El sol
En algún lugar de Pennsylvania, Anne Merak trabaja como ayudante del sol.
Ella está en el oficio desde que tiene memoria. Al fin de cada noche, Anne alza sus brazos y empuja al sol, para que irrumpa en el cielo; y al fin de cada día, bajando los brazos, acuesta al sol en el horizonte.
Era muy chiquita cuando empezó esta tarea, y jamás ha faltado a su trabajo.
Hace medio siglo, la declararon loca. Desde entonces, Anne ha pasado por varios manicomios, ha sido tratada por numerosos psiquiatras y ha engullido muchísimas pastillas.
Nunca consiguieron curarla. Menos mal.
El banquero ejemplar
John Pierpont Morgan Junior era dueño del banco más poderoso del mundo y de otras ochenta y ocho empresas. Como estaba muy ocupado, se había olvidado de pagar sus impuestos.
Llevaba tres años sin pagar, desde el estallido de la crisis de 1929. Cuando se supo, ardieron de furia las multitudes arruinadas por la catástrofe de Wall Street y se desató un escándalo en todo el país.
Para cambiar su imagen de banquero rapaz, el empresario recurrió al experto en relaciones públicas del circo Ringling Brothers.
El experto le recomendó contratar a un fenómeno de la naturaleza, Lya Graf, una mujer de treinta años, que medía sesenta y ocho centímetros de alto pero no tenía cara ni cuerpo de enana.
Así se lanzó una gigantesca campaña de publicidad, centrada en una foto. La foto mostraba al banquero en su trono, cara de buen papá, con esa miniatura humana sentada en sus rodillas. El símbolo del poder financiero amparando a la población, encogida por la crisis: ésa era la idea.
No funcionó.
Una clase de Medicina
Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió en sus años de estudiante.
Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy cascada por los trajines de una larga vida sin domingos, llevaba unos cuantos días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo:
–Por favor, doctor, ¿podría tomarme el pulso?
Una suave presión de los dedos en la muñeca, y él decía:
–Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto.
–Sí. doctor, gracias. Ahora, por favor, ¿me toma el pulso?
Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que estaba todo bien, que mejor imposible.
Día tras día, se repetía la escena. Cada vez que él pasaba por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido, lo llamaba, y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez, y otra vez, y otra.
Él obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero pensaba: Esta vieja es un plomo. Y pensaba: Le falta un tornillo.
Años demoró en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara.
La palabra
En la selva del Alto Paraná, un camionero me advirtió que tuviera cuidado:
–Ojo con los salvajes –me dijo–. Todavía andan algunos sueltos por aquí. Por suerte, quedan pocos. Ya los están encerrando en el zoológico.
Él me lo dijo en idioma castellano. Pero no era ésa su lengua de cada día. El camionero hablaba en guaraní, en la lengua de esos salvajes que él temía y despreciaba.
Cosa rara: el Paraguay habla el idioma de los vencidos. Y cosa más rara, todavía: los vencidos creen, siguen creyendo, que la palabra es sagrada. La palabra mentida insulta lo que nombra, pero la palabra verdadera revela el alma de cada cosa. Creen los vencidos que el alma vive en las palabras que la dicen. Si te doy mi palabra, me doy. La lengua no es un basurero.
El mercado global
Árboles de color canela, frutos dorados.
Manos de caoba envuelven las semillas blancas en paquetes de grandes hojas verdes.
Las semillas fermentan al sol. Después, ya desenvueltas, el sol las seca, a la intemperie, y lentamente las pinta de cobre.
Entonces, el cacao inicia su viaje por la mar azul.
Desde las manos que lo cultivan hasta las bocas que lo comen, el cacao se procesa en las fábricas de Cadbury, Mars, Nestlé o Hershey y se vende en los supermercados del mundo: por cada dólar que entra en la caja, tres centavos y medio van a las aldeas de donde el cacao viene.
Un periodista de Toronto, Richard Swift, estuvo en una de esas aldeas, en las montañas de Ghana.
Recorrió las plantaciones.
Cuando se sentó a descansar, sacó de su mochila unas barras de chocolate. Antes del primer mordisco, se encontró rodeado de niños curiosos.
Ellos nunca habían probado eso. Les encantó.
El nacimiento
El hospital público, ubicado en el barrio más copetudo de Río de Janeiro, atendía a mil pacientes por día. Eran, casi todos, pobres o pobrísimos.
Un médico de guardia contó a Juan Bedoian:
–La semana pasada, tuve que elegir entre dos nenas recién nacidas. Aquí hay un solo respirador artificial. Ellas llegaron al mismo tiempo, ya moribundas, y yo tuve que decidir cuál iba a vivir.
Yo no soy quién, pensó el médico: que decida Dios. Pero Dios no dijo nada.
Eligiera a quien eligiera, el médico iba a cometer un crimen. Si no hacía nada, cometía dos.
No había tiempo para la duda. Las nenas estaban en las últimas, ya yéndose de este mundo.
El médico cerró los ojos. Una fue condenada a morir, y la otra fue condenada a vivir.
La buena salud
En alguna parada, un enjambre de muchachos invadió el ómnibus.
Venían cargados de libros y cuadernos y chirimbolos varios; y no paraban de hablar ni de reír.
Hablaban todos a la vez a los gritos, empujándose, zarandeándose, y se reían de todo y de nada.
Un señor increpó a Andrés Bralich, que era uno de los más estrepitosos:
–Qué te pasa, nene? ¿Tenés la enfermedad de la risa?
¿A simple vista se podía comprobar que todos los pasajeros de aquel ómnibus habían sido, ya, sometidos a tratamiento, y estaban completamente curados.
Mano de obra
Mohammed Ashraf no va a la escuela.
Desde que sale el sol hasta que asoma la luna, él corta, recorta, perfora, arma y cose pelotas de fútbol, que salen rodando de la aldea paquistaní de Umar Kot hacia los estadios del mundo.
Mohammed tiene once años. Hace esto desde los cinco. Si supiera leer, y leer en inglés, podría entender la inscripción que él pega en cada una de sus obras: Esta pelota no ha sido fabricada por niños.
A contramano
Las ideas del semanario Marcha revelaban cierta inclinación al rojo, pero más rojos estaban los números. Hugo Alfaro, que además de ser periodista hacía las veces de administrador y cumplía la insalubre tarea de pagar las cuentas, saltaba de alegría en raras ocasiones:
–¡Tenemos la edición financiada!
Había llegado publicidad. En la historia universal del periodismo independiente, siempre se ha celebrado semejante milagro como una prueba de la existencia de Dios.
Pero al director, Carlos Quijano, se le ponía verde la cara. Horror: no había peor noticia que aquella buena noticia. Si entraba publicidad, se iba a sacrificar alguna página, o varias, y cada pedacito de página era un sagrado espacio imprescindible para cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy.
Al cabo de treinta y cuatro años, la dictadura militar irrumpió en el Uruguay y acabó con Marcha y otras locuras.
La cárcel
En 1984, enviado por alguna organización de derechos humanos, Luis Niño recorrió las galerías de la cárcel de Lurigancho en Lima.
Luis se hundió en aquella soledad amontonada. A duras penas se abrió paso entre los presos haraposos o desnudos.
Después, pidió hablar con el director de la cárcel. El director no estaba. Lo recibió el jefe de los servicios médicos.
Luis dijo que había visto algunos presos en agonía, vomitando sangre, y a muchos humeando fiebres y comidos por las llagas, y no había visto ningún médico. El jefe explicó:
Los médicos solo entramos en acción cuando nos llaman los enfermeros.
¿Y dónde están los enfermeros?
No tenemos presupuesto para pagar enfermeros.
Asaltado asaltante
En América Latina, las dictaduras militares quemaban los libros subversivos. Ahora, en democracia, se queman los libros de contabilidad. Las dictaduras militares desaparecían gente. Las dictaduras financieras desaparecen dinero.
Un buen día, los bancos de la Argentina se negaron a devolver el dinero de los ahorristas.
Norberto Roglich había guardado sus ahorros en el banco, para que no se los comieran los ratones ni los robaran los ladrones. Cuando fue asaltado por el banco, don Norberto estaba muy enfermo, porque los años no vienen solos, y la jubilación no daba para pagar los remedios.
De modo que no le quedaba otra: desesperado, penetró en la fortaleza financiera y sin pedir permiso se abrió paso hasta el escritorio del gerente. En el puño, apretaba una granada:
–O me dan mi plata o volamos todos.
La granada era de juguete, pero hizo el milagro: el banco le entregó su dinero.
Después, don Norberto marchó preso. El fiscal pidió de ocho a dieciséis años de cárcel. Para él, no para el banco.
Fábricas
Corría el año 1964, y el dragón del comunismo internacional abría sus siete fauces para comerse a Chile.
La publicidad bombardeaba a la opinión pública con imágenes de iglesias quemadas, campos de concentración, tanques rusos, un muro de Berlín en pleno centro de Santiago y guerrilleros barbudos llevándose a los niños.
Hubo elecciones.
El miedo venció. Salvador Allende fue derrotado. En esos días de dolor, yo le pregunté qué era lo que le había dolido más. Y Allende me contó lo que había ocurrido ahí nomás, en una casa vecina, en el barrio de Providencia. La mujer que allí se deslomaba trabajando de cocinera, limpiadora y niñera a cambio de un sueldito, había metido en una bolsa de plástico toda la ropa que tenía y la había enterrado en el jardín de sus patrones, para que no la despojaran los enemigos de la propiedad privada.
La información global
Unos meses después de la caída de las torres, Israel bombardeó Yenín.
Este campo de refugiados palestinos quedó reducido a un inmenso agujero, lleno de muertos bajo las ruinas.
El agujero de Yenín tenía el mismo tamaño que el de las torres de Nueva York.
Pero, ¿cuántos lo vieron, además de los sobrevivientes que revolvían los escombros buscando a los suyos?
*Escritor uruguayo. Este texto está extraído de su última obra en francés: Bocas del tiempo, Lux, Montreal, 2011.