El tema de la identidad nacional marcó el debate regional por décadas. Así fue durante buena parte del siglo XIX y todo el XX. No era para menos. Una vez iniciada la gesta libertadora, legitimarla, brindarle soporte, era necesario. Escritos como la “Carta de Jamaica”, En ella Simón Bolívar sintetizaría el proyecto al que trataría de darle cuerpo durante los siguientes 14 años, y con él a su inmenso sueño: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria”. Años después, en momentos de arenga a una unidad militar comandada por Rafael Urdaneta, diría: “Para nosotros la patria es América”.
Por su parte, su maestro Simón Rodríguez abordó igual temática identitaria en toda su obra. Antes de ellos, otros escritos, como “Carta dirigida a los españoles americanos” de Juan Pablo Viscardo y Guzmán y, “América espera” de Francisco Miranda (1) avanzan sobre igual terreno. José Martí hace lo propio para el caso cubano, pero con vocación y sentido nuestroamericano.
Consumada la lucha anticolonialista, correspondía sentar las bases de los proyectos nacionales. En cada país, en distintos momentos de su historia, la literatura retoma y asume esta problemática. En Argentina, Martín Fierro, de José Hernández; en Ecuador, Huasipungo, de Jorge Icaza; en Perú, Ríos profundos, de José María Arguedas; para toda la región y en otro momento de su historia, Pablo Neruda, con el Canto General, logra dibujar nuestra realidad y ahondar en el tema identitario. Con igual brillantez abordan la temática Alejo Carpentier y Arturo Uslar Pietri. He ahí obras y autores de obligatoria recordación o memoria. Hay más, no hay duda.
Para el caso colombiano, el localismo y el tradicionalismo predominantes durante todo el siglo XIX impiden la consumación de una obra que sintetice el sentir nacional. Tal vez con La vorágine (Eustasio Rivera) se refleja por vez primera el hondo conflicto de identidad que padecemos. Luego García Márquez dibujará nuestra esencia y nuestra honda conflictividad, hasta ahora no resueltas. Antes y después, autores como Fernando González, Vargas Vila y otros, como lo recuerda Carlos Fajardo (pág. 16), desnudan nuestra flaca realidad. En la pintura, como adelantado, Alejandro Obregón plasmará parte de nuestro ser; Fernando Botero nos recordará, en no pocas de sus pinturas, el conflicto del poder, así como el manido recurso de la violencia con el cual éste se soporta. No pocos de los expresionistas nacionales retomarán nuestro desgarrado ser nacional. A través de la escenificación, el grupo de teatro La Candelaria dará cuenta con profundidad de igual reflexión. En la televisión, no son pocos los seriados que recuerdan que somos un país de regiones (2).
Precisamente, en medio de estos conflictos irresolutos, a pesar de dos largos siglos de vida republicana, incursos en una honda transformación mundial, con la posibilidad de sentar en acta sellada el fin de las fronteras nacionales por variedad de pueblos aislados entre sí por el interés mercantil y mezquino de sus respectivas clases dominantes, la pregunta por la identidad emerge en Colombia con toda vitalidad y necesidad (ver Carlos Maldonado, pág. 13)
No es para menos. Así lo propician diversos hechos: los efectos de la llamada por un tiempo “apertura económica”, más conocida pocos años después como “globalización” o neoliberalismo, con los tratados de libre comercio como uno de sus signos más resaltados; la tierra arrasada, impuesta como práctica de control por parte del paramilitarismo, como reflejo de una excluyente visión de país dominante en los grupos de poder; los resultados de una política económica que potencian el individualismo y la competencia desleal entre iguales, todo lo cual resquebraja o deshace el débil pegamento que une las regiones constitutivas del país denominado Colombia, limitando en el localismo a sus poblaciones, más identificadas con su ser regional que con el nacional.
Esa identidad precaria es hábilmente identificada por los comerciantes que hacia la década de los años 60 y 70 del siglo XX impulsan la conocida “Vuelta a Colombia”, alimentando con ella las rivalidades regionales. Décadas después, otro deporte, el fútbol, o el propio ciclismo, por sus resultados internacionales, despiertan el sentir patriótico, expresado en el batir de la tricolor: lo que nunca han logrado las fiestas patrias, a pesar de que durante mucho tiempo se sancionaba a quien no adornara el frente de su casa con los iconos nacionales, no se conocen otros sucesos o cotidianidades que aceleren el corazón de los colombianos por su ser nacional a pesar de la insistencia del señor de los 8 años con el amor a la “patria”. Sin embargo, pese las similitudes que nos acercan a nuestros vecinos, se levantan y soportan fronteras entre unos y otros.
Realidad compleja y contradictoria. La sociología, la psicología y la política indican que se requieren arraigados referentes para potenciar y ahondar las energías de todo un pueblo hasta lograr su bienestar y su mejor aporte al conjunto de la humanidad; y que ese arraigo procede, en el mejor de los casos, de una revolución, de un estallar de pasiones, imaginarios, alegrías, vitalidad, energías, disposición plena, que son, entre otras, las potencialidades y fuerzas que la propician y se desprenden de la misma por todo el territorio que implica y la población que lo habita.
Pero en Colombia lo consumado durante los años 90 y comienzos del 2000 fue todo lo contrario: una contrarrevolución, con sus efectos de temor, silencio, odio, desconfianza, desplazamiento, refugio, exilio. La atomización social, el desarraigo. A finales de los años 40 y en el curso de los años 50 del siglo XX, ya nuestra sociedad había padecido otro ciclo contrarrevolucionario, con alto costo para los sectores populares y la clase media de regiones como el Viejo Caldas, el Llano (Casanare, Meta), parte de Cundinamarca, Boyacá y Bogotá. Los dos ciclos de terror están antecedidos por la conocida “hegemonía conservadora” de finales del siglo XIX y primeras tres décadas del XX, bajo cuya batuta quedó desmembrado el territorio nacional en su costado superior occidental y en su parte inferior sur; las masacres contra los trabajadores recién sindicalizados, acaecidas en los años 20, no fueron pocas, configurándose este período de la historia nacional como de contrarrevolución política y social. Es decir, el poder realmente dominante en Colombia, con la violencia como recurso siempre a la mano, ha polarizado a la sociedad, atomizándola, alimentando guerra de pueblo contra pueblo, impidiendo así que surja una clara conciencia de país.
La pregunta por la identidad obliga entonces a romper los efectos prolongados por el ejercicio del terror batido sobre el país, con la demanda de darle forma, como ejercicio colectivo, a un cuerpo teórico, un manifiesto, con el aliento de la Carta de Jamaica, sumado al cuerpo teórico que alentó el Congreso de Angostura. Un nuevo texto fundacional que despierte, potencie y canalice energías más allá de las fronteras de lo que consideramos ser. Un texto que reivindique, entre muchos aspectos, la necesidad de conjugar democracia profunda y medio ambiente, desplegando un proyecto de reorganización urbana y territorial que impida que los núcleos urbanos más importantes del país cuenten con más de dos millones de personas, redistribuyendo población, en nuevos cascos urbanos donde se desestimule el uso del petróleo como matriz de desarrollo y se alimente con total vocación el transporte público de carácter colectivo, al tiempo que se promueva el uso de máquinas que dependan de la energía humana. El consumo razonable y necesario, sumado a multitud de proyectos de estirpe colectiva, como soporte de una economía que armonice vida humana y naturaleza, serán pieza clave de este nuevo proyecto de país. El retomar de una verdadera integración regional, con base en la erradicación de fronteras, deberá reconciliar y hermanar, como mínimo, a las seis repúblicas libertadas del imperio español por las fuerzas sociales animadas y dirigidas por el liderazgo de Bolívar.
Todo esto, y mucho más, sustentado en un manifiesto profundo y ardiente que retome y resuma, con visión futura, pero con soporte en el presente, lo que somos los colombianos todos: blancos, negros, indios, mestizos, mujeres, hombres; todos: vallunos, caucanos, costeños, paisas, santandereanos, chocoanos, pastusos, llaneros, amazónicos.
Pero este proyecto también puede ser resumido y sustentado a través de una película, a la manera de La teta asustada (de la peruana Claudia Llosa), o un seriado radial, o todos estos recursos juntos y con un solo propósito: llegar a lo más lejano del país, a los barrios excluidos, a las regiones negadas, a los analfabetos, a los desprevenidos, a los académicos, a los estudiantes, a los jóvenes pero también a los viejos, a pobres y los ricos, con la clara pretensión de despertar disposición, tratando de alentar la reflexión, estimulando el recuerdo, alentando la conversación espontánea en todos los lugares donde se encuentre más de uno.
De unos y otros, de lo pretérito y lo presente, que con toda seguridad fluirán; de las opiniones diversas y espontáneas que circularán por todos los rincones del país, de esas ideas y otras muchas, se deberá enriquecer, integrándolo, el texto final que hará de la identidad el bastión para reencontrarnos entre nosotros y los otros (todos los pueblos de la región) como un solo grupo humano e histórico, que con su vitalidad desbordante hará del proyecto político y económico que hasta ahora no los ha podido movilizar, un mal recuerdo de la historia. Sobre sus ruinas, la esperanza. El futuro.
1 Gómez, Juan Guillermo, Hacia la independencia latinoamericana: de Bolívar a González Prada, ediciones Desde Abajo, octubre de 2010, Bogotá, pp. 7-8.
2 “La casa de las dos palmas”, “Café”, “Gallito Ramírez”, son algunas de las realizaciones que retoman y explotan, de alguna manera, el regionalismo tan destacado en Colombia.