta años, es algo que no incluiría en su libreto el más incapaz de los bufones del pasado. En el caso de los Estados Unidos, la taumaturgia está circunscrita en la que para su presidente es “la palabra más bonita”: aranceles. Aquí, la presunta magia consiste en que los impuestos a las importaciones, al encarecer los productos extranjeros, de forma automática hacen aparecer industrias al interior del territorio, como si la instalación de unidades de producción no fuera un proceso que exige tiempo y condiciones especiales como tecnología, fuerza de trabajo de índole específica, sectores complementarios por los encadenamientos verticales y horizontales que toda producción exige, entre otros muchos requerimientos. 

Los asesores del líder del país imperial del Norte, con toda seguridad, no ignoran que el déficit comercial estadounidense surge de la necesidad de operar como mecanismo garante del aumento de la liquidez mundial luego que ese país adquiriera el “privilegio exorbitante” de emitir la moneda de las transacciones internacionales, y así poder cambiar bienes y servicios por papelitos verdes. La dicotomía que representa el mantenimiento del dólar como moneda de circulación forzosa a nivel mundial a costa de un déficit en la balanza comercial, fue planteado en la década del sesenta del siglo pasado y es conocido como el dilema o paradoja de Triffin, por el apellido del economista que lo formuló. Y si el actual gobierno norteamericano sostiene que tiene como meta mantener el patrón-dólar y, a la vez, eliminar el déficit comercial, es claro que la única forma de lograr simultáneamente los dos objetivos es paralizando la economía mundial o, por lo menos, ralentizándola en grado importante. 

Con la estrategia política de los mal llamados “aranceles recíprocos”, ¿nos encontramos, entonces, con el intento de una demolición controlada del crecimiento mundial o, por lo menos, de sus intercambios internacionales? ¿No es eso lo que representa, acaso, el nacionalismo económico? La intención de modificar la división internacional del trabajo, centrada en la ganancia de las unidades empresariales particulares hacia una que contemple la “seguridad nacional” parece ser uno de los nuevos objetivos, dejando de paso en la irrisión y la irrelevancia las doctrinas de la economía convencional con todo y la parafernalia de lo espurio de sus “Premio Nobel” que agitaron por más de treinta años el evangelio del libre comercio y la libre competencia.

La justificación de políticas como la de los falsos déficit cero o los “aranceles recíprocos”, es apoyada en principios no sólo endebles sino contradictorios e incoherentes si son analizados en el marco del discurso que ha regido al capital en las últimas cuatro décadas. La forma bufonesca de presentar estas medidas no debe llevar, entonces, a engaño, por lo que no está de más considerar que el verdadero motivo de la presencia de estos personajes y su forma de defender y ejecutar lo que en apariencia, para muchos, son verdaderos disparates, parece ser, entonces, de naturaleza muy distinta a lo resaltado como objetivos centrales por los medios masivos de comunicación. Un primer acercamiento a una de las aristas del discurso emergente, que aparece aún como decorado del escenario, nos puede dar algunos indicios sobre lo que empieza a agitarse en el mundo subterráneo de los diseñadores de las estrategias del poder: «La batalla cultural».

La simplificación de cobijar con la equívoca expresión woke lo que es ajeno a esa visión del mundo, reducida a mirar todos los aspectos de lo humano como un negocio, puede darnos alguna luz sobre la sociedad que proyectan las reales fuerzas del poder y del que estos exóticos personajes parecen tan sólo actores de reparto. 

En paralelo, la diversidad, la equidad y la inclusión que, reducidas al acrónimo DEI, han sido convertidas en la diana de los nuevos cruzados, ha hecho de cada uno de ellos un objetivo al que, curiosamente, le apuntan tanto grupos de derecha como de “izquierda”, en un ejercicio de simplificación que convirtió, por ejemplo, al feminismo, en una lucha de odio entre hombres y mujeres, enterrando los cuestionamientos sobre el patriarcado como problema real de la sujeción de unos humanos por otros. A la inclusión, para citar otro ejemplo, le dieron el sentido inverso, y ha sido convertida en exclusión de los “blancos”, los ricos, los heteronormales y los machos. La “batalla”, entonces, es en realidad para negar el sexismo, el racismo, el clasismo y el deterioro ambiental por lo que representan contra el discurso homogeneizante y alienado del capital. La diferencia entre los sumados al antiowokismo desde la derecha y algunos de sus seguidores desde la izquierda, es que estos últimos tan sólo aceptan el clasismo y consideran los otros aspectos de la dominación como distracciones del antagonismo de clases, asumiendo términos como “burguesía woke”, “feminismo woke” y “ambientalistas woke” que buscan frenar el progreso para obstaculizar que el pueblo salga de la miseria. Estas formas del simplismo más extremo, son la mayor concesión a quienes buscan dinamitar también la diversidad de la resistencia. 

Es una ofensiva de los discursos y las políticas regresivas posibilitada por la debilidad evidente del movimiento social, reflejada en la impotencia de los sindicatos y la confusión programática de los movimientos políticos del llamado progresismo que basculan a tientas entre los diferentes grados de reformismo sin atinar a decidirse por qué tipo de mecanismos usar para sus modestas metas. Pero, hay quizá un aspecto tan importante y más descuidado que la fragilidad organizativa y el aturdimiento teórico, y es el del alcance que el proceso de subsunción que el capital ha logrado en la formación de la subjetividad de las clases subordinadas. Allí, con la atomización en individualidades alienadas –de las que el selfie es quizá el símbolo más notable–, el Otro es reducido a la condición tan sólo de espectador, de espejo del como luzco y en el que el diálogo y la alteridad desaparecen y con ello la posibilidad del conocimiento intersubjetivo y de identidad de clase. 

En ese escenario sociocultural, en uno de los “decálogos” del movimiento de Javier Milei puede leerse: “El diálogo solo es un valor si conduce a un país más libre. Es un medio y no un fin en sí mismo”. Aforismo nada inocente en el que la forma más elevada de intercambio con los otros, el diálogo, es rebajado a simple instrumento. El lenguaje, que no tiene sentido sin interlocutor, busca ser eliminado como elemento central de la sociabilidad y reducido a un instrumento utilitario, del que lo estético, el placer y el enriquecimiento mutuo de los dialogantes debe ser extirpado. El sujeto-empresa, aupado por la noción de emprendedor es elevado a máxima expresión del individuo, mostrando la introyección profunda del mercado en el inconsciente colectivo, que con el “éxito” de la imagen del influencer ha alcanzado dimensiones antes impensables. Y ese es quizá el mayor peligro, pues es el espacio en el que están sembrando las semillas de un totalitarismo que busca erradicar lo diverso, lo equitativo y lo inclusivo, reduciéndolo todo al volumen de ingresos que garantiza el Yo-imagen en el universo de las pantallas.

Verdad y brutalidad

El Brutalismo fue un movimiento arquitectónico basado en lo que algunos especialistas llamaron la “sinceridad en arquitectura”. Los edificios, sin apenas acabados, mostrando el material de la construcción en bruto y, en algunos casos, incluso las tuberías y el cableado, buscaban una estética que en forma metafórica podemos asociar a un cuerpo sin piel, un cuerpo “transparente”, verídico por el exhibicionismo de su metabolismo. Achille Mbembe usó la expresión para caracterizar al capitalismo en su última fase: “La transformación de la fuerza en última palabra de la verdad del ser marca la entrada en la última edad del hombre, la edad historial, la del ser fabricable en un mundo fabricado. A esta edad le hemos encontrado un nombre: brutalismo, el gran fardo de hierro de nuestra época, el peso de las materias brutas. […]. Los horrores de la guerra y otras atrocidades no resumen, sin embargo, por sí solos el brutalismo. Este último es, en cierta medida, la manera en que la ebriedad que conlleva el poder traduce el horror y las situaciones extremas en los intersticios de lo cotidiano, y en especial de los cuerpos y los nervios de aquellas y aquellos a los que brutaliza” (2). Transparentarlos en la miseria de su subordinación busca que esta sea naturalizada.

Si la fuerza sin disimulo está siendo constituida en criterio de la verdad, podemos explicarnos el por qué del uso de símbolos como la motosierra, la forma de gobernar por decretos y la reiteración desapacible de la amenaza y la agresión que aparecen como lenguaje aceptable de la política. Y si bien la aprobación de esa nueva forma de ser del ejercicio del poder por una parte nada despreciable de la población puede explicarse por la desesperanza, ¿la agresividad contra lo diverso y el grito desesperado por querer devolver el calendario varios siglos atrás no es necesario buscarlo, paradójicamente, en las nuevas condiciones arrojadas por la acumulación? 

Según Oxfam “La fortuna de cada milmillonario creció, en promedio, a un ritmo de dos millones de dólares al día y, en el caso de los diez milmillonarios más ricos, a un ritmo de 100 millones de dólares al día” (3), estimándose que en una década el mundo tendrá cinco billonarios (cinco individuos con más de un millón de millones de dólares). Y si a eso le sumamos el proceso de centralización del capital que no ha quedado limitado a las fusiones, pues en él juegan un papel cada vez más determinante los llamados Fondos de Inversión, tanto los ETF (Exchange Traded Fund) como los convencionales –BlackRock, el mayor y más icónico, gestiona más de 11.5 millones de millones dólares en activos–, todo en conjunto ha contribuido a un proceso de concentración del poder económico sin antecedentes, dando tal supremacía a los dueños del capital que parecen empezar a no necesitar de intermediarios en el ejercicio del mando sobre el conjunto social. ¿Es esa nueva condición la que reclama cambios radicales en las formas gubernamentales? Los defensores abiertos de la instauración de una nueva Edad Oscura dan respuesta positiva a ese interrogante. 

Nick Land, el autor inglés promotor del “aceleracionismo de derecha”, que sostiene que el objetivo debe ser profundizar con rapidez el cambio tecnológico para alcanzar una singularidad, acuñó el termino Ilustración oscura, para caracterizar y avalar los principios del movimiento neorreaccionario que defiende el “racismo científico” y la eugenesia como principios válidos de la política. Escribió un libro que desde el título mismo resalta un nuevo oscurantismo y en el que destaca el pensamiento de Curtis Yarvin, el gurú del “nuevo” pensamiento, que aboga por un tecno-monarquismo con argumentos de un simplismo que no invitan ni a la contestación: “Cuando pido a la gente que reflexione sobre esta cuestión, les animo a que miren a su alrededor e identifiquen todo lo que les rodea que ha sido creado por una monarquía. Estas entidades que llamamos empresas son esencialmente pequeñas monarquías. Por ejemplo, si miran a su alrededor y ven un ordenador portátil, ese ordenador ha sido fabricado por Apple, que funciona como una monarquía” (4), dice Yarvin, utilizando un reduccionismo de la creatividad humana al que no han llegado ni quienes atribuyen al capitalismo o, en el mejor de los casos al mercado, hasta la invención de la rueda. Yarvin ve en la mixtura de Silicon Valley la etapa pre-democrática de la humanidad (los períodos anteriores al liberalismo clásico) y el colonialismo victoriano el modelo de sociedad del “futuro”. Y si los objetivos a eliminar son la diversidad, la equidad y la inclusión, las fortalezas a asaltar en las que están parapetados esos enemigos, según los nuevos oscurantistas, son los medios de comunicación liberales, la burocracia (los empleados del Estado no los políticos) las universidades y las ONG financiadas por los Estados.

Yarvin ha encontrado en la llamada “mafia de Pay Pal” que integran Peter Thiel, Elon Musk y David Sacks, a sus mayores divulgadores. Estos tres exóticos personajes tienen en común antecedentes familiares de apoyo al apartheid en Suráfrica. Los dos últimos tienen esa nacionalidad y el primero pasó su infancia en ese país. Actualmente apoyan incondicionalmente a Donald Trump y profesan el supremacismo blanco. Musk ha sido encargado de expulsar el mayor número posible de empleados del Estado, y a Sacks le han encomendado las políticas sobre la inteligencia artificial y las criptomonedas. ¿Puede considerarse una simple coincidencia que además los tres sostengan que la “raza blanca” es perseguida y que en Suráfrica el gobierno está impulsando un genocidio contra ese grupo? Thiel, el verdadero doctrinario del grupo, uno de los cofundadores de Pay Pal con Musk, es dueño de Palantir, la empresa de procesamiento de datos que trabaja para la CIA, el FBI y la Otan como proveedora de software que, mediante el uso de grandes datos, ejerce la función del Gran Hermano que identifica enemigos y amenazas “terroristas”.

El desmonte del Estado que buscan tiene como propósito la privatización de sus funciones. El asunto ya no es el de la privatización de empresas públicas sino del mismo Estado. Yarvin habla de que éste debe funcionar como una empresa con accionistas que deben nombrar un gerente que responda por los resultados, y de la que estos puedan separarse si no están satisfechos. El actual vicepresidente norteamericano J. D. Vance, seguidor de Yarvin y de Thiel, ya mostró simpatía pública por la propuesta. La fagocitación de la política por la economía y la reducción de lo humano a la unidimensionalidad de la simple contabilidad de ganancias, parece ser el único horizonte que perciben los ganadores de las últimas cuatro décadas, que no ven detenerse el aumento de los ceros a la derecha en sus cuentas bancarias.

Peter Thiel fue el primero en plantear lo que considera antagonismo entre democracia y libertad, al escribir en 2009 que “ya no creo que democracia y libertad sean compatibles”. Lo que no deja de tener sentido si entendemos que consideran como libertad el derecho del capital a disponer sin restricciones de las palancas de la acumulación. Sí, como en un agujero negro los excedentes siguen concentrándose en un punto de altísima densidad, la política sobra y el capital exige un gerente como garante de un sistema en el que la opinión publica deja de tener sentido y las decisiones quedan en manos de una plutocracia cuyo brazo ejecutor es una aristocracia tecnocrática: “Si quieren decir que la democracia no es un buen sistema de gobierno, simplemente establezcan el vínculo con el populismo. Digan que las políticas y las leyes deben ser definidas por sabios expertos, jueces, abogados y profesores. Entonces se darán cuenta de que lo que realmente están apoyando es la aristocracia en lugar de la democracia” (5), dice Yarvin, en un sinceramiento brutalista. El desafío del neo-oscurantismo es, entonces, contra todo el ideologema del liberalismo clásico, y las nociones de justicia y derechos, así como contra la estructura de la disputa política construida a partir de los principios de la llamada Ilustración, que parece empezar a ser un obstáculo para un gobierno de la aristocracia del dinero.

Son propósitos refrendados, por ejemplo, con aciones como el ataque frontal a las universidades. Columbia fue obligada a revisar sus códigos de disciplina, pues fue acusada de no tener protocolos suficientes contra el antisemitismo, al no reprimir de forma contundente las protestas en favor del pueblo palestino. A Harvard le congelaron 2.200 millones de dólares hasta que no elimine los programas que promuevan el DEI, colabore con la oficina de migración denunciando si hay personas de la Universidad que no cuenten con el estatus de legalidad y prohíba protestar con máscaras. La negativa de Harvard tuvo como respuesta de la Casa Blanca que no debe recibir fondos federales pues “es un chiste y enseña odio y estupidez”. Un proceder dentro del cual también resaltan acciones como la llevada a cabo por la biblioteca Nimitz de la Academia Naval que eliminó 381 libros con temas como raza, género y sexualidad.

El vicepresidente de USA, J.D. Vance, en la Conferencia de Seguridad de Munich, de febrero de este año, acusó a Europa de alejarse de los valores tradicionales por no reprimir suficientemente la inmigración, es decir, por no aceptar la tesis del enemigo interno (que incluye la teoría del gran remplazo y el Plan Kalergi (6)), y descuidar la libertad de expresión, al  regular las llamadas redes sociales. ¿Cuánto demorará Europa en empezar a plegarse a políticas que nieguen el racismo, el sexismo y el problema ambiental? Países díscolos dentro de la Unión Europea como Hungría ya elevaron a rango constitucional la prohibición de las marchas Lgbti, y en Inglaterra el tribunal supremo dictaminó que mujer tan sólo puede ser definible biológicamente, por lo que no debe extrañar que a medida que surjan más gobiernos de los movimientos neorreaccionarios veremos este tipo de políticas extenderse como manchas de aceite.

Las tesis de individuos como Thiel, Yarvin o Sacks son aún vistas por muchos críticos como extravagancias de escritores marginales, sin recabar que hoy son escuchados en la primera potencia militar del mundo, y que mientras los focos mediáticos están centrados en que los aranceles hoy sí y mañana no, la criminalización de pensamientos distintos al hegemónico tiene en el caso de los estudiantes Mahmoud Khalil de la universidad de Columbia  y Rumeysa Ozturk de la universidad de Tufts, en Massachusetts, un precedente espeluznante al ser detenidos para su deportación por participar en protestas a favor del pueblo palestino bajo la acusación de antisemitismo. La amenaza sobre la eliminación de quien no comparta el simplismo de las razones de Estado de la doctrina del “nacionalismo blanco” es de una certeza aterradora que por la forma bufonesca como es presentada, logra hacerse pasar como simple caricatura que pronto será tan sólo anécdota.

Que el jefe de gobierno de un Estado que tiene más de ochocientas base militares extendidas por el mundo afirme que ha sido abusado por el resto de países y que sostenga qué todos  han robado a su nación, cuando esta ha podido mantener por más de medio siglo una balanza comercial deficitaria por el sólo privilegio de emitir la moneda de los intercambios internacionales, es un buen ejemplo del uso de llamar las cosas por su contrario para justificar el agravamiento de las agresiones hacía los otros, incluidos sus más fieles vasallos a los que, en no pocas ocasiones, es a los que más debe maltratar.  “El bufón ritual no respeta a nada ni a nadie; su licencia es total y se halla protegido por la más absoluta de las impunidades, su ataque golpea tanto más fuerte cuanto más reverenciado es el objeto al que se dirige” (7).

En estas condiciones, la singularidad, de la que muchos hablan ¿es acaso un viaje al totalitarismo de una ciber-autocracia en la que los milmillonarios eliminan la lucha política para convertirse en dueños absolutos de las decisiones sobre la sociedad? Si parece exagerado y alarmista un interrogante como este, ¿qué pensar, entonces, de la conformación del actual gobierno estadounidense? Independientemente de lo que respondamos, el principio de precaución debería llevarnos a pensar seriamente en cómo actuar si la reaparición de la teatrocracia de lo grotesco es más que una mala y pasajera representación. γ

1. Balandier, Georges, El poder en escena: de la representación del poder al poder de la representación, Paidos Studio, p. 75

2. Mbembe Achille, Brutalismo, Paidos, pp. 35-36

3. Oxfam, El saqueo continúa: Pobreza y desigualdad extrema, la herencia del colonialismo, p. 8

4.«Prepararse para el Imperio»: Curtis Yarvin, profeta de la Ilustración oscura, https://legrandcontinent.eu/es/2025/01/21/prepararse-para-el-imperio-curtis-yarvin-profeta-de-la-ilustracion-negra/

5. Ibid.

6. La auto-victimización del supremacismo blanco argumenta que hay planes para su eliminación a través del mestizaje.

7. Balandier, op. cit, p. 53

Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº254, mayo 2025
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